Gabriela Mora aún tiene un abrazo pendiente con su esposo, Carlos Alexis Uzcátegui. Uno en el que sienta que todo el tiempo perdido pueda restablecerse a más de un año sin verlo, y vuelvan a ser una familia unida. Carlos salió de Venezuela el 18 de marzo de 2024 para cumplir su sueño de comprar una casa grande para su esposa y su hija de 7 años de edad. Cruzó por pasajes peligrosos para llegar a Estados Unidos, donde pensaba que podría lograr ese sueño, pero no pudo siquiera ingresar libremente.
Aunque cumplió cabalmente todos los procedimientos legales, el hombre, de 32 años de edad, igual fue detenido en una cárcel para migrantes y el 15 de marzo de 2025 lo enviaron al Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), en El Salvador. Es uno de los 252 venezolanos encerrados en esa prisión de máxima seguridad y acusados por la administración de Donald Trump de ser miembros del grupo criminal Tren de Aragua. Desde entonces, su familia no ha tenido ninguna información sobre su estado.
“Todo ha sido demasiado difícil. El hecho de no saber de él, de no hablar con él, de no verlo aunque sea por videollamadas, pues es una angustia completa todos los días”, declara en entrevista para El Diario.
En los últimos meses Gabriela se ha dedicado a demostrar ante todas las instancias posibles que su esposo no es un delincuente. Al igual que otros familiares de venezolanos detenidos en el Cecot, ha presentado su denuncia y evidencias a la prensa, tribunales y organismos internacionales, con la esperanza de lograr su liberación lo más pronto posible.
Amante de la cocina
En el vacío de la ausencia, son muchos los recuerdos que Gabriela puede evocar. Momentos en los que pasaba la tarde con Carlos probando alguna nueva receta en la cocina, o bailando en la sala. Con un hilo de nostalgia en la voz, describe a su esposo como un amante de la música, sobre todo de la salsa, que disfrutaba enseñarle a bailar a su hija.
“Es un hombre muy alegre y soñador, muy familiar. Él ama un domingo de películas con cotufas, un paseo con la niña, compartir en familia o hacer comida e invitar a mis papás. Es muy bueno cocinando”, recuerda.
Ambos son de la población de Lobatera, un municipio fronterizo del estado Táchira, donde él trabajaba como minero y ella de administradora contable. Al casarse compraron la casa donde se crió Gabriela, pero debido a su antigüedad estaba llena de fisuras y paredes a punto de colapsar. Por eso solían fantasear con la idea de ahorrar lo suficiente para tener un hogar nuevo.
Sin embargo, a mediados de 2022, el Estado venezolano intervino las minas de carbón de Lobatera y expulsó a la empresa que le compraba a los mineros su producción para cambiarla por otra perteneciente a la Gobernación de Táchira. Como acto de protesta, los mineros realizaron una huelga que se prolongó por varios meses, en los que Carlos estuvo desempleado y se mantenían solo con el sueldo de Gabriela. Abrieron entonces un negocio de comida rápida donde Carlos podía ganarse la vida haciendo lo que más le gustaba: cocinar.
La mina reabrió a principios de 2023 y Carlos volvió a su trabajo, pero ya no se sentía cómodo allí. Se había cansado de tantos años de condiciones laborales precarias, exponiéndose al peligro sin equipos de seguridad ni herramientas adecuadas. El sueldo tampoco era suficiente y debieron cerrar ese año su puesto de perros calientes porque les subieron el alquiler. Fue cuando empezaron a considerar la idea de emigrar.
Un futuro mejor
Pasaron los meses siguientes investigando y asesorándose sobre cómo ingresar a Estados Unidos. Allí vivía un compadre de Carlos, quien le ofrecía casa y trabajo, por lo que pronto iniciaron los preparativos. En un principio pensaron en irse todos juntos, pero no tenían dinero suficiente y el trayecto resultaría muy peligroso para la niña, por lo que Carlos decidió viajar solo con dos amigos.
Carlos abrazó a su familia por última vez y cruzó la frontera a Colombia el 18 de marzo de 2024. De allí fue hacia Panamá, donde atravesó la selva de Darién, un espeso tapón vegetal convertido en ruta migratoria y que ese año cobró la vida de alrededor de 9 mil caminantes. Al cabo de algunas semanas llegó a México, donde se instaló temporalmente mientras realizaba los trámites ante la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza estadounidense (CBP, por sus siglas en inglés).
