- Este texto obtuvo mención honorífica en el Concurso de Crónicas: Dando voz a las historias silenciadas, organizado por El Diario, en el que se evaluaron 90 crónicas autobiográficas enfocadas en historias de resiliencia de grupos o poblaciones marginadas
“Me como una arepa extrañando mi casa”.
Elena Rose
“Extranjero toda una vida como un extranjero con el acento propio de extranjero(…) Un extranjero nunca tendrá patria”.
Franco de Vita
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I
Escribo desde el fracaso, desde el dolor de tener siete años llevando un título para el que no me prepararon: una mujer migrante venezolana. Los recuerdos llegan a mí como balas, preguntándome por qué no disparó el tipo del colectivo que me interrogó aquella mañana de abril.
II
Catirita, fotos de las protestas en el celular, conversaciones con una política opositora, tuits en contra del gobierno. Tenía todos los requisitos para ser una enemiga del régimen, en esa cacería de brujas que se creó para que los colectivos nos identificaran. Amenazas, miedo a salir, depresión, días en cama. El barrio donde viví y crecí era ahora mi cárcel después de mi secuestro. Una invitación a un evento en Colombia me llevó a tomar la decisión de irme. Atrás quedó el Ávila, el mar, los recuerdos de infancia, la carrera, los amores, mis amigos, los restos de mis padres. Ahora era yo la que emigraba. El futuro que Antonio, mi padre, hizo para mí, se desvanecía mientras el autobús avanzaba. Él huyó de la dictadura de Franco, ahora yo huía del chavismo.
III
En la casa, de alguna manera u otra estuvo presente Colombia. Ana, mi madre, aprendió a preparar arepas de las manos de una mujer colombiana, también con ella conoció las telenovelas, el vallenato y a uno de sus amores platónicos: Carlos Vives. El gran amigo y socio de mi padre, el señor Julio, también era colombiano. En mi caso, de la larga lista de noviecitos del colegio, uno fue colombiano, el mejor estudiante del salón, irónicamente recuerdo el nombre de todos: David, Víctor, Andrés, menos el de él.
Colombia nunca fue algo ajeno, era como una extensión de Venezuela. Esa memoria dulce de la infancia fue un motivo. Nada podía salir mal, aunque mi madre en sus últimos años de vida me advirtió que nunca me mudara a ese país. No entendí su advertencia, tampoco las razones, además el terror de Pablo Escobar había desaparecido.
Algo que caracterizó a los migrantes que huyeron del franquismo fue el silencio, se llevaron a sus tumbas el dolor y los secretos. Sé que mi madre, como mujer migrante, sufrió mucho, era solitaria, triste, algo depresiva; su experiencia me hubiera ayudado tanto. Por su parte, mi padre mitigó su duelo migratorio con fiestas, mujeres y carros hasta que apareció el “virus rosa” en su sangre (VIH). Su único consejo fue este: “Debes aprender a sobrevivir sola”.
Al final del día, los migrantes estamos muy solos. Lo estuvo la niña migrante que fui y la mujer migrante que soy hoy.
IV
Llegué a Bogotá en septiembre de 2017, con una pequeña maleta con algo de ropa, libros y la máquina de escribir de mi padre. En esa máquina mi padre redactó las cartas que enviaba a Canarias. Lástima que dejé una foto de él en la plaza de Catia. En la parte de atrás de la fotografía, con un lapicero de tinta azul, escribió: “Venesuela es de todos”. Sí, Venezuela con “s”, porque los canarios no pronuncian la “z” como en la península y, bueno, su ortografía no era muy buena.
Debo confesar que emigré muy vulnerable, confié en los amigos que había cultivado en mis visitas por trabajo, confié en la esperanza de vivir en paz sin ser perseguida y sin la angustia de hacer largas colas para conseguir comida. Hasta que la narrativa de los medios de comunicación y las redes sociales cambiaron el imaginario de mis amigos y de las personas que antes me recibían con alegría: “Los venezolanos vienen a robar”, “los venezolanos nos quitan el trabajo”. Conocí en la piel de mis paisanos y en carne propia las cicatrices que deja eso que llaman la xenofobia. Cambié una violencia por otra.
