El cine, como medio de expresión artístico, siempre ha servido para contar historias en las que se retrata la realidad en todas sus aristas. Lo bueno y lo malo, lo oscuro y esperanzador, lo crudo y lo aspiracional, pero sobre todo, la inmensa diversidad de culturas y espíritus que integran la humanidad. Por eso, conocer el cine autóctono de un país es una ventana para adentrarse en sus fronteras sin pasaporte, y aprender la forma en la que viven (o sobreviven) sus habitantes.
En el caso de Venezuela, ya en 1950 se asomaba un interés por reflejar las condiciones reales de vida de su clase obrera con cintas como La escalinata. En la década de los sesenta, cineastas como Román Chalbaud ponen al barrio, el crimen y las desigualdades sociales de la recién nacida democracia como su foco, algo que explotaría toda una generación de creadores en los setenta y ochenta con el Nuevo Cine Venezolano.
Por décadas, el cine venezolano estuvo fuertemente vinculado a tramas que hablaban sobre la corrupción y la criminalidad, en un país que veía exactamente lo mismo en los noticieros. Sin embargo, con el tiempo nuevas generaciones comenzaron a explorar nuevos géneros y temáticas, y con ello distintas formas de contar al país sin perder el foco en la realidad.
Esto les ha permitido a sus directores sortear las dificultades de una Venezuela muy diferente a la que cuestionó Chalbaud, con una emergencia humanitaria compleja que potencia los embates de la pobreza extrema, crisis de servicios públicos y una de las tasas de inseguridad más altas del mundo. Todo esto sumado a un ambiente de represión y tensión política, de la que cintas como Esclavo de Dios (2013), El Inca (2017) e Infección (2019) fueron testigos. Aun así, esto no ha detenido al cine de seguir siendo espejo de la realidad venezolana.
Tiempos violentos
En los últimos 15 años, películas como Hermano (2010), de Marcel Rasquín; Pelo Malo (2013), de Mariana Rondón; o Azul y no tan rosa (2013), de Miguel Ferrari, marcaron el inicio de una etapa de reconocimiento para el cine venezolano en festivales internacionales. También un cambio de aires, donde las historias de sus personajes se centran en lo personal, mientras el país emerge en un plano más circunstancial, asomando su realidad en el contexto hostil en el que se desarrollan.
En entrevista para El Diario, el periodista cultural Humberto Sánchez Amaya mencionó algunas de las películas que considera que han retratado bien a la sociedad venezolana y su contexto en la última década. Una de ellas es Piedra, papel o tijera (2013), dirigida por Hernán Jabes. En este drama se cuentan las historias de dos parejas con estratos sociales y problemas diferentes, pero que se cruzan ante una situación para entonces común en el país: los secuestros.
“Este filme, además del bien usado recurso cinematográfico de Hernán, cuenta con un guion donde se demuestra la vorágine canibal de un país exacerbado por su criminalidad. Siento que Hernán unió de forma magistral la repercusión familiar con los sueños de juventud frustrados y las consecuencias de la violencia”, comenta.
Si bien Caracas en su momento llegó a ser catalogada por varios años como la ciudad más violenta del mundo, este problema se extendió por todo el país, y especialmente en sus zonas fronterizas. En este sentido, Sánchez Amaya destaca la cinta El Regreso (2013), documental dirigido por Patricia Ortega a partir de la masacre de Bahía Portete, ocurrida en la Alta Guajira colombiana en abril de 2004, y en la que un grupo paramilitar asesinó a 12 personas en un campamento wayuú, provocando además el desplazamiento forzado de sus habitantes a Venezuela.
La cinta de Ortega sigue a Shüliwala, una niña sobreviviente de 10 años de edad que escapa sola, sin familiares, hacia el estado Zulia, pasando por poblaciones como Quisiro (municipio Miranda) hasta Maracaibo, donde sufre el choque cultural y la situación de vulnerabilidad en la que se encuentran muchas etnias indígenas en el país. “Patricia logró sintetizar el drama socioeconómico de la Guajira (colombiana y venezolana) a través de los ojos de la niña”, agregó.
Otras visiones
Sánchez Amaya, quien es el presidente del Círculo de Críticos Cinematográficos de Caracas (C4), incluyó en su lista cintas que tratan temas más específicos y complejos que afectan a grupos enteros de personas, y se cruzan transversalmente con las crisis nacionales. Una de ellas es El silencio de las moscas (2014), documental dirigido por Eliezer Arias sobre un problema oculto entre la amenidad de las montañas de los Andes: las altas tasas de suicidio de sus habitantes.
“Suele asociarse siempre los Andes venezolanos con lugares de ensueño, de distensión, lejanos a toda la hostilidad de la ciudad. Sin embargo, los pueblos que nos retrata Eliezer en este documental son insospechadamente turbulentos y nos habla de una serie de trastornos mentales, de ideas y suicidios cometidos en comunidades con unos datos impresionantes”, reseñó.
