• La vitrina del estado petrolero se rompió por completo. Lo que antes eran grietas, ahora son un cúmulo de vidrios regados en el suelo y los venezolanos se ven obligados a pasar horas en una cola para poder surtir gasolina. Cada relato tiene un signo específico para entender una situación sin precedentes. Foto: EFE

Desde la mañana de ese fatídico día pude ver a cientos de personas caminando por las calles, que hace poco eran solitarias, con un tapabocas mal puesto y los ojos cansados, mostrando en cada arruga que no hay pandemia que se compare con el pesar del hambre. Es un texto que podría comenzar con la impotente montaña que nos acobija o con la intervención de los rayos solares que aparecen una vez más. Quizás, el recuerdo nostálgico de la antigua ciudad que, aunque muchos no vivimos, somos capaces de reconocer en el relato de aquellos que se alimentan del pasado puede ser el factor para contextualizar a todos los lectores. Pero, en realidad, la imagen que puede quedar para la posteridad es la risa burlona de un Guardia Nacional, escondida tras un tapa boca y sostenida en la vulgaridad del fusil, al ver la desesperación de los conductores. Ese mismo sujeto, sonriente ante la desdicha, vociferaba: “la gasolina se acabó por hoy. No prometo nada para mañana”. 

7:30 AM. 

En el recorrido desde mi casa hasta la estación de servicio de Parque Cristal pude ver cientos de vehículos apostados en la orilla de la carretera esperando llenar sus tanques. Cada cola era peor que la anterior. El tiempo pasaba y la desesperación empezaba a sentirse; las personas miraban desde el transporte público apretujadas, cansadas y sudorosas. Al final, después de varias vueltas, decidí quedarme en el final de esa cola. Miraba esporádicamente la flecha del tablero que indicaba, con desesperación, las dos rayas finales antes de vaciarse.“No se ve tan larga”, pensé. 

Las horas pasaban y la cantidad de personas en la calle se incrementaba. Todo el mundo decidió salir de sus hogares, al parecer. La cuarentena es una mera ilusión, un discurso que se guinda de los delirios del poder, pero, al final, aquellos individuos que hoy salen no tienen miedo a ser contagiados, no pueden temer del reconocido “enemigo invisible”, pero están aterrorizados por el gruñido del estómago hambriento. Una mujer frente a la estación Miranda del Metro de Caracas, con la vegetación seca del Parque del Este a sus espaldas, amamantaba a su pequeña hija, mientras esperaba vender suficientes cigarrillos para comer. En su cuerpo se notaban los residuos de la dura realidad: sus ojos hundidos, casi escondidos entre la bruma del humo de las camioneticas, miraban los dos lados de la avenida. A su lado, con un bolso tricolor roto, estaba otra señora. Ella gritaba por momentos a los colectores que corrían de allá para acá, esperando la propina, recogiendo las colillas del suelo o negociando un vaso de café. La cola se movía muy poco. 20 metros cada 20 minutos. A veces menos, a veces más. 

Muchas personas salían de la estación del Metro. Se bajaban de las camioneticas. Corrían y caminaban, pensando que el tapabocas era suficiente para protegerse. Algunos se lo quitaban y seguían su camino. Otros miraban la cola con sorpresa o resentimiento. Es difícil reconocer las expresiones del rostro humano cuando un pedazo de tela está sobre él. 

10:00 AM. 

Entre conversaciones esporádicas que terminaban en “coño, mi pana, qué peo”, comencé a establecer una amistad momentánea con las personas a mi alrededor. Así hacía la mayoría. Parece que las dificultades en compañía son más ligeras y el tiempo, entre las historias, pasa con más rapidez. Caracas volvía a ser –si ha podido entre la crisis– una ciudad caótica. No existía confinamiento, tampoco medidas de salubridad y con el pasar de las horas eso fue mucho más notable. La cola avanzaba y atrás, aquel señor que repetía con un cigarrillo en la mano derecha que nunca pensó vivir así, empujaba su carro porque ya no tenía gasolina para avanzar. Entre el final de la cuadra frente al parque y el inicio de la otra había un retorno hacia la avenida Rómulo Gallegos. Mientras empujaba, apretujando el cigarrillo entre sus labios, una camioneta de transporte público decidió tomar el retorno. El frente del carro estaba a mitad del camino y, por descuido, la camioneta con docenas de pasajeros destrozó el lado izquierdo del carro rojo.

Fue uno de esos momentos donde todo lo malo que podía pasar, pasó. Ninguno tenía una explicación. Muchos menos una solución. El conductor del autobús, culpable pero sin capacidad para responder por su culpa, se fue después de hablar un par de horas con los policías de turno. Ese señor, tan agobiado, se mantuvo en la cola, empujando su carro para hacer valer, quizás, el tiempo que había pasado y el choque que le había tocado. 

2:30 PM. 

Los transeúntes miraban con extrañeza y pesar las inmensas colas que serpenteaban la ciudad. Murmuraban entre ellos las dudas de lo que pasaría, de la volatilidad de un país en ruinas que, antes de la pandemia y el fin del hidrocarburo, vivía deambulando entre burbujas frágiles que explotan con la hojilla áspera de la realidad. Fue sencillo, fue rápido, fue esperado el derrumbe de los meses anteriores. Entre altos y bajos, entre el hambre que nunca se va y retumba en los estómagos del país, de las libertades que se cortan y se golpean, de la bota y el fusil que se ríe descaradamente en el rostro de todos nosotros: así vivimos. 

