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  • Este texto obtuvo el tercer lugar del Concurso de Crónicas: Dando voz a las historias silenciadas, organizado por El Diario, en el que se evaluaron 90 crónicas autobiográficas enfocadas en historias de resiliencia de grupos o poblaciones marginadas

I

“Llegará el momento en que tengas que cuidar a tu madre”, me dijo mi tío anestesiólogo a mis 15 años. Once años después, el 29 de noviembre de 2016, esa frase premonitoria se hizo realidad.

Estaba en Japón. Sentía frío. Tenía 26 años y me sentía abrumada. No podía conciliar el sueño con facilidad, todo lo que conocía estaba a 14.193 kilómetros de distancia. 

II

El 7 de noviembre de 2016 recibí una llamada que cambió todo. Habían rechazado a mi madre del hospital de la tiroides y la habían referido al National Center for Global Health de Tokio porque su hipotiroidismo estaba controlado, el problema era otro. Sentí que me arrancaban el estómago cuando escuché esa noticia desde el otro lado del mundo. El diagnóstico confirmaba que algo más grave había invadido su cuerpo. 

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No paré de llorar luego de esa llamada. Lloré durante todo el recorrido por la autopista Francisco Fajardo hasta llegar al trabajo. Si no la volvía a ver, nuestro último recuerdo sería de un 30 de octubre, en el colorido piso de Carlos Cruz Diez del aeropuerto de Maiquetía, la gran puerta de despedida de los venezolanos. En ese piso ya había visto partir a grandes amistades que buscaban un mejor futuro y ahora, tal vez, también era el piso en el que había visto a mi madre por última vez con vida.

La angustia se fundió con el pensamiento de todo lo que tenía que resolver. A veces la recuperación de una persona depende de la cantidad de ceros en su cuenta bancaria, su sangre o su color de piel. Si este era el caso, en mi familia no reuníamos las condiciones; aunque mi otro tío, médico, cardiólogo y sobreviviente de cáncer en Houston, pensara que el dinero era el menor de los problemas. “Quiero saber sobre la salud de mi hermana”, repetía. Mi tío había perdido una pierna como consecuencia de la enfermedad, pero su valentía para afrontarla me había enseñado mucho. Fue de las primeras personas a las que llamé para desahogarme en medio del torbellino. Es una persona que suele tener un consejo para dar, pero sus continuos silencios en nuestras conversaciones confirmaban mis sospechas. La muerte era una posibilidad cada vez más cercana.

Todo cambió. Ese año, los pocos amigos que me quedaban en el país habían decidido emigrar. Y yo me vi obligada a replantearme mi futuro. Incluso tuve que pedir dinero, a pesar de trabajar desde mis 19 años. Venezuela se había convertido en el país en que encontrar una medicina en una farmacia era un deporte extremo y mi sueldo, en una trasnacional, se volvió sal y agua. 

III

Me fui. Estaba en Japón.

En el National Center for Global Health de Tokio los días pasaban lentamente. La mañana empezaba a las 7:00 am con un “おはようございます” o el intento de decir bu-e-nos dí-as de la enfermera al leer el letrero en la pared, acompañado de ilustraciones y traducciones bastante claras. Ella venía para aplicar un tratamiento intravenoso que era lento, muy lento, parecía correr en proporción inversa a nuestra ansiedad. Mi madre no podía comer, su peso ya estaba en los 32 kilos y acababa de despertar de un coma inducido. Su pronóstico reservado y su estado delicado nos mantenía a mí y a mi hermano en vilo. Para verla debíamos usar tapabocas y tener estómago de acero.

