De sueños perdidos tal vez sea el sentimiento compartido en la circunstancia de la pandemia. Acaso el hiato de la vida en sociedad se extiende hacia el porvenir entre hallazgos de la ciencia y el manejo político, sin que ni una ni otra instancia –la de la investigación y la de la instrumentalización– dé con un desenlace: el ansiado domeño del contagio; la esperanza de crear y masificar una vacuna, entre otros presagios. Por los momentos, el despeje del enredo viral es un sueño que la demagogia aviva a su antojo.

Si hablo de sueños son los de la vigilia, aunque, tal vez, esté de más la aclaración semántica, si no es para ampliarla al anhelo consciente de trascender.

La coincidencia de la propagación global de la enfermedad con el advenimiento sin regreso del señorío de Internet, parece reconfigurar una tercera naturaleza. La madre natura y su gran metáfora, la cultura –la humana, consciente edificación– ya no se corresponderán como hasta ahora.

Uno de los primeros filósofos en pensar –tal vez más serenamente—la pandemia en curso es el surcoreano residenciado en Berlín, Byung Chul Han: “La realidad se experimenta gracias a la resistencia que ofrece, y que también puede resultar dolorosa”, escribía en marzo. “La digitalización, toda la cultura del ‘me gusta’, suprime la negatividad de la resistencia. Y en la época posfáctica de las fake news y los deepfakes surge una apatía hacia la realidad. Así pues, aquí es un virus real, y no un virus de ordenador, el que causa una conmoción. La realidad, la resistencia, vuelve a hacerse notar en forma de un virus enemigo. La violenta y exagerada reacción de pánico al virus se explica en función de esta conmoción por la realidad”.

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Paradójicamente, esa conmoción por la realidad confina a los seres humanos al espacio reducido y aislado de la habitación. La cultura que de momento parece anunciarse tiende a un absolutismo de la digitalización; una disolución de la realidad sensible, esa del allá afuera y con los demás.

Hace exactamente 10 años, el célebre realizador alemán Werner Herzog estrenaba una producción documental en 3D titulada Cave of Forgotten Dreams (La caverna de los sueños olvidados). ¿Y cuáles son esos sueños, no perdidos, sino olvidados? Precisamente, los del hombre que soñó por vez primera y, tal como muestra la pieza cinematográfica, el hallazgo de paleontólogos y arqueólogos recupera con su misterio intacto, pasados ya 30.000 años. Vale decir, hay en esos primeros sueños del homo sapiens un ilimitado porvenir.

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La caverna de los sueños olvidados conduce al espectador hacia las entrañas de una gruta de estrechos pasadizos que súbito se abren a asombrosas galerías en las que yace el sueño primigenio, el alma germinal de la humanidad.

El relato cinemático es narrado por el propio realizador, quien en compañía de la reducidísima pléyade de científicos, únicos autorizados al ingreso al laberinto subterráneo, hace de guía en ese viaje hacia el origen de la cultura, el inicio del saber. Advierte el director que, la grabación realizada hace una década, muy probablemente sea la primera y última del sagrado lugar.

La Grotte Chauvet, así bautizada en honor al espeleólogo Jean-Marie Chauvet, da aviso de su enigma por una rendija apenas de un acantilado calizo en la localidad de Pont-d’Arc, surcada por el antiguo cauce del río Ardèche, en la región Ródano-Alpes de Francia.

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Tras el silencio del peñón aguardaba la cápsula detenida en el tiempo. Chauvet y sus otros dos colegas Éliette Brunel-Deschamps y Christian Hillaire fueron en 1994 los primeros en cruzar el mínimo umbral hacia la milenaria memoria por recuperar. Dentro se toparon conmocionados con las visiones plasmadas en la piedra hace tanto como 30.000 años, en el Paleolítico Superior; tal vez, el testimonio más antiguo de la pulsión del arte: trazos, figuras, composiciones figurativas y coloreadas que incluso, tal como señala el director del comentado documental, anunciaban el mismísimo lenguaje cinematográfico que hoy coincide con aquellos primigenios gestos del anhelo trascendente.

La emoción tanto de los descubridores como del espectador del relato de Herzog es de absoluta fascinación ante la representación de animales –aquellos que animaban el afán cazador del humano paleolítico–, tigres, rinocerontes, equinos enormes y demás bestias que merodeaban peligrosamente a ese mamífero que se erguía desafiante sobre sus extremidades inferiores al tiempo que empezaba a ambicionar, a desarrollar la consciencia del más apto; de superioridad sobre el resto de la naturaleza. De lo más cautivador es la destreza artística con la que se manifiesta la imagen-movimiento, principio del llamado “séptimo arte”, iniciado hace apenas 125 años, gracias a la invención tecnológica:  el “prodigioso recién nacido de la Máquina y del Sentimiento” fue el epíteto que le asignó el pensador Ricciotto Canudo en 1911.

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Se pregunta el realizador y narrador Herzog: “¿Seremos algún día capaces de entender la visión del artista a través de semejante abismo en el tiempo?”.

Hoy cuando la línea del progreso, paradójicamente dejó tantos sueños olvidados, cuando el soporte tecnológico de la imagen, la pantalla, nos reduce, confina y abruma, es posible, también –si nos lo permitimos—redescubrir aquellas visiones originarias que el celo científico preserva hasta nuevo aviso. Hay un porvenir a descifrar ahí, en la entraña de nuestro maravilloso planeta.

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