La muerte de un escritor famoso siempre pone a sus lectores frente a dos perspectivas: la de la expectativa de sus obras completas y la de la tristeza de que nunca más recibiremos de él un texto nuevo. En algunos casos, ya sin la mirada de acero de su autocrítica, salen de las gavetas o de las carpetas encriptadas de la computadora, esbozos, bocetos, escritos inconclusos o terminados, pero que nunca vieron la luz ni gozaron de la fortuna de sus hermanos empastados e impresos en tinta. El silencio, pues, es lo que intenta desmadejarse, por su marca indeleble de ausencia. En forma de legado, de furtiva infidelidad, las editoriales suelen combatir ese vacío repentino, saqueando cajones o viajando al pasado, a los tiempos en que la fama era apenas un sueño y las palabras dormían en el lecho de lo desconocido.

Para la gran mayoría de sus lectores, el deceso del novelista español Carlos Ruiz Zafón llegó como una sorpresa. Ese pérfido y traicionero villano, que es el cáncer, se le apareció de repente, como su siniestro Andreas Corelli de El juego del Ángel, en 2018, y Ruiz Zafón le plantó cara como sus héroes de ficción, desde la indefensión esencial que signa a sus Daniel Sempere o David Martín, lectores y escritores simplemente, pero tenaces y valientes, con sus mejores armas: los libros y las palabras. En 2020, libró la última batalla y se fue con el misterio y la desolación por herencia con que lo hicieron su Julián Carax, y Nuria Monfort, ambos en La sombra del viento.  

Pero como ya había construido el Cementerio de los libros olvidados, esa biblioteca mágica e infinita donde se guardan aquellos libros que quieren preservarse del tiempo, sus editores tuvieron el ingenioso recurso de acudir a él y apropiarse de algunas de esas inconclusiones, olvidos o sombras consignadas en su laberinto y con ellas componer un hermoso libro póstumo que no solo preserva la memoria de su autor, sino que lo hace susceptible de volver a aparecer, otra vez sin aviso, como cualquiera de sus personajes, desmintiendo obituarios y lutos, abriendo y cerrando puertas y pasadizos de sus amados y obsesionantes laberintos.

Eso es La ciudad de vapor, un pequeño volumen de destellantes relatos, donde a la brevedad contundente se une el maravilloso reencuentro de su estilo sensual y gótico, de su imaginación siempre al servicio de la sorpresa, y de sus sombras familiares que creímos atrapadas y conclusas en las copiosas páginas de su tetralogía del Cementerio de los libros olvidados.

La ciudad de vapor, de Carlos Ruiz Zafón: el retorno al laberinto
Libro de Carlos Ruíz Zafón

Laberinto de obsesiones

Lo que quizás olvidamos es que el laberinto es su constructo favorito y que muchas veces nos lo dijo: al de mis novelas se entra y sale por cualquiera de sus múltiples puertas. Y esa es efectivamente la experiencia que obtenemos al embarcarnos en los gratificantes cuentos de La ciudad de vapor. Recorremos los recovecos del Cementerio y nos asomamos al origen de las historias ya conocidas o vislumbramos el diverso desenlace o la peripecia por la que no se decidió y se convirtió en otra historia. Incluso en la exploración logramos abrir la puerta del tiempo y ser testigos del nacimiento del laberinto mismo.

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Se trata de una compilación, de textos inéditos, junto con otros publicados en diarios, revistas y ediciones no venales, es decir, no comercializadas, con relatos de Ruiz Zafón, que nos lo muestran en dominio absoluto de la narración breve, comprendidos entre 2002 -el año de su boom con La sombra del viento- y el fatídico año pasado. Van por lo tanto bordeando la construcción íntegra del Cementerio de los libros olvidados, y efectivamente algunos de ellos evocan temas, reproponen a personajes, dan giro a historias ya conocidas de la tetralogía o dejan soplar una luz sobre eventos, lugares y leitmotiven presentes en su obra magna. Completan, en todo caso, el perfil de un escritor fidelísimo a sus obsesiones, de entre las cuales Barcelona y la biblioteca laberíntica son los dos grandes puntales de su universo. 