Me costaba encontrar su belleza, salvo en los momentos en que esbozaba una sonrisa o nos miraba con sus ojos compasivos. Esos momentos eran fugaces. Cuando no estaba sedada, sus ojos nos hablaban, nos decían que le dolía, que estaba preocupada, que tenía hambre y que sentía mucho miedo. No quería morir. Sus ojos eran lo único que podía ver para no quebrarme, y sin embargo… 

IV

Volvía a sus ojos. Al verlos, mi intuición me decía que se iba a salvar, aunque el miedo a la muerte era inevitable. Una tarde, mientras ella dormía, decidí comprar una libreta en el combini del hospital. Estábamos en el piso 10, había que tomar el ascensor y dirigirse a la mezzanina del edificio, era un descenso que agudizaba la frialdad. El hospital parecía un centro comercial, repleto de paredes blancas y neutras. Me daba la impresión de ser un lugar pensado para que los pacientes se recuperaran solos. Las enfermeras no salían de su asombro al verme dormir allí casi todas las noches. “Puedes ir a casa”, me repetían. “¿A casa?”, pensaba yo. “Ella es mi casa”. 

Yo dormía y escribía. Empecé a recrear mi pasado. 

La religión define gran parte de la cultura occidental, pero de una forma distinta a como es en Oriente. Mientras que en esta región la heroicidad la determina el respeto al otro o la introspección, para los occidentales se trata del prójimo, la comunidad, el estar juntos. En mi país, una madre que abandona el hogar es juzgada como el peor ser humano, pero una que es piadosa y abnegada y que ejerce, al mismo tiempo, el rol de madre y padre es de lo más normal. Mi madre es del segundo caso. Aunque mi padre estuvo presente en mi casa hasta mis 12 años, sus malas decisiones me llevaron a tener un vínculo más fuerte y de mayor confianza con mi madre. Ella era la autoridad, el sostén económico y mi mayor admiración. Crecí viéndola recorrer el país entregando cuentos y promocionando la lectura en los rincones más insospechados del estado Miranda, viviendo para los demás. 

Vengo de mi matria, en todas las maneras en que pueda leerse. De un país en el que una mujer sola es sostén de familia y a la vez tiene una función dentro de instituciones que incentivan la cultura y que trabajan por la comunidad.

El Plan Lector de Fundalectura fue uno de esos proyectos que no tenían que quedarse sin presupuesto y menos en la región mirandina, un lugar lleno pobreza y grandes desigualdades. La lectura y la educación eran el vehículo para cambiarlo todo. Al menos así había sido para mi familia. 

En ese contexto, mis padres habían comprado una casa. Una casa en la que pasé mis primeros 23 años de vida. En esa casa, mi madre vio generarse vida y también terminarse. Cuánto puede suceder en una casa. Allí nací, apenas un mes después de la muerte de mi abuelo, de cáncer. Otra vez el cáncer.

V

Documenté toda su evolución, aunque eso implicó romper algunas de las normas del hospital. Pero es que hay normas que para nosotros, los latinos, son impensables. 

Mi madre estuvo semanas hospitalizada en Tokio. Llegó al país del sol naciente para celebrar el cumpleaños de mi hermano y terminó luchando por su vida. Cada semana sumaba 10.000 dólares a la deuda. Estábamos atados a las condiciones del hospital. El sistema oriental desconocía la crisis hospitalaria en Venezuela. Los médicos no entendían cómo los exámenes que teníamos en la mano reflejaban falsos positivos y un dengue que quizá nunca existió. No. En Japón no comprendían cuando yo hablaba del informe de Human Rights Watch. En junio de 2016, la organización había visitado los hospitales de Caracas y de seis estados de Venezuela para constatar el deterioro. Su informe revelaba que el 76 % de los hospitales públicos no disponían de los medicamentos básicos que deberían tener las instituciones públicas, según la Lista de Medicamentos Esenciales de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Esto suponía un incremento con respecto al 67 % de 2015.

La enfermedad de mi madre había llegado en el peor momento del sistema de salud venezolano. Aunque desde hace años ella ya sufría de la tiroides —digamos, desde que tengo uso de razón—, antes no había sido así. 

Cada vez más, encontrar el medicamento indispensable para controlar su condición implicaba recorrer al menos cinco farmacias y hacer largas filas. La pastilla para la hipertensión era otra pesadilla, pero la versión genérica solía encontrarse con mayor facilidad. Es decir, pudimos vivir el deterioro, sentir cómo tratar las condiciones médicas controlables se volvía cada vez más desesperante. En junio de 2016, el presidente de la Federación Farmacéutica de Venezuela calculó que el 85 % de los medicamentos que deberían encontrarse en farmacias privadas no estaban disponibles o eran difíciles de conseguir. 

