¿Por qué leer a los clásicos? Es la pregunta que Italo Calvino intenta responder a lo largo de todo un libro, así titulado, con la pregunta de marras. El célebre novelista y ensayista italiano, desde luego no elude el problema de las definiciones, más cuando un adjetivo tan solemne entrañe inevitable presunción.

¿Qué es un clásico? El poeta T.S. Eliot se tomó el trabajo de preparar una conferencia sobre el elusivo asunto en la hora oscura de la II Guerra Mundial, cuando le tocó presidir la Sociedad de Estudios Virgilianos de Londres, bajo la eventualidad de un bombardeo de la Luftwaffe. El episodio lo aprovecha mucho tiempo después el Premio Nobel sudafricano J.M. Coetzee, para ensayar su propia definición tramada a una suerte de indagación en la personalidad del –literato. Nacido en Missouri, Estados Unidos, Eliot se impuso la empresa de ser el más inglés de sus pares y se insinuaba él mismo ante la Europa adoptiva, un calibrador de lo clásico

Este preámbulo sirva solo para documentar mínimamente cuánto se ha discutido la calidad o atributo de clásico para una obra. Con el tiempo, la categoría se banaliza sobre todo en el entorno del mercadeo editorial, por cierto, muy agitado por estos días al menos en España con los llamados amaños de premios, como el revelado caso del Premio EspasaesPoesía, obtenido recientemente por el venezolano Rafael Cabaliere. En descargo, puede preverse que la estrategia de los amaños para vender más libros, en tiempos en que la industria editorial se sostiene a base de ellos, difícilmente dará al traste con las constancias que revisten un clásico.

Leer más  La Traviata: de la convención al riesgo

Para aproximar mejor el asunto, valga volver a Calvino y dos de las proposiciones que ofrece: “Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo”; o “Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”.

Puede que Los Ensayos, la obra magna y única de Michel de Montaigne, asimilen las dos consideraciones de Calvino.

Escritos a finales del siglo XVI, dan la impresión de que, como se diría, al autor nada le era ajeno. Y así resulta seguramente porque como él mismo advierte en la primera página de la voluminosa compilación: “soy yo mismo la materia de mi libro”.

El aserto podría invitar al ingenuo a pensar que aquel noble bordelés sería un ególatra o un egotista obstinado. ¿Cómo se puede escribir tanto sobre uno mismo? Pero ni ególatra, ni egotista, Montaigne entre sus líneas se insinúa más bien demasiado descarnado ante sí, más bien francamente contrariado a ratos; lo que redunda en una gran amabilidad para quien lo lea. Escribe:

“Este es un libro sincero, lector. Te advierte desde el principio que no me he propuesto con él ningún otro fin que no sea doméstico y privado (…) Lo he dedicado al beneficio particular de parientes y amigos: para que una vez me hayan perdido puedan reencontrar en él algunos rasgos de mi carácter y humor”. Unas líneas más adelante del preámbulo, enfatiza: “Mis defectos se leerán al vivo”.

Parecerá que la vanagloria de lo peor de uno pueda ser una forma de narcisismo negativo. ¡Cuántos escritores no se han ufanado de sus debilidades y ofuscamientos!

Leer más  La Traviata: de la convención al riesgo

Pero a medida que se avanza en los tratados de Montaigne sobre sí mismo, se adentra uno en un alma que, en verdad, paradójicamente no anhelaba el parnaso de los siglos.

No es de lamentación el tono sino de una refinada y detallista crudeza, al escribir, por ejemplo, sobre su cuerpo, de poca estatura y menudo. Se permite reseñar cierta sexualidad empeñosa, pero sin pasar por alto las disfunciones de su miembro, entre otras fallas físicas e incapacidades incurables, descontados los achaques de la edad. Lo que pergeñaba acaso con apuro era ilegible incluso para él: “Las manos las tengo tan torpes que no sé escribir solo para mí: de modo que lo que he garabateado, prefiero rehacerlo que molestarme en desembrollarlo (…) No sé cerrar correctamente una carta, ni he sabido nunca afilar una pluma, ni trinchar en la mesa correctamente…” Y esto lo escribe un noble cuyas primeras palabras las pronunció en latín, que muy pequeño ya tuvo preceptor.