V
Me sé casi de memoria la columna de la periodista Claudia Palacios publicada en el diario El Tiempo, en la que pedía a las migrantes venezolanas que dejaran de parir. Era apenas la punta del iceberg de la violencia que viven las mujeres migrantes en Colombia en las calles, en las consultas ginecológicas, violencias silenciadas e ignoradas hasta por los propios movimientos feministas.
En 2023, de acuerdo con el Observatorio de Feminicidios de Colombia, el 85,7 % de las víctimas de violencia de género fue contra las mujeres migrantes venezolanas. En cuanto a los femicidios, se registraron 34 casos. Las Naciones Unidas y Acnur han alertado que las cifras aumentan cada año. Cada vez que veo una noticia sobre el tema, espero no ver el nombre de una conocida o amiga, tampoco espero ser una más de las estadísticas.
VI
Juan Felipe
11 marzo de 2023
2:25 pm
“Son mujeres muy conectadas con su sexualidad, con mucho interés por su estética y cuidado propio. Generalmente con un buen físico y con muchas ganas de salir adelante por el contexto en el que viven”.
Juan Felipe
11 de marzo de 2023
2:38 pm
“Da la impresión de que te fastidia un poco la imagen de la mujer venezolana y te quieres alejar de ella. Sin embargo, nada de lo que dije es malo. Me causa curiosidad que quieras alejarlo tanto de ti”.
Esos fueron los mensajes que me envió por WhatsApp un hombre al que estaba conociendo cuando le pregunté sobre su percepción de las venezolanas. Y así es cada vez que conozco a alguien. Es cansino, agotador, abrumador que como mujer seas calificada como una mercancía solo por tu nacionalidad, sientes que no tienes nada para ofrecer.
En el último año y medio preferí dejar las citas o cualquier interacción con los hombres por salud mental y bienestar personal.
VII
Nací en un país donde nos hicieron creer que las mujeres venezolanas somos hijas de María Lionza y que somos guerreras, hasta que migramos solas, con nuestros hijos o parejas y vemos de frente la cara de la derrota. La vergüenza hace que lloremos en silencio, cuando en realidad queremos gritar nuestra soledad, frustración y también el cansancio de que nos llamen, casi a diario, “putas” o “roba maridos”.
Tampoco podemos dejar de lado que nos persigue el mito de las mujeres más bellas del mundo. Por eso relajamos nuestro arreglo personal, no solo porque no nos alcanza el dinero para invertir en ello, es para pasar desapercibidas: mientras más invisibles ante el ojo público, inconscientemente, nos sentimos más seguras.
En mi primer empleo en Bogotá, una de mis jefas en una reunión insinuó que recibió reportes que indicaron que mi comportamiento en un festival, donde me tocó acompañar a algunos autores de la editorial, fue inmoral e indecente. No le respondí, aunque debí hacerlo, pero sencillamente no quería perder ese ingreso que garantizaba mi subsistencia. Cuando salí, caminé unos metros, me senté en la acera a llorar y llamé a una amiga para contarle lo sucedido. Tiempo después, esa misma editorial trató mal a otros paisanos venezolanos, solo éramos útiles cuando pedían las becas al Ministerio de Cultura, que dentro de sus requisitos exigía la inclusión de poblaciones vulnerables; de resto, nos pagaban menos, tarde, nos hacían descuentos que no correspondían y debíamos aguantar toda clase de humillaciones.
VIII
Nunca fui fanática de celebrar mi cumpleaños; sin embargo, en esa oportunidad, el primero en Colombia, un hombre con el que salía me llamó para invitarme a cenar. Mala decisión tomada desde la soledad. Ya habían pasado cosas incómodas con sus compañeros de trabajo, creían que mis intenciones eran aprovecharme de él por mi condición.
Esa noche terminamos en su apartamento, discutimos. Yo dormí en el sofá, él en su habitación. Cuando amaneció, llegó la policía para sacarme. Por primera vez me ponían unas esposas, en teoría, para deportarme. Por fortuna, por llamarlo de alguna manera, los funcionarios me quitaron el poco dinero que tenía, me sacaron del edificio y me soltaron unas cuadras después. Prometí no celebrar más nunca mi cumpleaños, y así ha sido los últimos seis años.