La tarde había llegado y todavía faltaban más de 200 carros y 10 cuadras. Pero, de alguna manera, había una tenue esperanza para surtir. “Ya qué coño. Es mejor quedarse”. Dos señores mayores, con paso lento y trastabillado, cientos de arrugas que se compaginaban con sus cabellos blancos para ser el signo perenne de los años vividos, caminaban frente a la cola. La señora cargaba dos plátanos y una bandeja de queso. El señor gritaba con la fuerza de idiolecto venezolano y el tono de un marcado acento español. Ella se preguntaba: “¿Pero si hace poco pude comprar queso, jamón y carne con 20.000 mil bolívares?” Él respondía: “¿Cómo puede ser posible? Ya el dólar está en 200.000 mil”. No existía acuerdo entre los dos. Los años no son en vano y las cuentas se entremezclan cuando cambian con tanta rapidez. Ambos ejemplificaban el final abrupto de una vejez golpeada. Algún día, imagino, llegaron al país de los sueños posibles, escapando de la guerra y el franquismo, de la realidad europea muy contraria al fulgor venezolano. Todo se abrió ante sus ojos y, partiendo del relato de tantos migrantes, encontraron un lugar perfecto para envejecer. Y aquí están, mucho tiempo después, peleando porque el dinero no alcanzó para comprar un poco de jamón.

Federico García Lorca, uno de los más reconocidos poetas de la lengua castellana, exclamó en 1932, en la inauguración de la biblioteca de su pueblo natal, que “En el mundo no hay más que vida y muerte y existen millones de hombres que hablan, viven, miran, comen, pero están muertos. Más muertos que las piedras y más muertos que los verdaderos muertos que duermen su sueño bajo la tierra, porque tienen el alma muerta. Muerta como un molino que no muele, muerta porque no tiene amor, ni un germen de idea, ni una fe, ni un ansia de liberación, imprescindible en todos los hombres para poderse llamar así”. Es mucho decir que esos caminantes hambrientos podrían ser muertos vivos, perdidos y nostálgicos. Lo más seguro es que en su interior haya un delirio de vida, pero, la vejez, esperada para el descanso, se transformó en el pesar más horrible que pudo haber existido.

Hace poco una señora, mientras protestaba por agua, gritaba que no era justo, que ya basta, que deseaba morir. No existe el ansia de liberación que enunciaba Lorca, tampoco la fuerza para anteponerse a los atropellos y el cuerpo, cansado de vida, solo pide morir por el hambre y la humillación. 

Ambos señores se fueron caminando para su hogar, imagino. Él adelante y ella atrás, contando con sus dedos lo que antes eran 20.000 bolívares. 

4:30 PM.

La ciudad volvía a estar desolada y solo quedaban las conversaciones de los conductores. Unos compraron cerveza y ron. “Qué coño, aquí nos quedamos”. Otros dormían con el rostro estampado en el volante esperando su momento para avanzar 10 metros más. Los demás esperaban sentados en la acera que algo pasara. Un señor, entre los que estaban congregados en la espera, comentó: “en el 89 se le aumentó 30 céntimos a la gasolina y todos salimos a la calle. Ahora, miren, nada pasa”. Es verdad, pareciera que el venezolano está entregado a la desdicha. Al escucharlo pensaba que la gran diferencia, quizás, era que en ese momento había conciencia de un estado democrático. Se podía protestar, se podían cambiar las cosas y la voz del ciudadano pesaba como un garrote. Ahora, muchos años después, con cientos de protestas que solo han dejado hogares vacíos, el individuo se entrega al discurso totalitario y solo busca “mantenerse”. 

En ese momento, mientras esperaba con el rostro en el volante, pasó un guardia nacional que se agarraba del fusil con especial ahínco, comunicando que la gasolina se había acabado. Salimos de nuestros vehículos y nos dirigimos al frente de la estación donde otro guardia, quizás el jefe de todos, gritaba junto al dueño del lugar: “tratamos de organizarnos para ustedes”. En ellos, según su discurso, estaba el orden y la salvación. El fusil no faltaba para estampar las ideas y para limpiar las escaramuzas que produce el hastío. Al final, nada pasó y nos sentamos en la acera, con el sonido de las risas del escampado militar en nuestras espaldas a esperar una vez más.

8:00 PM. 

Más de 12 horas en la cola. No había esperanza, solo resignación: una obligación voraz que pervierte la moral. Cansado, agobiado, escuchando las quejas de todos los carros cercanos y, bueno, uno que otro que apaciguaba las dificultades con un trago de licor. “Ya qué coño”. Esperaba quedarme toda la noche, pero miré las agujas de la gasolina y se mantenía en las dos últimas rayas. “Con eso llego a mi casa”, pensé. Me cansé. No quise quedarme un minuto más e, incluso, en esa decisión uno es privilegiado, porque otros no podrán hacerlo. Entonces, prendí el carro y me fui. 

Jorge Rodríguez hablaba en la radio. 

133 casos más de coronavirus y dos fallecidos. Era 3 de junio. 

Su boca vociferaba las diferencias entre los casos comunitarios y extranjeros, separando una vez más la brecha entre unos y otros. Los que llegan son “armas biológicas”, como alguna vez dijo. Ya no importa su retorno. Son, para el régimen, animales que se encierran. manejaba de noche y notaba, entre la oscuridad, cientos de carros esperando al día siguiente. Personas preparadas, abrigadas, conversando con el vecino sobre las calamidades que ocurren diaramente. Ni pan ni medio libro, como decía Lorca. Solo nos quedó el circo que se escucha en la radio, mientras retornamos a nuestros hogares, al fallar una vez más en el caos venezolano.

Artículos relacionados del autor