El ruido de fondo

Montaigne encarnó como pocos el espíritu de su tiempo. La cumbre del Renacimiento tuvo en él a un hombre entero tanto en lo público como en lo privado; humanista y universal. Es por eso que sus ensayos no sean propiamente contritas confesiones, sino el autoexamen realizado demorada y libérrimamente. No es un sentimiento de culpa lo que lo lleva a revisarse por escrito durante los últimos 20 años de su vida.

La crudeza auto infligida de Los Ensayos deviene la forma de mejor quererse, aceptándose tal como uno es o, con los años, cómo se ha llegado a ser, sin demasiado daño para los demás.

Leer más  La Traviata: de la convención al riesgo

Y el recogimiento que la hazaña espiritual y literaria exigía no fue completo. De ahí que por muy ensimismadas que sean sus páginas, siempre se cuela el ruido de fondo de los acontecimientos inexorables. (Contrariamente a Eliot en el Londres amenazado por proyectiles, quien al leer su virgiliana conferencia apenas hizo la alusión con la flema atribuida a su gentilicio de adopción: “los contratiempos del momento”).

A Montaigne le tocó ser alcalde de Burdeos dos veces, y el señor de su castillo. En circunstancia, precisamente, de una epidemia, el ruido de fondo es inevitable:

“Yo, que soy tan hospitalario, me hallé en una penosísima búsqueda de refugio para mi familia; una familia perdida, provocando miedo a sus amigos y a sí misma, y horror dondequiera que intentara establecerse, debiendo cambiar de domicilio en cuanto uno de la tropa empezaba a quejarse de la punta del dedo”.

Era así como una familia privilegiada, junto a la servidumbre y los guardias, debía vérselas con un contagio letal hacia finales del siglo XVI, cuando no había políticas sanitarias siquiera próximas a las de este momento de peste globalizada. Pero, quien quiera lea los desvelos del señor de Montaigne, aun mediando el abismo del tiempo, se verá, indistintamente de su idiosincrasia y posición social, emocionalmente en sintonía. Y al ver que los hechos de hoy resuenan en el pasado, pueda, tal vez, el lector hacerse de una perspectiva más sabia y aliviar así la ansiedad e incertidumbre del porvenir.

Montaigne ha sido un autor de todas las épocas, y de esta como ninguna al cumplir con la segunda proposición de Calvino en torno a qué es un clásico: “Es clásico lo que persiste como ruido de fondo…”

Leer más  La Traviata: de la convención al riesgo

Para quien quiera, ahí están las meditaciones de Michel de Montaigne en torno a soi même; las páginas numerosas sobre el uno mismo en cuerpo y espíritu, como una forma de calmo reconocimiento y afecto propio. Se aparece la escritura del gran bordelés como una suerte de desarmar el “yo” para mejor llevar la armazón. Hay quien lo ve como precursor del psicoanálisis.

Michel Onfray, uno de los filósofos franceses más leídos del siglo XXI, asienta sobre su compatriota del Renacimiento: “Enfadado consigo mismo, da la impresión de emprender su trabajo de autoconstrucción para producir, con ayuda del tiempo, un personaje digno de ser amado”.

Cuando el autor, al principiar el libro, se previene de un público más allá de “de parientes y amigos”, deja claro que no busca ni gloriarse ni ser glorificado por la multitud. No obstante, tan inteligente modestia, Los Ensayos de Michel de Montaigne conforman un clásico cuya caja de resonancia no la limita ni espacio ni tiempo en el humano fondo de la semejanza. Quien lo lea, encontrará a quien es considerado el padre del género ensayístico un alguien muy próximo, pese a haber vivido hace 400 años. Desde el laicismo más depurado y sin pretensión de aconsejar ni aleccionar, se aparta de todo deber ser atento más bien al devenir de la existencia. Honra muy a su manera el mandamiento “amarse a sí mismo” y en consecuencia en igual medida al prójimo; el lector. 

Artículos relacionados del autor