En ese entonces, la administración de Joe Biden había habilitado un sistema para que los migrantes pudieran hacer sus solicitudes de asilo sin necesidad de aglomerarse en la frontera, a través de la aplicación CBP One. Precisamente eso hizo Carlos, mientras vivía en Ciudad de México y trabajaba en una marisquería en el mercado San Joaquín, en Cuauhtémoc.
Jamás le pasó por la mente intentar entrar irregularmente a Estados Unidos. Quería que todo se hiciera de forma legal, pues su intención era solicitar el parole humanitario para su familia y traerla en avión una vez que se estableciera en el país. “Él soñaba con un futuro mejor para su niña”, apunta Gabriela
Finalmente, el 21 de noviembre recibió la notificación del CBP One con su cita. Carlos fue entonces al puerto migratorio ubicado en el estado de Texas, donde se reunió con las autoridades el 10 de diciembre. Aunque siguió todos los pasos, quedó bajo custodia en el Centro de Detención para inmigrantes y refugiados El Valle, ubicado en Raymondville, Texas.
Estigmas en la piel
Gabriela cuenta que al momento de presentarse para su cita programada, los agentes dividieron a los solicitantes en dos grupos: los tatuados y los que no. Carlos estaba entre los tatuados, así que pasó a una revisión corporal y le notificaron que permanecería detenido mientras se verificaban sus datos. En la llamada que tuvieron esa noche, Carlos le dijo que solo estaría allí unas horas, pues los funcionarios le habían prometido que saldría una vez pasara la revisión, pero eso nunca ocurrió.
Carlos tiene inscrito en su cuerpo toda la devoción que siente por su familia. Posee 13 tatuajes, principalmente con los nombres de sus padres, su hija, su abuela y su tía. También la fecha de su aniversario con Gabriela y cumpleaños importantes, así como un beso de su mamá y una mariposa. En la muñeca izquierda tiene una corona con la frase “Amor de hermanos”, que comparte con sus dos hermanos menores, así como tres estrellas en la pierna derecha que los representan. En el brazo derecho tiene además un reloj con su hora de nacimiento.
“El tatuaje nos parece un arte y simboliza para nosotros inmortalizar en la piel vivencias familiares, experiencias que hemos tenido y los dos tenemos varios tatuajes en el cuerpo”, comenta Gabriela.
Sin embargo, las autoridades estadounidenses no lo vieron así. En octubre de 2024, el Departamento de Seguridad Pública de Texas publicó un documento con información recabada por agencias de inteligencia, en el que recopila una serie de tatuajes que supuestamente identificaban a los miembros del Tren de Aragua. Locomotoras, armas y frases como “Real hasta la muerte” formaban parte de la lista, pero también tres símbolos que justamente estaban en el cuerpo de Carlos: relojes, coronas y estrellas.
A pesar de ser diseños bastante comunes, el documento se mantuvo como referencia para los agentes en su Guía de Validación de Enemigos Extranjeros. Posteriormente, bajo la presidencia de Trump, el Departamento de Seguridad Nacional adoptó ese sistema, descartando las críticas de universidades y organizaciones especializadas que cuestionaron su subjetividad. Además que expertos han desmentido que el Tren de Aragua utilice códigos de identidad en sus tatuajes, a diferencia de otras pandillas como las maras salvadoreñas.
Quería regresar a Venezuela
Los meses siguientes fueron complicados para Carlos y Gabriela, aunque se mantenían resilientes. Él comenzó a trabajar como cocinero en el comedor del centro de detención de lunes a sábado, mientras avanzaba en su proceso de solicitud de asilo. Por su parte, Gabriela quincenalmente le enviaba dinero para los gastos de su comida y de las llamadas que tenían con frecuencia a través de una app.
“Siempre se mantuvo ocupado, nunca tuvo ningún inconveniente. Solo una vez se enfermó y demoraron mucho en darle las pastillas, pero como tal, él en el centro de detención nunca tuvo ningún problema”, afirma.
Las cosas cambiaron el 20 de enero de 2025, cuando Donald Trump asumió la presidencia. A principios de febrero, seis venezolanos detenidos en El Valle fueron enviados a la base naval de Guantánamo, en Cuba. “Los trasladaron sin darles ninguna razón, porque sí, y eso nos causó mucho temor. Fue cuando decidimos que él pidiera su deportación voluntaria”, acota Gabriela.
