• Este es el cuento ganador de nuestro certamen narrativo “Viaje alrededor de la casa”

Cuento ganador de “Viaje alrededor de la casa”.

Seudónimo: Jackson Maine
Lizandro Samuel

La primera vez que pensé en suicidarme tenía seis años. Quería acabar con la vergüenza de no estar a la altura de las expectativas de mi padre. Si un vaso se rompía, él me regañaba como si hubiese matado a un primo por error. Yo me encerraba a llorar. Fantaseaba con no tener emociones, con ser un personaje frío de anime, que cumple objetivos, tiene éxito y poder.

Me apretaba los testículos hasta sentir dolor. Me alaba los cabellos, me golpeaba a mí mismo. Una vez agarré una navaja suiza que me había regalado mi tía. La utilicé sobre mis muñecas, tratando de que saliera sangre. Solo alcancé a hacerme unos rasguños: me sentí todavía más inútil. “Los hombres no lloran”, dijo mi papá cuando me descubrió. Entendí que era hora de que mi corazón se secara.

Más de 20 años después, tenía rato sin fantasías suicidas. Desde mucho antes de salir de prisión. Cuando el régimen decretó la cuarentena, para prevenir el contagio de covid-19, mis compañeros de apartamento se alarmaron. ¿Cómo iban a pasar tanto tiempo encerrados? Yo recordé los seis meses que estuve en una celda de tres por tres metros con un retrete, sin bañarme. Permanecer en mi habitación no iba a ser problema.

Vivía con tres hombres. A los dos días, uno trotaba alrededor del comedor, el otro bailaba reguetón frente a la alacena, mientras que el más ermitaño bajó a la cancha a jugar básquet. Yo nunca lo había visto hacer el más mínimo ejercicio.

Henry me escribió que cómo me iba. “Creo que nos vamos a morir todos”, respondí.

El miedo se hizo tangible a las dos semanas, cuando comenzaron a hacer fiestas. Mujeres, alcohol, panas. Hasta un tatuador hizo de la sala su oficina. Les hablé de los peligros del virus. Hubo uno que me dijo que, si no me gustaba, que me mudase; otro me llamó exagerado; el tercero fue honesto: “Tienes razón. Pero prefiero enfermarme a morir de ansiedad”.

A mí no me mató ningún malandro ni ningún policía. ¿Me iba a morir de gripe? Henry me dijo que estaba solo en su casa, que podía acompañarlo. A las dos semanas de cuarentena, puse el morral sobre el suelo de su apartamento. Nos dimos el beso más tranquilizador de mi vida.

Tres habitaciones, dos baños, sala de estar y cocina: era un lugar precioso. A Henry le gustaba pasar las horas tocando el bajo. Tenía el temple de un Buda. Las tormentas, pensé, nos enseñan a encontrar la calma indistintamente del clima. Su única preocupación era su hermano: Egon Paul. Había superado una depresión a principios de año y ahora, en medio de la cuarentena en un pueblo que era una oda al aburrimiento, llevaba días paseando por diferentes niveles de tristeza. Vivía en Pariaguán, a varias horas de distancia. Solo lo visitaba una prima.

Antes del confinamiento, yo necesitaba estar ocupado para calmar los susurros de las paredes. El grupo cristiano que me ayudó a reformarme durante mi última estadía en prisión colaboraba con una ONG que comenzó a llevarme a dar charlas. Por primera vez, pisé el aula de una universidad: decenas de alumnos me escuchaban como si yo hubiese pasado años estudiando. La calle enseña, dice el lugar común. Yo solo sé que los aplausos evitaban que, por las noches, las paredes comenzaran a deslizarse hacia mí.

En una de las giras con la ONG conocí a Henry. Trabajaba de bajista para diferentes bandas de rock pop. Era un ex adicto a la cocaína. “O un adicto en constante terapia: uno puede renunciar a la sustancia, pero no a la tentación”, me dijo. Lo entendí. Yo nunca abusé de las drogas, ni siquiera del alcohol: ese fue parte de mi éxito como malandro. Pero desde que salí de la cárcel mi teléfono no dejaba de sonar. Siempre había un “trabajo” por hacer. Mil dólares tan “fáciles” como estornudar. Y yo amasando pan para poder pagar un cuartito en un apartamento con problemas de luz y agua.