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“¿Por qué costaba tanto ayudar a mi madre? ¿Tengo yo responsabilidad en esto?”. Una de las cosas más difíciles en estas circunstancias era encontrarle un sentido a la vulnerabilidad. 

Mientras tanto, mis amigos, los que se fueron, los que se quedaron, los que llevaba a todas partes en el pensamiento —como un amuleto— me ayudaron a organizar un crowdfunding. Este término, como muchos otros ajenos a la venezolanidad, empezaba a hacerse presente. 

Mi mamá se volvió parte de las estadísticas, y el crowdfunding, compartido por decenas de personas en las redes sociales y medios de comunicación locales, una constancia de la precaria situación. Ya ella había gastado parte de su jubilación de más de 20 años de servicio como doctora en Ciencias de la Educación en visitar las clínicas privadas de Caracas para encontrar un posible diagnóstico que explicara su pérdida de peso, el único síntoma palpable de la posibilidad de muerte.

Me sentiré siempre en deuda con las personas que donaron dinero para salvar la vida de mi madre. En deuda y profundamente agradecida. También porque muchos me compartían su historia, me acompañaban, algunos me daban sus mejores consejos y otros me recomendaban que no me agotara desde el inicio porque “pase lo que pase será un camino largo y necesitarás ayuda”. “Pase lo que pase” se refería a la posibilidad real de su muerte.

IV

“Necesitamos tiempo”, dijo el doctor en perfecto español. ¿Tiempo? 時間がない (No hay tiempo). Tiempo es lo que menos tenemos los venezolanos. Tiempo es lo que queremos para terminar la tarea de la universidad cuando llegue la luz. Tiempo para recorrer seis farmacias y encontrar el medicamento que mantiene la tiroides de mi mamá. Tiempo para terminar los tigres al salir del trabajo. Tiempo para hacer la cola del supermercado.

“Tiempo y dinero”, pensé. Ambos escaseaban en 2016.

Tiempo. Durante las interminables tardes en el hospital japonés, pensaba en todas las cosas que nunca le dije a mi mamá para no preocuparla. Ahora tal vez no tendría tiempo para hacerlo. 

Nunca le conté de cuando choqué, justo después de colgar la llamada con ella. Tampoco del suplicio y las maromas que tuve que hacer para conseguir los repuestos del carro y arreglarlo. 

Nunca le conté del día en que intentaron poner algo en mi bebida. De la sensación de inseguridad que sentía al ser mujer en un país en el que reina el patriarcado. 

En Japón, la cultura está influenciada por el budismo y el sintoísmo, y la gente suele reservarse sus problemas y crecer alejada de su familia en la edad adulta. La verdad es que no soy la persona más familiar, pero sí había crecido muy cerca de mi madre. La admiraba y era la persona que había estado siempre conmigo. 

Ese día, en Japón, entendí que ese dicho de “la procesión va por dentro” solo te puede enfermar. Empecé a hablar y a soltar. A escribir. A contarle cada una de las cosas que nunca le dije. Estaba dormida y no me escuchaba. Al menos no conscientemente. 

No sabía si hacer eso estaba bien. Estaba bien para mí, pero ¿para ella? Muchas de mis historias tienen finales felices, pero también grandes peligros latentes. Sin embargo, decidí avanzar.

Le conté del día que me robaron el carro.

Le conté del día que casi me muero en un concierto de música electrónica. 

En un punto, hasta le reproché. Ocultar los problemas lo había aprendido de ella. Reservar las dificultades y solo mostrar fortaleza fue algo que ella replicó en distintas etapas de mi vida. A mis 10 años escuché una conversación que tuvo con mi abuela: “No le digas nada a los muchachos, los voy a mandar a la escuela y al regresar les doy los detalles del accidente de su papá”.