En su primera audiencia ante el juez migratorio, el 12 de febrero, se le ofreció a Carlos la opción de continuar su proceso de asilo o pedir su “autodeportación”. Sabiendo que el centro ya no era un lugar seguro, escogió la segunda opción y el 26 de febrero el juez aprobó su regreso a Venezuela. En ese momento los vuelos de repatriación estaban suspendidos por desacuerdos entre Washington y el gobierno de Nicolás Maduro, por lo que tuvo que esperar hasta el 13 de marzo, cuando se anunció su reanudación.
El 14 de marzo Carlos llamó a Gabriela para decirle que su nombre aparecía en la lista de seleccionados para el vuelo de ese día. Contento, le comentó que ya había recogido sus cosas y solo esperaba el anuncio para partir. Sin embargo, esa misma tarde volvió a llamar para decirle que el vuelo se había reprogramado debido a las pésimas condiciones climáticas.
A la mañana siguiente, alrededor de las 8:30 am, Gabriela recibió otra llamada de Carlos. Le dijo que había surgido un nuevo vuelo y que ya estaban allí los autobuses que los llevarían al aeropuerto. Carlos estaba bastante emocionado de volver, sobre todo porque su hija cumplía años el 16 de marzo y por fin podrían celebrar juntos.
“Amor, no creo que podamos celebrar el cumpleaños de la niña mañana, pero ya con el favor de Dios el otro fin de semana estaré en la casa y le hacemos la reunión”, fue lo último que le dijo Carlos antes de subir al autobús. Gabriela cree que esa idea aún revuela en la cabeza de su esposo desde la prisión.
Ya no aparecía en el sistema
Gabriela se preocupó cuando vio que no había ningún vuelo de repatriación programado el 15 de marzo en el aeropuerto internacional de Maiquetía. Fueron horas de angustia e incertidumbre, y al mediodía del domingo 16 de marzo, todavía sin noticias de su esposo, comenzó a buscar alguna información en las redes sociales. Allí se enteró que un grupo de venezolanos había sido enviado a El Salvador.
Con un nudo en el corazón, esperó a que salieran las primeras imágenes de la llegada de los aviones. El propio presidente salvadoreño Nayib Bukele compartió varias fotos y videos del operativo, asegurando que habían recibido a 238 supuestos miembros del Tren de Aragua para alojarlos en el Cecot, como parte de un acuerdo con la administración de Trump. En uno de esos videos reconoció a un joven que se había hecho amigo de Carlos en el centro de detención de Texas. Le estaban rapando el cabello delante de las cámaras, como si fuera un trofeo.
A Gabriela se le encendieron las alarmas y revisó meticulosamente cada imagen, haciendo zoom con su celular, hasta que finalmente lo encontró. Carlos aparecía de perfil, en uno de los autobuses rumbo al Cecot. Estaba algo borroso, pero Gabriela sabía que era él. Lo confirmó al chequear el Sistema de Localización de Detenidos del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) y ver que el nombre de su esposo ya no salía en los registros. “Eso quería decir que él ya no estaba en Estados Unidos”, apunta.
“A mí ese domingo me dio un ataque de ansiedad muy fuerte, un ataque de pánico. No podía respirar y me tuvieron que llevar al hospital. Pasé la noche con tratamiento, pero al día siguiente empecé a movilizarme, a buscar información, a hacer público el caso”, relata.
Pruebas en mano
Lo primero que Gabriela hizo fue contactar a varios medios de comunicación para denunciar el caso de Carlos. Necesitaba que el mundo supiera que su esposo estaba, junto a muchos otros venezolanos, encerrado en una cárcel que el gobierno salvadoreño había creado para terroristas y pandilleros, de la que se jactaba que nadie saldría jamás. Debía gritar que su esposo era inocente, que no era ningún criminal del Tren de Aragua, ni siquiera un inmigrante irregular.
En su carpeta y su celular posee las pruebas, que no duda en presentar a cada instancia a la que acude. El certificado de antecedentes penales de Carlos, emitido por el Ministerio de Interior, Justicia y Paz de Venezuela, y una carta de buena conducta de su consejo comunal en Lobatera. Incluso una carta firmada por su jefe de la marisquería de Ciudad de México, reconociéndolo como un trabajador honesto y responsable.
También cuenta con el comprobante de la página web del Servicio de Ciudadanía e Inmigración de los Estados Unidos, y que deja constancia de la decisión del juez el 26 de febrero, ordenando su regreso a Venezuela.
