• El padre de Ben Griffith eligió un método controversial, pero avalado por un fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos, para terminar con su vida. Foto: Cortesía de Ben Griffith

Esta es una traducción hecha por El Diario de la nota A Son’s Decision to Help His Father Die, original de The Washington Post 

Ben Griffith se levantó antes de que saliera el Sol el 18 de marzo de 2022, colocó su equipaje en el automóvil y comenzó el largo viaje desde su casa en Fráncfort, Kentucky, hasta los suburbios de Kansas City, Misuri. Había llegado el momento de ayudar a su padre a morir.

Meses antes, cuando John Griffith les dejó claro a sus tres hijos que terminaría con su vida negándose a comer y beber en lugar de ir a un centro de vida asistida, sus dos hijos mayores se opusieron. Solo Ben, el menor (de 67 años de edad), estuvo de acuerdo con la voluntad de su padre, de 99 años de edad. Ahora que la calidad de vida de John se había deteriorado hasta el punto en que prefería morir antes que prolongar su miseria con un tratamiento no deseado en una vida asistida, Ben se dirigía a la casa de su padre.

De sus tantas conversaciones sobre el tema durante la década anterior, Ben sabía que su padre habría elegido la ruta del suicidio asistido si hubiese sido legal en Misuri, como lo es en 10 estados de EE UU y el Distrito de Columbia, pero no fue así. En septiembre de 2021, en una directiva de poder notarial, John había otorgado a sus hijos la autoridad, en caso de que estuviera incapacitado, “para ordenar a un proveedor de atención médica que retenga o retire la nutrición e hidratación suministradas artificialmente (incluida la alimentación por sonda de comida y agua)”. 

Ahora, en lugar del suicidio asistido, John había optado por dejar de comer y beber voluntariamente, un proceso conocido en los círculos del derecho a morir por el acrónimo VSED (en inglés). El proceso generalmente toma entre 7 y 15 días. Debido a que puede ser doloroso, muchos de los que eligen esa vía también buscan cuidados paliativos a través de los servicios de hospicio, que fue lo que hizo John Griffith.

Sentado en la mesa de la cocina de su casa en Fráncfort y rodeado de fotos familiares, Ben relata la experiencia de su padre con la vida y la muerte. (Ben participó enteramente en este artículo; mientras que su hermano mayor, Tim, no emitió comentarios; su otro hermano mayor, Jon, dijo lo siguiente: “Solo sé que Ben hizo un gran trabajo representando a la familia y también con nuestra experiencia de pasar por el VSED con papá. No necesito agregar nada más”.

Hay un frío acechando esta noche, por lo que Ben y su esposa, Patricia, han metido una docena de plantas a la casa y las han puesto a lo largo del mostrador de la cocina. Ben, un afinador de pianos de cabello gris corto, es alto y delgado como su padre, quien medía 1,93 metros. Sus palabras de vez en cuando dan paso a la emoción. Sus suaves ojos azules, también como los de su padre, son cálidos y amables.

John Griffith —nació el 12 de diciembre de 1922 en Carolina del Sur, hijo de un ministro metodista— era un hombre de principios y determinación tan fuertes que rayaba en la obstinación. A pesar del amplio apoyo público a la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, Griffith, a los 19 años de edad, se opuso a la guerra “por cualquier motivo” y se negó a registrarse para el servicio militar obligatorio, que consideró una “contradicción de las enseñanzas cristianas, la libertad democrática y la libertad individual”. Por ese motivo, como escribió en un ensayo para el libro A Few Small Candles: War Resisters of World War II Tell Their Stories (Unas pocas candelitas: oponentes de la Segunda Guerra Mundial cuentan sus historias), cumplió dos años en una prisión federal.

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La influencia de un abogado cuáquero pro bono dispuesto a defenderlo provocó la conversión de John a la Sociedad Religiosa de Amigos. Después de que lo liberaran de prisión, asistió a William Penn College, una institución cuáquera en Oskaloosa, Iowa, donde conoció y se casó con Reva Standing, con quien tuvo cuatro hijos. Griffith pasó su carrera laboral administrando una cooperativa de agricultores. Cuando su hijo mayor, Chris, fue asesinado en 1986, Griffith se aferró a sus convicciones pacifistas y se opuso a la pena de muerte impuesta contra el asesino de su hijo.