Igualmente, destacó a Está todo bien (2018) de Tuki Jencquel, un documental que exhibe con crudeza el colapso del sistema de salud pública de Venezuela con la escasez de medicamentos, el deterioro de los hospitales y el drama de médicos y pacientes por sobrevivir en este entorno. “Profundiza en cómo fue mellando la calidad de vida desde la perspectiva de la ausencia de una salud asequible para la población”, precisó.
Un año antes, Rubén Sierra Salles estrenó Jazmines en Lídice (2017), basada en la obra teatral escrita por Karin Valecillos. La autora se inspiró del testimonio de 54 madres que perdieron a sus hijos en el contexto de la violencia y la delincuencia, y a partir de allí esboza una historia de sororidad en la que un grupo de mujeres se une a través del dolor y el duelo para sanar.
Nuevas realidades
El cine venezolano de los últimos cinco años también ha estado marcado por importantes producciones que buscan retratar a un país en constante cambio. Tal es el caso de Simón (2023), ópera prima de Diego Vicentini. Cuenta una historia con doble trasfondo: por un lado, el de los venezolanos en la diáspora que mantienen al país en sus pensamientos y no terminan de adaptarse a su nueva realidad; y por el otro, a la cruda represión vivida durante las protestas ciudadanas de 2017, y las violaciones de derechos a las que son sometidos los presos políticos durante el gobierno de Nicolás Maduro, y que han sido corroboradas por organismos internacionales como las Naciones Unidas.
Esto ha sido particularmente notorio en el cine documental, donde destacan obras como Érase una vez en Venezuela, Congo Mirador (2020), de Anabel Rodríguez Ríos. Allí se muestra la vida de un pueblo asentado sobre las aguas del Lago de Maracaibo, cuyos habitantes se mantienen resilientes a pesar del olvido, la corrupción y la contaminación que ha llevado a muchos de ellos a abandonar sus hogares.
Más recientemente es el caso de Niños de Las Brisas (2024), de Marianela Maldonado. Sigue a un grupo de niños de un barrio pobre de Valencia, estado Carabobo, que aspiran superarse usando la música como parte del Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela. Sin embargo, cuando crecen, la realidad económica y social del país comienza a frustrar ese futuro brillante, aunque los jóvenes se aferran a sus sueños.
Desde afuera
La periodista Catherine Medina señaló en entrevista para El Diario que un rasgo distintivo de la generación actual de directores es que muchos son producto de la migración. Lejos de ser algo negativo, dijo que aprovechan la distancia para crear con mayores licencias artísticas, o para obtener un mejor financiamiento en coproducción con otros países, ante el deterioro de las instituciones encargadas de subsidiar películas en Venezuela.
Menciona el caso de Jezabel (2022), dirigida también por Hernán Jabes. Más allá el giro policial de su historia, resaltó la forma en la que retrata la falta de orientación de la juventud, encarnada en un grupo de adolescentes que, en plenas protestas de 2017, se enfrascan en el hedonismo y la superficialidad sin fijarse en los problemas a su alrededor. Agrega a su vez la impunidad, como una constante en la sociedad venezolana que parece trascender gobiernos.
La también vicepresidenta del C4 señaló el caso de Hambre (2023), de Joanna Cristina Nelson. A través de sus dos protagonistas, aborda la migración como el zeitgeist de toda una generación de venezolanos que alguna vez ha pensando en irse del país o lo ha hecho. Este dilema entre emigrar o permanecer y luchar por un cambio asoma además temas como la desigualdad social y la corrupción.
Una mirada interior
Una película en la que coincidieron Medina y Sánchez fue Yo y las bestias (2021), de Nico Manzano. Aunque a simple vista el relato intimista de un músico que se encierra a componer acompañados por sus musas en la forma de dos seres extraños no parece decir mucho de la realidad venezolana, esta se manifiesta en los detalles. Pequeños guiños que esbozan la cotidianidad de un ciudadano cualquiera que padece la crisis de los servicios públicos, la pérdida de poder adquisitivo y la distimia en la que está sumergida la población.
Sánchez Amaya opinó que con su tono “lúdico y onírico”, la cinta está cargada de referencias a grandes artistas plásticos venezolanos, además de ser un giro completamente inédito de la situación socioeconómica del país a través de la perspectiva de un creador. Refleja a su vez los conflictos de una generación joven que intenta crear y vivir de sus sueños pese a vivir en un entorno tan hostil.
Por su parte, Medina ve la cinta como la viva imagen del estado de la cultura en Venezuela, y lo que cuesta hacer cualquier trabajo creativo bajo el contexto actual. “Es una bella película para reflexionar no solamente sobre lo que somos, sino cómo tratamos a nuestros artistas y en qué situación está el arte en este momento. Es estéticamente preciosa”, completó.