IX
Recuerdo que amaba bailar, cantar. Me convertí en una mujer triste, llena de mucha rabia, no solo la mía, también llevo la rabia de tantas mujeres que se han acercado a relatar sus historias, una forma de extirpar ese dolor, de hacer catarsis.
X
En alguna ocasión leí que exteriorizar el exilio ayuda a vivirlo.
XI
Hay casi 3 millones de venezolanos en Colombia. Una vez un cronista colombiano me preguntó por qué los migrantes de mi país estamos tan aislados; no supe responderle. Pero es cierto, no hemos hecho comunidad, estamos concentrados en sobrevivir, ni siquiera las mujeres somos conscientes de que necesitamos una red de apoyo.
A veces, debo confesar, no quiero ver a mis amigos venezolanos porque en siete años no he progresado, no he podido ahorrar, tampoco tener un trabajo estable. No tengo nada bueno que contar, solo dolor. Nadie quiere escuchar a alguien hablar de sus duelos. No quiero ser juzgada, que me tilden de tener una actitud pesimista o de víctima, no quiero sentirme culpable de toda mi desgracia. Tampoco tengo dinero para salir, esa es a veces la verdadera razón.
XII
Cuando aún vivía en Venezuela, un viejo amor me dedicó su libro con estas palabras: “En Colombia, tu palacio de la felicidad”.
Hoy Colombia no es mi palacio de felicidad, es mi infierno.
XIII
Una tarde de domingo me encontré con un artista colombiano de Cali que estaba de visita en Bogotá. Mi intención siempre fue en el plano de la amistad, conversar de temas que nos preocupaban, además, tenía pareja.
Sin embargo, durante la conversación él se enfocó en lo sexual. Empezó por contarme que tenía una relación abierta, que en ese instante su esposa, bisexual, estaba con una mujer, y que ella sabía de nuestra reunión. Traté de procesar lo que me contaba, porque nunca le insinué otras intenciones. Insistía en que yo era de mente abierta, moderna y especialmente venezolana.
Si bien lo puse en su lugar, pagó la cuenta molesto y se fue. Fui al baño a llorar de la rabia ante la situación tan incómoda. De camino a casa, crucé un puente peatonal, que está en la quinta con calle 24, al fondo veía la Torre Colpatria iluminada con los colores de la bandera y la Biblioteca Nacional. Debajo del puente pasaban los autobuses del Transmilenio, detrás el Cerro de Monserrate. La oscuridad se apoderó de mí, quería sacar todo lo acumulado: la soledad, la rabia, la xenofobia, el machismo, lo único que pensé como alternativa viable era el suicidio.
Logré reaccionar. De esto se cumplirán dos años en octubre.
Pertenezco a una generación perdida, de gente muy talentosa y rota.
XIV
Una pregunta que odio es: “¿Eres feliz?”, como si emigrar fuera irte de viaje.
XV
He perdido el amor por la literatura, por los libros, aunque la venta de parte de mi biblioteca me ha ayudado a comer. Hasta ahora emigrar ha sido una suma de pérdidas. Quisiera volver a esa mujer que dejé en Caracas. Vivo condenada en una eterna nostalgia. Quiero salir de este abismo, pero no sé cómo.
XVI
Odio que la gente piense que una mujer migrante es fuerte, en realidad no es así. Cada día tengo menos fuerza para luchar y mucha incertidumbre ante el futuro.
XVII
En Colombia, han utilizado “veneca” para referirse de forma despectiva a las mujeres venezolanas. Y aunque sé que en Venezuela los jóvenes quieren resignificar la palabra a un equivalente de nuestro gentilicio, cuando te han insultado con esa palabra es difícil.
Hace tiempo un hombre me entrevistó para escribir una crónica para su maestría, la tituló Mi veneca favorita. Me pareció un bello gesto, pero lamentablemente en mi testimonio las cosas malas pesan más que lo bueno. Yo solo quiero irme de aquí.