Reva sufrió un derrame cerebral en 2003 y mostró signos tempranos de demencia en el hospital. A pesar de su creencia de que estaba mal acabar con la vida de otra persona en la guerra o mediante la pena capital, John tomó la decisión de honrar sus deseos y retirar a su esposa, de 56 años de edad, del soporte vital en lo que consideró un acto de compasión. “Estaba claro que si volvía a casa, habría una pérdida de función cerebral”, dice Ben. “Él sabía que uno de sus mayores temores era vivir con demencia”.

Ni el padre ni el hijo podían soportar ver sufrir innecesariamente a un ser querido, un punto que salió a relucir con lo que le pasó a la suegra de Ben. En 2016, cuando la madre de Patricia, de 93 años de edad, comenzó a perder la vista, se mudó a un centro de vida asistida y, finalmente, a un hogar de ancianos después de quedarse completamente ciega. “Ella cayó gradualmente en un caparazón”, dice Ben. “Su existencia no se estaba volviendo muy buena”.

“La elección entre la vida y la muerte es una decisión profundamente personal y evidentemente definitiva. (…) No se puede negar que la cláusula del debido proceso protege tanto el interés en la vida como el interés en rechazar tratamientos médicos que mantengan la vida”.

—Extracto de la sentencia del presidente de la Corte Suprema de EE UU, William H. Rehnquist, en el caso judicial Cruzan contra el director del Departamento de Salud de Misuri (1990). 

Fue tan doloroso para Ben verla así que comenzó a buscar en línea formas en las que podría terminar con su vida para sacarla de su miseria y no ser arrestado por ello. Pero su padre le aconsejó no hacer nada que pudiera tener consecuencias negativas para su esposa y sus dos hijos adultos. Ben llora al contarlo. “Podría haber acabado con su vida”, dice. “Ella sufrió, pero él dijo: ‘No lo hagas, Ben’”.

Su terrible experiencia pareció despertar algo en John. Ya en sus 90 años de edad para entonces, comenzó a contemplar el final de su propia vida, algo que discutió abiertamente con sus hijos. La situación de la madre de Patricia “cimentó la idea para él: si ingresas a una vida asistida, pierdes muchas opciones”, dice Ben. “Si pasa algo, piden ayuda. Vas al hospital y te tratan. Lo mismo si estás en un asilo de ancianos. Si no respondes, te van a tratar”. John dejó muy claro que no quería ir a una vida asistida o a un asilo de ancianos.

John era un hombre tan espiritual como obstinado, por eso meditó diariamente durante años, una hora más o menos a la vez, como parte esencial de su fe y práctica religiosa. También nadó casi 1,6 kilómetros todos los días hacia la Asociación Cristiana de Jóvenes (YMCA en inglés). A los 90 años, estableció ocho récords estatales de natación para nonagenarios por su nado diario, según Ben. Había decidido que una vez que ya no pudiera nadar, la vida ya no valdría la pena y comenzaría su VSED. “Había identificado la línea roja”, dice Ben.

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John “tomó su último baño a los 98 años de edad”, recuerda Ben. Su “voluntad de vivir” continuó, pero estaba perdiendo fuerza física. Tenía problemas para caminar y pronto tendría que usar una silla de ruedas. Y sentía que su capacidad cognitiva disminuía. Así fue como decidió completar su directiva de atención médica en septiembre de 2021. Con la ayuda de Compassion & Choices, una organización sin fines de lucro que aboga por el acceso a la ayuda para morir, también completó un apéndice con una directriz anticipada donde indicaba su deseo de que, a lo largo de sus etapas de demencia, lo mantuvieran cómodo mientras suspendían todos los tratamientos de alimentos e hidratación “para que mudiera morir en paz”.

Ese otoño, John habló con su médico de atención primaria sobre sus intenciones de empezar el proceso para dejar de comer y beber voluntariamente, pero este no estuvo de acuerdo. El médico trató de persuadir a John para que desistiera de esa idea durante varias visitas, pero no se dejó convencer.

John les contó a sus hijos de sus planes durante una llamada de Zoom. Los dos hijos mayores se quejaron. Tim, quien había sido el cuidador principal de su padre —lo llevaba a las citas y lo ayudaba en casa— trató de persuadirlo para que se mudara a una vida asistida, según relata Ben. Pero su padre se negó. En lugar de eso, se quedaría en la casa de dos habitaciones en la que él y su esposa habían vivido durante años y moriría por su propia voluntad. No había forma de disuadirlo. “Si iba a hacer algo, lo iba a hacer”, dice Ben.

