- Este texto obtuvo mención honorífica en el Concurso de Crónicas: Dando voz a las historias silenciadas, organizado por El Diario, en el que se evaluaron 90 crónicas autobiográficas enfocadas en historias de resiliencia de grupos o poblaciones marginadas
El viejo camina sosteniéndose a la cerca del edificio. Termino la dinámica diaria de trote. Aún jadeo. La franela que llevo puesta se adhiere a mi cuerpo por el sudor como si fuese una capa de piel. Es como el final de un trance. Hice una hora de carrera. Ahora camino. Paso al lado del anciano. Vapuleo mi neutralidad. Lo juzgo. Imagino que está ebrio. Es viernes por la tarde. Intento llegar a la esquina a paso ligero.
Hace casi dos años regresé de Montevideo, donde viví varios años. Fui un migrante más. Uno más. Al llegar a Caracas, recorrí la zona central. Todo estaba aseado y distendido. Poca gente. Mucho viejo. Cuando observé El Ávila que se asoma detrás de la ciudad, supe que llorar era maravilloso. Casi me atraganté con un pedazo de agradecimiento por volver. No tenía muchas expectativas sobre el país. Solamente quería rehacerme en soledad porque sí.
Adelanto al viejo que camina muy despacio. Similar a una enredadera, no se despega de la cerca. Ahora estoy en Caracas de paso, pues vivo en Maracaibo. Ya las busetas del transporte público viajan casi llenas de pasajeros. Muchos vehículos. Poca levedad. Decenas de vendedores ambulantes en el centro de Caracas. Muchos viejos. Tal vez miro solo a mis alter ego. Aseada la ciudad, a la que siempre sonríe El Ávila y que es celebrada por el canto de las guacamayas en las mañanas.
Dos mujeres salen presurosas del otro lado de la cerca, que sostiene al viejo en su andar torpe. “¿Señor, sucede algo?”, preguntan. Escucho la preocupación en esa duda. Me detengo. Me siento un habitante, no un ser humano. Nos acercamos. Cerca se escucha el ruido de los carros en la avenida Victoria. En una licorería cercana hay música, es salsa. Ismael Miranda, tal vez. No preciso. Hace dos años, cuando regresé de Uruguay, me cobijaron en su hogar en esta zona unos amigos. En este mismo sector, también está el edificio donde vivió mi hermana por un tiempo. Su apartamento era mi centro de operaciones cuando visitaba la capital desde Maracaibo. En ese tiempo, ella me anidaba en su ternura al escucharme y al acurrucarme en sus palabras compasivas. Volví a tragar un trozo grueso de saudade. Ella murió hace varios años.
El anciano es bajito y moreno, como si se hubiese tendido al sol durante unos 70 años. Tiembla. Casi no puede sostenerse. Le cedo mi hombro para que se apoye. Una de las mujeres lo abraza por la cintura. Le ofrecemos agua. Él expresa con intensa emoción su agradecimiento. Pero se niega a pasar al edificio. “Quién iba a pensar que unos desconocidos serían tan humanitarios conmigo”, dice sorprendido. Insiste en continuar su camino. Quiere llegar a casa de su hijo, donde vive. Su acento al hablar no es venezolano. Miro a las mujeres. Todos expresamos incertidumbre en la mirada.
La calle que cruza la avenida donde estamos empalma con una de las entradas a la Universidad Central de Venezuela (UCV). En la década de los setenta, cuando estudiaba bachillerato en la Escuela Técnica de Coche, recorría sus pasillos y voceaba consignas en el Aula Magna en contra del gobierno o por la paz en Vietnam. Ayer pasé toda la mañana en sus espacios. Caminé bajo sus árboles. Me encandiló su renacer, aún en la tragedia. Curioseé lecturas sobre los mesones de los libreros. Compré el libro de cuentos Después del terremoto, de Haruki Murakami. Lo perdí en Montevideo en mi extravío de migrante, en el vacío de los amores dejados atrás. Ayer vi a dos muchachos tomados de la mano en Tierra de Nadie de la UCV.
En la esquina de la calle, dos hombres levantan la carpa para ofrecer las verduras y frutas que traen en una cava inmensa desde Mérida, seguramente. Ayudamos al anciano a sentarse en el muro interior del edificio. Subo a buscarle agua y un poco de comida. Bajo. Consume los alimentos. Bebe el agua sensatamente. Sin avidez. Su sencillez es tan inmensa como su agradecimiento. “Lindísima su generosidad, quién iba a pensar que unos extraños me ayudarían en un país lejano”, se pregunta constantemente. Insiste en marcharse solo. Relata que es peruano. Que vive cerca. Habla de la precaria situación económica de su hijo, migrante también. Cuenta que salió muy tempranito al hospital con un dolor intenso en la cintura. Pasó todo el día sin comer. No lo atendieron. Está deshidratado. Conversa poco. Casi suplica para que le permitamos marcharse, pero agradece.
Mientras bebe agua nuevamente, curioseo el contenido del morral pequeño que lleva en su espalda. Solo veo dos bananas esmirriadas, cerca de la descomposición, como si las hubiesen aplastado. Es un morralito amarillo, azul y rojo, de esos que llevaban los niños al colegio y que ahora lleva mucha gente en sus espaldas como metáfora de un pesar colectivo. Levanto la mirada. Observo el nombre del edificio donde estamos, Electra. Lo cubre una sombra de polvo, quizás de telarañas.