Cada una de las vertientes del arte se construye a partir de la codificación que realiza el individuo de la realidad.

Miramos, removemos los escombros de lo real y enfocamos, dando vuelta al telescopio, hacia los pequeños signos imperceptibles en la rapidez del tiempo. Pero, igualmente, la creación tiene que estar sometida a un tiempo de espera, a la reflexión constante de lo visto y, ante esa enmarañada imagen, someter el detalle. 

Un profesor un día me comentó, junto a mis amigos, una anécdota que había vivido en su etapa estudiantil con el escritor venezolano Eduardo Liendo.

Al mirarnos al rostro, en nuestro jovial deseo de escribir con la mayor potencia posible pero, al mismo tiempo, con el miedo de entregar palabras sosas, inertes, muertas antes de haber nacido, nos dijo que el oficio de la escritura, según Liendo, estaba en las nalgas, no en las musas.

Esperar la nebulosa de la creación, de la dicha inspiración que nace en la mirada extraviada, es, como menos, perder el tiempo en el arrebato de la palabra. 

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El oficio de la escritura, muchas veces injuriado, ocurre en el momento que te sientas, tomas un lápiz, una libreta y escribes sin parar o, también, cuando miras el monitor de la computadora y tus dedos comienzan a tiritar encima del teclado.

Después vendrán las correcciones, los pedazos cortados que dejan sin partes al texto, la remoción de los apéndices innecesarios del lenguaje, pero, en primera instancia, es imperante no sentarse a esperar, sino a escribir. 

Roberto Bolaño, el laureado escritor chileno que emprendió el camino de los detectives salvajes por la polvareda del desierto de Sonora, comentó una vez que la escritura llegó en el momento de mayor dificultad en su vida, cuando estaba encerrado en una pequeña cabaña, compartiendo cartas con el poeta Enrique Lihn y, con la pesadez de la pobreza, escribiendo para comer.

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Comenzó escribiendo poesía, “cuando la apuesta era de vida o muerte”, para entender el lenguaje que algún día iba a atacar con fuerza. 

Desde las entrañas de la vida poética que comprende, entre todas las imprecaciones vividas, el sentido máximo de la escritura se puede entender que el oficio aparece cuando se problematiza, cuando se sienta el individuo a plasmar con el grafito —por decirlo de alguna manera—el eterno flujo de la conciencia. 

Entonces, la creación, muchas veces entendida como un chispazo de suerte imaginativa, es la consecución de una reflexión activa sobre lo que ocurre en el mundo.

Por eso, mucho antes del discurso de Bolaño, hubo un verano que nunca sucedió y que fue el primer ápice para la idea de una novela icónica en la humanidad. 

En 1816, Percy y Mary Shelley decidieron pasar el verano en Suiza, pero el cielo se tornó gris durante todo ese tiempo y las lluvias en la ciudad de Ginebra diluían todo disfrute al aire libre.

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En ese instante de la historia la pareja, conformada por dos grandes exponentes de la literatura, se encontraron con Lord Byron. El impoluto Don Juan de la literatura romántica alquiló una cabaña en Villa Diodati, ubicada a las orillas del río Leman e invitó, como era de esperarse, a la familia Shelley y a John William Polidori.

En esa cabaña, junto a la novia de Byron y uno que otro invitado ocasional, todos participaron de un desafío para aniquilar el aburrimiento de la noche y reavivar las conversaciones del día: escribir un relato de terror.

Las penumbras de la casa acaecían, la oscuridad interrumpida por los relámpagos del “nuevo invierno” y, claro está, el encierro, fueron los primeros bastiones de una noche de gran producción literaria.

Luego, cualquier aficionado de la literatura pudo haber pensado que esa noche los grandes relatos estarían en manos de Byron y Percy Shelley, los poetas más representativos del romanticismo, pero no, el destino se torció y el miedo, como la emoción pura de cada uno de los cuentos, apareció en El Frankenstein de Mary Shelley y en El Vampiro de Polidori. 

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Ambas obras, nacidas en el seno de un encierro, son parte primordial de la cultura humana, de la reflexión del individuo ante su creador y de lo extraño como parte de lo natural.

¿Fue el encierro el primer factor para la idea? ¿Quizás el miedo ante el cielo impregnado de azufre? ¿O, simplemente, el hecho de escoger un tiempo de quietud, en el cual la espera se enfrenta al ser humano y la única acción posible es la reflexión?

No lo sabremos, pero al reunir lo dicho y lo escrito podemos encontrar que no hay palabra que nazca de la nebulosa de lo abstracto. Al contrario, todo tipo de creación ocurre a partir de la reflexión del instante vivido o imaginado.

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