De izquierda a derecha: John Griffith celebrando su graduación de la escuela secundaria en 1940; y con su esposa Reva en una foto de boda de mayo de 1947. (Ilustración de Anna Lefkowitz; fotos cortesía de Ben Griffith)

Aunque Tim y Jon irían a verlo, no querían ser cómplices del proceso conocido como VSED. Solo Ben accedió a estar con su padre continuamente durante todo el proceso. “Sentí que era un acto de amor”, detalla Ben.

En enero de 2022, John empezó a tener tos. El medicamento que le recetaron lo confundió, incluso después de dejar de tomarlo. Tenía problemas para concentrarse durante su meditación. Comenzó a notar “un fuerte declive, tanto en la memoria como en mi capacidad para tomar decisiones”, escribió en una carta a familiares, amigos, vecinos y su comunidad espiritual. En febrero, le diagnosticaron demencia.

Físicamente, también estaba teniendo problemas. Ya no podía valerse por sí mismo. Necesitaba la ayuda de asistentes de atención médica domiciliaria que usaban un dispositivo elevador para trasladarlo de su cama a su silla de ruedas y viceversa. Estaba equipado con un catéter. A finales de febrero, su calidad de vida se había sumergido en un punto de no retorno. “Es agotador vivir todos los días”, explicó en su carta. “He tenido una buena vida. Creo que ahora es el momento de comenzar el VSED”. En otra llamada de Zoom con sus hijos, les dijo lo mismo. Luego fijó el 19 de marzo como la fecha para comenzar el ayuno que pondría fin a su vida.

Ben y sus hermanos contrataron un servicio de hospicio para brindar cuidados paliativos. Sin embargo, el capellán asignado —un sacerdote católico— dijo que en buena conciencia no podía ministrar a alguien comprometido a morir por su propia voluntad. Otro capellán, que no era católico, lo reemplazó.

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“Si bien estoy de acuerdo con el análisis de la Corte hoy y, por lo tanto, me sumo a su opinión, hubiera preferido que anunciáramos, de manera clara y oportuna, que los tribunales federales no tienen nada que hacer en este campo. (…) Esta Corte no necesita, y no tiene autoridad para, insertarse en todos los campos de la actividad humana donde la irracionalidad y la opresión pueden ocurrir teóricamente, y si trata de hacerlo, se destruirá a sí misma”.

—Juez Antonin Scalia, opinión concordante, en el caso judicial Cruzan contra el director del Departamento de Salud de Misuri (1990). 

Otras personas también se opusieron con la decisión de John. Algunos de forma encubierta, otros abiertamente. Su vecina de al lado no estuvo en desacuerdo explícitamente con su decisión, aunque fue a leer la Biblia con él. “Ella quería asegurarse de que él estaba bien con Jesús”, dice Ben. Una vez que John comenzó el proceso de VSED dice Ben ella dejó de visitarlo.

Una palabra clave en la cláusula del debido proceso de la Enmienda 14 es “libertad”, un concepto que está muy arraigado en la psique estadounidense. “Pensamos en esto en términos de: cada persona individual controla su propio cuerpo, especialmente si es un adulto y competente”, explica Rob Gatter, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Saint Louis y director de su Centro de Estudios de Derecho de la Salud. “Es la misma razón por la que los motociclistas se enojan cuando los estados dicen que tienes que usar un casco: …‘Soy un adulto competente y no necesito que el Estado sea mi padre. Tomo decisiones por mí mismo entendiendo que si me equivoco sufro las consecuencias. Mi cuerpo no pertenece al Estado. Mi cuerpo me pertenece’”.

Ben llegó a la casa de su padre en Gladstone, Misuri, alrededor de las 3:00 pm del 18 de marzo, después de haber conducido la mayor parte de las 11 horas. Se había preparado para la terrible experiencia, sabiendo que podría volverse más difícil si su padre vacilaba y pedía comida o agua. Ben no podía negarle eso. “Es voluntario”, dice Ben. “Si una persona quiere comida o agua, se la das. Hice mi tarea con Compassion & Choices y leí su lista de orientación. Especifica que hay que recordarle a la persona: ‘Papá, sabes que estás haciendo el VSED’. Si toma trozos de hielo o agua, retrasarás el proceso. Me preparé mentalmente antes de irme para eso”.