La cuarentena nos hizo libres. Henry y yo disfrutamos de besarnos, amanecer tomados de la mano, acariciarnos y hacer el amor sin miedo a ser descubiertos. La sala del apartamento daba frente a una ventana de un edificio vecino. Las mujeres que vivían ahí nos veían con una curiosidad mal disimulada. Al principio, a Henry le daba pena. A la tercera semana, después de habernos confesado amor, teníamos sexo al mediodía sobre el sofá de la sala. Una vez descubrí a una de las mujeres espiando. Jamás me había sentido tan a gusto conmigo.

Los fantasmas estaban ahí. Lloré en brazos de Henry: tenía pánico de contagiarme. No podía ser que hubiese sobrevivido a tanto y ahora mi vida estuviese en peligro por una pandemia. Hacía un año exactamente, el país se había quedado sin energía eléctrica por varios días. El mega apagón. Dos ex compañeros de prisión murieron en la cárcel. Uno quería ser rapero, el otro hacía fotos. Como yo, estaban reformando su vida. La falta de luz hizo que las balas viajaran sin destino definido dentro de la prisión. Fueron víctimas casuales. También me había enterado, días luego, de que un niño que había conocido un mes antes se murió de cáncer. Sin electricidad no pudieron dializarlo. Yo había ido a ese hospital a dar una charla. “Si yo pude cambiar mi vida, tú también puedes”, le había dicho al pelao.

Le conté esto a Henry, luego de hacer el amor. “Mi cielo, tranquilo. Estamos juntos, ¿sí? Eso es lo importante. Déjame ayudarte a sanar tus heridas, como tú me ayudas a sanar las mías”, me susurró. Quise que la cuarentena no terminara nunca.

Frutas, verduras, pescado. Vivíamos en un templo. Henry guardaba algo de dinero y no teníamos que preocuparnos, al menos por unos meses. Salíamos cada quince días a abastecernos. El país se quedaba sin gasolina, el virus se multiplicaba, la escasez de comida… el caos de siempre. Pero él y yo éramos plenos en nuestro amor. Henry solo se alteraba cuando hablaba con su hermano. Había días en los que el insomnio me recordaba cosas, tardes en las que sentía que la vida era pesada. Juntos lográbamos ensanchar las paredes que podían habernos asfixiado.

Mi mamá se suicidó cuando nací. Mezcló varios detergentes dentro de su boca. Mi tía me contó que era porque mi papá le pegaba. Él solo me dijo que mi mamá era “débil”. Crecí con mi papá. En el barrio me decían que era el hijo de la loca. A los 15 años, un malandrito se afincó en el chalequeo. Como estaba bien conectado, me trancaba el paso en las escaleras y gritaba “el hijo de la loca, el hijo de la loca”, mientras bailaba como mono de circo. Me cansé. Le pedí la pistola prestada a un amigo. Después de tres balazos y un charco de sangre, nadie me volvió a chalequear. Por supuesto, tuve que meterme en la pandilla del pana que me prestó el arma.

La primera vez que caí preso tenía 20 años. Había descubierto que la asfixia que me producía la ausencia de mi madre y el ardor que coseché con mi padre se aplacaban cuando presionaba el gatillo. Matar alivia el alma, se hubiese llamado mi autobiografía. En la cárcel, Pupi me adoptó: me enseñó lo que me faltaba. Salí un año después y tenía más conexiones que un wifi sin clave. Siempre preferí estar en las sombras, no ser el pran. Así no tenía que tratar con políticos y podía negociar entre bandas.

A Henry lo llamó su prima. Egon Paul había comenzado a pintar cuadros sobre ahorcados. Un día tomó demasiado alprazolam y pasó 48 horas grogui. “Mi amor, tengo que ir. Es mi hermano”, dijo Henry con lágrimas en los ojos. “Quisiera que vinieras, pero…”, “¿Pero… cuándo se ha visto malandro gay?”, lo interrumpí. Hizo un puchero y me abrazó.