“Yo tengo sus antecedentes, que demuestran que no tiene ningún delito aquí en Venezuela. No logró ingresar a Estados Unidos, entonces tampoco pudo cometer ningún delito allá para que lo estén juzgando”, explica Gabriela.
El 6 de abril, la cadena estadounidense CBS publicó una investigación en la que cotejó documentos judiciales y migratorios, y encontró que 75 % de los 238 venezolanos enviados al Cecot no posee antecedentes en Estados Unidos ni en otros países. También filtró una lista con los nombres de los detenidos, en el que efectivamente figura el de Carlos Uzcátegui.
Familias unidas
En los meses de lucha por la liberación de Carlos, Gabriela se unió a otras ocho familias del estado Táchira en su misma situación para formar un grupo de apoyo. También creó un comité con los familiares de Andry Hernández y Widmer Agelvis Sanguino para tomar acciones legales ante la justicia internacional. Los apoya el exdiputado y presidente de la fundación El Amparo, Walter Márquez, y un equipo de abogados.
El 11 de junio, Márquez y algunos familiares del comité viajaron a El Salvador para exigir ante la Corte Suprema de Justicia de ese país un recurso de habeas corpus para los detenidos. Ni el gobierno estadounidense ni el salvadoreño han publicado listas oficiales de los venezolanos en el Cecot ni les han permitido contactar con ellos, por lo que pidieron a las autoridades verlos para verificar su estado de salud.
También han mantenido contecto con otro comité en Caracas apoyado por el gobierno de Nicolás Maduro. El 25 de marzo un bufete de abogados contratado por el Estado venezolano realizó sin éxito la misma solicitud a la Corte Suprema, que además rechazó la solicitud del fiscal general, Tarek William Saab, de representar a los detenidos. La propia Gabriela asegura que los tribunales salvadoreños tampoco responden ya a sus correos.
“El Salvador se lava las manos con que están en custodia de Estados Unidos y que ellos solo alquilaron la cárcel. Estados Unidos se lava las manos diciendo que ellos ya no tienen jurisdicción, porque ellos están detenidos en el Cecot y eso está en El Salvador, entonces nadie da respuesta”, lamenta.
Ante organismos internacionales
Mientras tanto, Gabriela se apoya en la abogada que había contratado inicialmente para gestionar el asilo de Carlos en Estados Unidos. Señala que ella le ha ayudado a incluir el caso de su esposo en todas las denuncias por violación de derechos humanos y tratos crueles y degradantes que se han abierto en ese país por las deportaciones de migrantes.
También trabaja con organizaciones como la Unión Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU) y Human Rights Watch. El caso de Carlos, entre otros, es procesado por el juez federal James E. Boasberg, el mismo que el 15 de marzo prohibió el envío de deportados a El Salvador y ordenó el regreso de los aviones que ya habían partido. Actualmente declaró al gobierno de Trump en desacato judicial por desobedecer el fallo.
Por su parte, el equipo dirigido por Márquez próximamente viajará a la Corte Internacional de Justicia, en La Haya, Países Bajos, para presentar una denuncia por desaparición forzada. También se dirigirá al Alto Comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, organización que ya realiza una investigación en El Salvador.
Seguir luchando
Gabriela reconoce que en los últimos meses todo su mundo cambió drásticamente. Las constantes reuniones con los abogados la han llevado a ausentarse del trabajo, aunque agradece que sus jefes han sido comprensivos y la han apoyado en su lucha. La parte más compleja está en su casa, cada vez que tiene que explicarle a su hija por qué no puede hablar con Carlos, cuando lo último que supo de él es que ya venía en camino.
“Ella sabe que donde está su papá es un sitio feo, un sitio peligroso, y que su papá no está en libertad. Sabe que su papá no está bien, pero es fuerte”, agrega.
También sabe que Carlos debe estar bastante afectado emocionalmente por todo lo que ha tenido que vivir desde que abandonó su hogar en busca de una vida mejor. Ese deseo de estar nuevamente juntos, de ayudarlo a sanar esas heridas en casa, es lo que motiva a Gabriela a seguir luchando por su libertad. “Cuando lo vuelva a ver quiero abrazarlo y más nunca soltarlo”, promete.
Las opiniones, declaraciones y testimonios expresados por los familiares de los venezolanos detenidos en El Salvador en este especial no constituyen una postura oficial de El Diario. Este trabajo periodístico tiene como propósito documentar y visibilizar las voces de quienes esperan respuestas sobre sus seres queridos, actualmente incomunicados y sin un proceso judicial que haya determinado su culpabilidad o inocencia.