XVIII
A veces he pensado en prostituirme. Cuando tomo el Transmilenio y pasa por la avenida Caracas con calle 19, veo a las prostitutas y pienso: ¿Y si me paro ahí y me pongo ese vestido corto guardado en el clóset que alguna vez compré por si me invitaban a una fiesta? Después recuerdo las crónicas que he escrito sobre las prostitutas venezolanas en la frontera con Cúcuta, aquella vez que Idartes nos hizo un recorrido por todo el barrio de Santa Fe (la zona de tolerancia en Bogotá), y vienen a mi mente los índices de femicidios.
No tener trabajo para pagar los meses de arriendo me llevan a la desesperación, también a la frustración de tener dos carreras universitarias y no poder hacer nada con ellas en este país. La mujer independiente que podía mantenerse sola en Caracas, en Bogotá no existe.
XIX
La soledad pesaba aún más en diciembre. Una amiga me escribió porque en su trabajo hicieron un almuerzo navideño. Ella llevó un pan de jamón y casi llorando me dijo: “Ninguno de mis compañeros lo probó”. A veces la xenofobia también está en esos pequeños actos de la vida cotidiana: compartir una comida, que critiquen tu acento, que quizás se burlen porque olvidaste que a la “parchita” aquí la llaman “maracuyá”.
XX
Me hubiera gustado escribir una historia más esperanzadora.
XXI
Rafael Cadenas escribió una frase que hemos adoptado como forma de esperanza: “Florecemos en un abismo”. En realidad me siento tan marchita, que me toca florecer en la derrota, aunque aún no encuentre el camino.
De esta experiencia migratoria, por ahora, tengo tres certezas: migrar es llorar cinco minutos al día, nadie muere de tristeza y el poema Derrota, de Cadenas, se ha convertido en mi mantra:
Yo que no he tenido nunca un oficio
que ante todo competidor me he sentido débil
que perdí los mejores títulos para la vida
que apenas llego a un sitio ya quiero irme (creyendo que mudarme es una solución)
que he sido negado anticipadamente y escarnecido por los más aptos
que me arrimo a las paredes para no caer del todo
que soy objeto de risa para mí mismo que creí
que mi padre era eterno
que he sido humillado por profesores de literatura
que un día pregunté en qué podía ayudar y la respuesta fue una risotada
que no podré nunca formar un hogar, ni ser brillante, ni triunfar en la vida
que he sido abandonado por muchas personas porque casi no hablo
que tengo vergüenza por actos que no he cometido
que poco me ha faltado para echar a correr por la calle
que he perdido un centro que nunca tuve
que me he vuelto el hazmerreír de mucha gente por vivir en el limbo
que no encontraré nunca quién me soporte
que fui preterido en aras de personas más miserables que yo
que seguiré toda la vida así y que el año entrante seré muchas veces más burlado en mi ridícula ambición
que estoy cansado de recibir consejos de otros más aletargados que yo («Ud. es muy quedado, avíspese, despierte»)
que nunca podré viajar a la India
que he recibido favores sin dar nada en cambio
que ando por la ciudad de un lado a otro como una pluma
que me dejo llevar por los otros
que no tengo personalidad ni quiero tenerla
que todo el día tapo mi rebelión
que no me he ido a las guerrillas
que no he hecho nada por mi pueblo
que no soy de las FALN y me desespero por todas estas cosas y por otras cuya enumeración sería interminable
que no puedo salir de mi prisión
que he sido dado de baja en todas partes por inútil
que en realidad no he podido casarme ni ir a París ni tener un día sereno
que me niego a reconocer los hechos
que siempre babeo sobre mi historia
que soy imbécil y más que imbécil de nacimiento
que perdí el hilo del discurso que se ejecutaba en mí y no he podido encontrarlo
que no lloro cuando siento deseos de hacerlo
que llego tarde a todo
que he sido arruinado por tantas marchas y contramarchas
que ansío la inmovilidad perfecta y la prisa impecable
que no soy lo que soy ni lo que no soy
que a pesar de todo tengo un orgullo satánico aunque a ciertas horas haya sido humilde hasta igualarme a las piedras
que he vivido quince años en el mismo círculo
que me creí predestinado para algo fuera de lo común y nada he logrado
que nunca usaré corbata
que no encuentro mi cuerpo
que he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme, barrer todo y crear de mi indolencia, mi
flotación, mi extravío una frescura nueva, y obstinadamente me suicido al alcance de la mano
me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros y de mí hasta el día del juicio final.