Cada día recordaba algo nuevo. Algo que no le había dicho y, si de algo estaba segura, era de que ella era mi mejor amiga. “¿Qué nos pasó, mamá? ¿Podremos resarcir todo esto que no nos dijimos?”, pensaba. 

La habitación con una hermosa vista de la ciudad en la que ella evolucionaba se convirtió en un lugar de terapia sanadora también para mí. Si ella no sobrevivía, me sentiría mejor de haberle contado todo lo que me había pasado. Por minutos se despertaba y decía palabras o frases cortas. Las pocas que podía hilar eran sobre su miedo a la muerte. No podía hablar o decir claramente que no quería morir, pero sus gritos anhelaban vida. Su mirada manifestaba su lucha.

V

“Cada día te pareces más a tu mamá”, me dijo mi tío 12 años después de la primera frase premonitoria. ¿A qué se refería?, ¿a su fortaleza?, ¿a que puedo resolver con ingenio cada dificultad que se me presenta?, ¿a mi perseverancia?, ¿o a que puedo superar los obstáculos con trabajo honesto, mientras muchos tomarían el camino fácil? No lo sé, no lo sabía. Físicamente no me parezco tanto a mi madre. 

Resolver problemas no es una hazaña, es un deporte obligatorio en Venezuela. La crisis alimentaria y de salud son nuestras mayores olimpiadas. Cada alimento o medicina que encontrabas era una medalla de bienestar. 

Pero no me sentía una heroína por todo lo que me había tocado asumir. Me sentía una testigo silente de la evolución de mi mamá. Nada más. Celebraba sus primeros pasos, su primer bocado y cada gramo que la ayudaba a ganar masa muscular. Un día pesó 40 kilos y otro día 45 kilos. Estábamos más cerca. Necesitaba al menos 50 kilos para iniciar cualquier tratamiento. 

VI

El sol siempre sale en Tokio. El sol ayuda a recobrar la voz. El café y el sol me permitieron soportar el frío. Eso creo. ¿O qué fue? Ya no lo sé. Yo, sin embargo, había perdido 4 kilos en menos de una semana. Estaba flaca y tenía grandes ojeras. Las enfermeras y los doctores insistían en que mi hermano y yo teníamos que dormir más. Es difícil conciliar el sueño en una habitación repleta de máquinas que suenan todo el día y a toda hora. 

El día que le dieron de alta empecé a dormir más de 5 horas diarias. Ya era 2017. 

VII

Fue un invierno sin nieve en Tokio. Los días soleados me sonreían. El libro de Yordano, que me habían regalado meses atrás y me había acompañado todo ese tiempo, era un tesoro para mí. Estuvo conmigo en mis transferencias en Shinjuku, una de las peores estaciones para una persona que es muy mala con las direcciones, que dormía poco y no hablaba japonés. En los 15 minutos de camino de la estación a la casa, el libro me permitía calmar las muchas cosas que pasaban por mi cabeza. Fue la compañía que en el fondo anhelaba.

El libro fue esperanza porque sabía que Yordano vivía y conocía de cerca su evolución. El libro fue mi almohada —lo de dormir en futones todavía es una tarea pendiente—; pero lo perdí en Houston, cuando agotamos las instancias en Japón y tuvimos que viajar repentinamente a Caracas a sacarle la visa a mi mamá. Sin ese documento no podía iniciar el tratamiento. 

El libro se me quedó en la silla de ruedas que nos dieron en el aeropuerto. Me dolió perderlo por el valor sentimental que había adquirido, pero a veces hay que soltar. Dejar el dolor en la puerta 34 con destino a Caracas. 

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*時間がない: Expresión japonesa que se traduce como no hay tiempo.

*Futones: Colchón tradicional japonés, que se coloca directamente sobre el suelo o sobre una base baja.

* Combini: Tiendas de conveniencia en Japón abiertas las 24 horas.

* Sintoísmo:El término sintoísmo, significa “camino de los dioses” y es la religión más antigua de Japón. Los conceptos clave del sintoísmo son la pureza, la armonía, el respeto familiar y la subordinación del individuo al grupo.

*おはようございます: Buenos días en japonés. Se pronuncia ohayou gozaimasu.

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