Ben encontró a su padre de buen humor. “Estoy convencido de que hay algo más: que la conciencia humana es independiente del cuerpo y que la muerte del cuerpo no es el final de la conciencia, es más bien un paso”, había escrito John un par de semanas antes. “¿Hacia dónde? Confieso que no lo sé, pero tengo una confianza profunda y permanente en la Base Divina de toda la existencia que las principales religiones del mundo han llamado Dios, Mente, Alá, Tao, etc. Mi último deseo para mis amigos es que cultiven la compasión y caminen humildemente en presencia del Misterio Insondable”.

Además de las idas y venidas del personal del hospicio y un cuidador de atención médica domiciliaria de guardia las 24 horas del día, los 7 días de la semana a partir del 19 de marzo, hubo una corriente de visitantes en la casa de John los primeros días. Vecinos, compañeros cuáqueros y otros amigos se detuvieron para pasar tiempo con él. John hacía pequeñas bromas a veces y se reía con ellos. Tim y su familia también lo visitaron. 

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El martes 22 de marzo, John se alegró de ver a su hijo Jon, quien llegó de Vermont. Tenía energía para enviar algunos correos electrónicos. Pasó media hora siendo entrevistado por teléfono por alguien de Compassion & Choices, lo que lo cansó. El equipo de cuidados paliativos le dio un baño. Varias veces al día, Ben le dio los medicamentos recetados por la enfermera del hospicio (Haldol para aliviar la ansiedad e hidromorfona para aliviar el dolor) rociándocelos en la boca con una jeringa.

Para el miércoles, el quinto día de su ayuno, John se estaba debilitando. Le resultaba más difícil entrar y salir de su silla de ruedas, incluso con el elevador eléctrico. La enfermera del hospicio agregó lorazepam a la lista de medicamentos de John para ayudarlo a relajarse. Al día siguiente, jueves, hablaba menos y cuando hablaba no tenía mucho sentido. Insistió en levantarse de la cama en un momento, luego condujo su silla de ruedas a la cocina, pero no parecía saber qué hacer una vez que llegó allí.

John Griffith en su cumpleaños número 90 en 2012, con sus hijos, de izquierda a derecha, Jon, Ben y Tim, sosteniendo al perro Sammie. (Ilustración de Anna Lefkowitz; fotos cortesía de Ben Griffith)

Para el viernes 25 de marzo, el rostro de John había perdido el color y sus ojos se habían apagado. Una de las enfermeras le atendió los pies y la parte inferior de las piernas, que se les habían hinchado con líquido. Ben comenzó a sentir que la vida de su padre pronto terminaría.

El proceso fue difícil de observar. Algunos no pudieron. A Matt, quien estaba casado con la hija de Tim, le resultaba demasiado angustiante interactuar con John cuando lo visitaba. Pero Ben mantuvo el rumbo. “Estaba tratando de mantener el papel de asegurarme de que sucediera”, dice Ben. “Yo era el protector del proceso”.

En un momento durante la semana, alguien le informó a Ben que una cuidadora estaba limpiando la boca de su padre con una esponja empapada en jugo, a pesar de que le habían dado instrucciones claras de que no le dieran ningún alimento ni líquido. Ben tuvo que ir a la habitación de su padre y detenerla. “Es realmente difícil para algunas personas escuchar que alguien no va a comer ni beber nada hasta que muera”, dice.

Es algo tan fuerte que otros quieren intervenir. Sin embargo, la ley es clara. “Un médico que trata a un paciente en contra de su voluntad, incluso para salvarle la vida, sería culpable de agresión”, advierte Gatter.

A Ben le preocupa que el reciente fallo de la Corte Suprema que anuló el derecho al aborto pueda empañar el derecho a rechazar el tratamiento. “¿Cómo puedes decirle a una persona que no puedes tomar tu propia decisión?”, se pregunta. “Es su derecho legal. ¿Quién le va a quitar eso?”.

Para el sábado 26 de marzo, ocho días después de su ayuno, estaba claro que John se acercaba al final. Yacía de costado en posición fetal, agarrado a las barandillas de su cama de hospital y quejándose. Ben había estado durmiendo en la casa de su hermano Tim, a 15 minutos en auto, pero decidió pasar la noche en la casa de su padre.

Poco después de la 1:00 am del día 27, el cuidador nocturno despertó a Ben y le dijo que la muerte estaba cerca. Ben encontró a su padre todavía en posición fetal, respirando muy lentamente. Puso su mano sobre su hombro y se inclinó sobre él de modo que sus labios casi rozaron la oreja de su padre. “Todo está bien”, le dijo. “Deja que tu cuerpo se vaya. Te amamos”. Y en unos minutos, John Griffith se había ido.

Traducido por José Silva

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