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Sospecho que a los operófilos curtidos en voces y escenarios no les agradará mucho el filme María de Pablo Larraín sobre la que fue quizás no solo la diva de la lírica más importante e influyente del siglo XX, sino una de las más grandes artistas de la modernidad. Como biopic tiene un ostentoso talón de Aquiles, y que un servidor preveía desde el clamoroso anuncio de que Angelina Jolie encarnaría a la Callas, y es la dificultad de la identidad facial. Abrigaba la esperanza de que los prodigios que se realizan hoy en los laboratorios de maquillaje, como en la conversión de Nicole Kidman en Virginia Woolf o de Gary Oldman en Winston Churchill, e incluso, con todo y lo anecdótico sobre su prótesis nasal, a Bradley Cooper en Leonard Bernstein, hicieran su magia con los ojos marinos de la Jolie y que la acercaran al perfil inequívocamente griego y la mirada oscura de la cantante, pero no hubo casi nada de esto. Y es apenas el comienzo.

Pablo Larraín reconstruye no la vida y carrera de la Callas, sino una suerte de álbum de imágenes de varias de sus presentaciones más pivotales, junto a otros retazos iconográficos de la diva en su vida social y doméstica, en su relación con Onassis y con su marido, el empresario Meneghini, así como de sus últimos días en París y en su suntuoso apartamento del No. 36 de la Avenue Georges Mandel. Y con ello compone una visión de la artista que seguramente decepcionará a muchos de sus seguidores como figura operística.

María, de Pablo Larraín: Callas, último acto

Las ausencias

Quizás sea más fácil explicarlo enumerando lo que no está en el filme, a riesgo de hacer spoiler: no vemos en él a Tullio Serafin, Herbert Von Karajan, Leonard Bernstein, Carlo María Giulini, célebres directores de orquesta en capítulos imborrables de su carrera; tampoco a Luchino Visconti, Franco Zeffirelli, no menos célebres directores de escena que firmaron un importante puñado de sus encarnaciones teatrales, exclusivas para ella; ni a Renata Tebaldi, su gran rival canora, ni Giuseppe Di Stefano, Franco Corelli, Mario del Mónaco, Fiorenza Cossotto, partenaires y adversarios; ni a Elsa Maxwell, su corruptora social, según Meneghini, ni Rudolf Bing, el director del MET que le mezquineaba sus cachés en Nueva York, ni Pier Paolo Pasolini, con quien filmó Medea en 1970, por nombrar algunos nombres que junto a ella escribieron inolvidables capítulos de la lírica, así como voltaicos episodios de su vida, amores, pérdidas, aventuras, rivalidades y decepciones. ¿Qué cuenta entonces esta María, de Pablo Larraín?

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Después de sus Jackie y Spencer, con las cuales completa una suerte de trilogía femenina, deberíamos estar familiarizados con la manera como Larraín ficciona los avatares de sus protagonistas para explicar el conflicto dramático que las terminaría definiendo en la historia. Las suyas no son precisamente biopics al uso, no intentan condensar las vicisitudes de sus vidas, sino más bien explicar su aspecto más álgido. En Jackie, el estallido humano que provoca el asesinato de Kennedy; en Spencer el desarreglo alimenticio y el borde del suicidio al que las circunstancias llevaron a Lady Di; y en María lo que intenta es, desde un relato bastante fidedigno a detalles biográficos, contexto e información refrendada por abundantes y diversas fuentes a lo largo de estos casi 50 años que han pasado desde su muerte, explicar el enigma del momento en que María Callas abandonó este mundo, y sobre lo cual se ha escrito tanta o más literatura que sobre su arte o su carrera.

María vs. Callas

De hecho la historia del filme comienza por el final, y de allí en una suerte de caja china de flashbacks, vamos recorriendo la memoria de la cantante, pero en una sugerente manera literal. Quiero decir que lo que vemos en pantalla es la vida de Callas recordada por María, en un giro conceptual importantísimo tanto en el desarrollo del guion como en el de la comprensión global de la historia. En 2017, Tom Volf filmó en Francia un largometraje documental titulado María by Callas, que no llegó a las pantallas venezolanas (todavía no sabemos si este filme de Larraín llegará a nuestros cines ni al Netflix regional, en el que se esperaría con cierta prontitud, dado que está producido por la plataforma), pero que los operófilos han logrado obtener por caminos verdes cinematográficos, y en el que con nuevos testimonios aportados por varios entrevistados, se propone una visión de la mujer María Callas: su familia, su relación con Meneghini, con sus colegas, y por supuesto la tormentosa pasión por Onassis, de la que Volf revela y/o confirma detalles inéditos.

Larraín, que por supuesto conoce el trabajo de Volf, y de hecho lo cita indirectamente en algunos momentos, hace que en uno de los pasajes de su película, el periodista imaginario, que ostenta el mismo nombre de su medicación antidepresiva, Mandrax (claramente cercano a la legendaria Mandragora), y la entrevista, hace que, en una de sus respuestas, ella le diga: quien habla no es Callas, sino María. Idea que vuelve en las verificables sesiones íntimas que la soprano tuvo con Jeffrey Tate como pianista. En la primera de ellas, luego de que ella intenta infructuosamente cantar completo “O mio babbino caro”, él le espeta: Eso que acabamos de oír es María, ahora quisiera escuchar a la Callas, y a lo que ella responde yéndose de la sala.