Solo en el apartamento, comencé a leer más noticias sobre el avance del virus. Ya no se veían carros por la ventana. No por la cuarentena, que pocos la respetábamos, sino por la falta de gasolina. ¿Cómo iba a llegar la comida a Caracas? En el supermercado, los que podían compraban alimentos como si fuesen a abrir un abasto.

Comencé a dormir menos.

Cuando estuve preso por segunda vez, un grupo cristiano frecuentaba la prisión. Hacían actividades artísticas. Yo nunca creí en Dios, y los libros para mí eran cosas pesadas que solo entendían los universitarios. Hubo conciertos de rap, muestras de pintura, exposiciones de fotos y noches de lectura. Cuando llegó lo último, leyeron un cuento de Irvine Welsh. Gustó tanto que se animaron con uno de Lucas García París. Después, Raymond Carver, Hensli Rahn. ¿Eso era lo que la gente llamaba “literatura”? Fui el único que asistió al taller de narrativa.

Ahora solo las palabras escritas me calmaban. Hablaba con Henry todos los días. El resto del tiempo era hornear pan, escribir, leer y ejercicio. Una mañana, después de unos abdominales, me llamó. “Estamos en el hospital, Egon tomó un litro de cloro”, dijo. No pasó mucho antes de la segunda llamada: “Mi amor, mi hermano no aguantó”.

Pegué un grito tras colgar. Le di un golpe a la pared.

Uno se pregunta cuánto más tiene que soportar. El grupo cristiano siempre me habló de Dios. Me hubiese gustado creer, pero no lo sentía. Los días siguientes, ponía la voz lo más serena posible para servir de contención a Henry. Cuando colgaba, era como si mi piel se desgajara. Después de una semana, en la que nada más logré conciliar el sueño entre las cuatro y las seis de la mañana, sentía que caminaba con todos mis órganos fuera del cuerpo.

Quería salir corriendo, perderme en un bosque. No podía. La cuarentena estaba vigente. Por primera vez en años, volví a fantasear con cómo sería morir. Lástima que me había desecho de mi pistola.

Después de una semana de deambular por el apartamento como alma en pena, sentí mucho más que tristeza en la voz de Henry que salía por el auricular. Su papá había regresado al país. Llegaría a Caracas al día siguiente e iba a quedarse en la única propiedad que tenía en la ciudad: donde yo estaba. “Mi amor, lo siento, tienes que volver a tu casa”. Pensé en el miedo al contagio. “Sí”, respondí, lo más tranquilo que pude.

¿Quién mueve los hilos del mundo? Con Henry disfruté el mejor mes de mi historia. La felicidad más plena. Y me lo arrancaron del modo más inesperado. Es como que tuvieras años raptando, te den alas, te vean ascender y luego las baleen. Sentí que competía contra la vida. Todos decían que era imposible sumar 80 puntos. Yo batía el récord: hacía 90. Pero en la última jornada, la vida llegaba a 91. Y así, siempre así.

Le caí a golpes al sofá. Luego le di varios puñetazos a la pared. Me arrodillé frente a la poceta: vomité. Fui a la cama. Mi menté dibujó escenas suicidas. Recordé la cara del primer carajito que maté, la voz de mi papá diciéndome que si iba a ser malandro tenía que ser el mejor, mi tía contándome sobre mi madre. “¡El hijo de la loca, el hijo de la loca!”. ¿Por qué asesiné a tanta gente? ¿Cuántos fueron? Las únicas veces que lloré siendo malandro fue encerrado en una celda de tres por tres metros. Ya ahí mi vida tenía un propósito. Qué difícil fue empezar de cero, después. La cara del hermano de un chamo que maté cuando me vio en la calle. “Ya no estoy en eso”, me disculpé. Las paredes viniendo hacia mí. ¿A quién podía llamar?, ¿a quién le podía contar esto?

Acabé de nuevo frente a la poceta. No estaba vomitando. Solo veía, sin pestañear, la botella de cloro que estaba sobre el tanque.

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