Esa María, en el brillante guion de Steven Knight, continente de diálogos y escenas sensibles, geniales y cautivantes, es, obviamente, la cantante, “La Divina”, su recuerdo vivo, implacable en la veneración o aversión que sus fans y detractores cultivan, pero sobre todo en la imposibilidad de la diva impenitente de alejarse de su público; es la María humana, casi a despecho de la estrella, vulnerable, sola, confinada a un París que apenas diez años antes la adoraba y ahora sólo la recuerda, cada vez más vagamente, y es la María, asediada por fantasmas que retornan del teatro mismo, de su juventud, de la erizada relación con su madre, de la infelicidad en su matrimonio con Meneghini, y, por supuesto de su amor por Onassis, esa María es la protagonista de esta película.

Ello propone una riesgosa apuesta para un filme de este estilo, y para la que se necesitaba una actuación meticulosa y profunda, con la que vuelve a sorprendernos Angelina Jolie, quien vence la disparidad entre su rostro y el intensamente característico de la Callas, transformando su voz en una muy similar al timbre y la inflexión hablada de la artista griega, conservada en tantas entrevistas, así como mimetizando su porte estoico, elegante, inaccesible, no solo sobre el escenario sino en sus estampas cotidianas, recreadas casi al milimetro por Larraín y la incisiva fotografía de Edward Lachmann, pero más interiormente por la capacidad para construir un perfil de la Callas que podría ser incluso inesperado. En su lastimosamente fallida película de 2002, Callas Forever, de Franco Zeffirelli, con una Fanny Ardant más físicamente cercana a Callas, se fantasea sobre los últimos días de la cantante, pero a pesar de lo cerca (según lo propalaba el famoso director) que estuvo de la diva, su visión es desdichadamente superficial y casi al servicio del estereotipo callasiano.

Larraín se atreve a ir más allá, al debate interno de una mujer que no tiene a dónde ir ni prácticamente más qué hacer, agobiada en una soledad, que no termina de entender, y que lucha por erigirse otra vida, por encima de las ruinas de la anterior, no solo de la pertinente a su voz y a su arte (Callas era una mujer aún considerablemente joven a la hora de su muerte: apenas 54 años y cuando se retiró de los escenarios por Onassis, un poco más de 40, y en la llamada gira del desastre con Di Stefano, cumplía 50), sino de las de su vida rota sentimentalmente, abandonada por el teatro y por su amante, enferma y visitada constantemente por su pasado en diversas, luminosas y despiadadas formas. Y en ello, la Jolie es poderosa, intensa y lacerante en toda la película y muy especialmente en los últimos 40 minutos: en la escena donde el médico le aconseja no volver a cantar, en el encuentro con su hermana, en la invasión del periodista en las sesiones privadas con Jeffrey Tate, la despedida de Onassis y en la resplandeciente revelación de la escena final, con esa maravillosa imagen de la Avenue Mandel, que nos devuelve al inicio del filme y nos entrega generosamente la única, la más coherente, la más fidedigna, la más verosímil versión sobre su deceso.

Ópera y cine

El operófilo que escribe esto, y para quien Callas fue primero un enigma, y una vez iluminado por su revelación, un admirador de un arte tal vez irrepetible, depositado en ese cuerpo que ella misma se esculpió como un Fidias femenino y en esa vida que el destino se obstinó en no perdonarle nunca tanto atrevimiento y tanta heroica hybris, ese operófilo se debatió, mientras veía la película, entre el asombro por la escrupulosidad de las reconstrucciones o el aplauso por evitar lo que a tantas películas hace naufragar, que es hacer que el actor doble la voz grabada o como en el desatino que fue Judy, el filme sobre la Garland, de 2019, que prefirió hacer que la singular Renée Zellweger cantara sin tener siquiera un grano de la voz de su original: Larraín, con ayuda de las técnicas modernas, logra ficcionar lo más cercano a lo que habría sido la voz de Callas en 1977, mezclado con la actuación vocal de la Jolie, en un alarde que yo calificaría de inédito. Pero también resentí el íntimo desencanto de que hubiera podido recrear más vívidamente, dado los virtuosismos reconstructivos que despliega, los momentos cruciales en escena de la Divina. Larraín nos asoma a su Norma rubia de la Scala en 1955, a su Medea de 1953 en el mismo teatro, a su I Puritani de 1949 en Venecia, a su Anna Bolena de nuevo en Milán en 1957, a su debut en París en 1958, pero con gazapos desleales al puntillismo derrochado en todo el filme: nunca vemos al coro que debía acompañarla en las escenas representadas.

María, de Pablo Larraín: Callas, último acto
María Callas. Foto cortesía

Y por último, mi operófilo se decepciona de la escasa ópera que hay en el filme, detalle que en un juego meta-cinematográfico, el mismo cineasta comenta en una escena entre Mandrax y María; y a la minucia lírica en voz de la Callas que la película contiene, Larraín le entrevera momentos corales, incluso en los créditos finales, que tienen muy poco o nada que ver con la figura y el arte de la diva, como el Coro a bocca chiusa de Madama Butterfly, rol que apenas cantó tres veces en escena, el coro de los gitanos de Il trovatore, o el ya manido “Va, pensiero” del Nabucco de Verdi.

Sin embargo, este operófilo se rinde ante el cinéfilo que entiende, conteniendo los sollozos que le produce casi ininterrumpidamente el último tercio de la película, y abrazando a Ferruccio y Bruna, los sirvientes de la Diva, quizás el par de personajes más entrañables que el cine nos ha entregado en esta temporada, que el filme de Larraín no trata de María Callas, la cantante, sino de María, la mujer solitaria, que trata de sobrevivir, sin éxito, a su propio mito. Una historia hondamente humana, sin la cual, sin embargo, ni el ícono ni el mito pueden entenderse.

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