La magnética y concentrada índole de los cuentos de La ciudad de vapor hacen muy difícil escribir esta nota sin revelar secretos, arruinar misterios o hacer los odiados spoilers. Como si al laberinto quisiéramos ponerle señales de tránsito y derrumbar la experiencia de perdernos y reencontrarnos en él.

A través de la niebla

Así que intentaremos hablar de la pulpa de este libro sin referirla ni hacer atisbos de ella. La primera llave de la que debemos hacernos es la de la indulgencia. La procedencia variada en el tiempo de todos estos relatos provoca que algunos de ellos colidan cronológicamente -en el universo de ficción ruizafoniano, quiero decir- con las coordenadas temporales a través de las cuales recorrimos El cementerio de los libros olvidados. Las narraciones donde reaparece David Martín, el escritor protagonista de El juego del ángel y nervio conductor de casi todo lo que ocurre en la tetralogía del Cementerio no coinciden temporalmente con las referencias históricas en las novelas, con lo cual el efecto de vinculación, de “precuela” que prometen estas se descuaderna un poco. Por ejemplo, en El juego… su narrador protagonista dice, al iniciar la novela, que tiene 17 años en 1917, pero en La ciudad de vapor, el cuento “Sin nombre” parece narrarnos el nacimiento de este personaje clave, y lo sitúa, en su mismísimo pórtico, en 1905, es decir, cinco años después de la fecha certificada en la novela, precedente en publicación. En lugar de estas precisiones, encontramos una deliciosa recurrencia en uno de los subtemas omnipresentes en la novelística de Ruiz Zafón, el nacimiento de la ilusión amorosa. Como a Daniel Sempere con Clara Barceló, o a David Martín con Cristina Sagnier o a Fernandito con Alicia Gris, volvemos a ver al segundo de esta lista, ahora con ocho años apenas, colgándose del aire por Blanca, criatura semifantasmal, delicada y oscura, que lo dejará en medio del dolor precoz, corriendo detrás de un carro antiguo, a comienzos del siglo XX. Así, el tópico de la mujer ángel, sin embargo, más abismo que redención, se termina de concretar como imagen nuclear del universo romántico-gótico de las narraciones del escritor catalán.

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“La ciudad de vapor”, de Carlos Ruiz Zafón: el retorno al laberinto
Carlos Luis Zafón

Una sugestiva derivación se hace protagonista de uno de los cuentos más magnéticos del volumen: Una señorita de Barcelona, que reutiliza la confección de la Barcelona de inicios del siglo pasado en esa ciudad gótica, poblada de casas insondables y personajes enmascarados de sombras fascinantes para plantearnos un atractivo juego sobre los tránsitos de la vida a la muerte y viceversa y la transferibilidad de las personalidades, a través de una niña venenosamente hermosa que asume la ausencia de los cadáveres de los seres queridos de los personajes que la solicitan, desahuciados de la memoria.

Hay cuentos que surgen de párrafos sugerentes de las novelas de la tetralogía, como Rosa de fuego, que viene de un momento intrascendente de El juego del ángel, pero que alcanza aquí una resonancia doble, pues su título lo vincula con la novela de donde se origina. Mas, el epígrafe ficticio que lo abre, remite a una de las narraciones imposibles, imaginadas por el torturado personaje de David Martín durante su estadía en la mortífera cárcel de Montjuic en El prisionero del cielo, la tercera novela del ciclo.

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Sin embargo, la sorpresa es mayor cuando al leerla se nos traslada a una indefinida época medieval, donde intervienen los antepasados de los libreros Sempere y empieza a nacer la historia del laberinto-biblioteca, gran aleph de toda la tetralogía. Aquí lo gótico se marida felizmente con lo fantástico, género siempre sugerido en las narrativa ruizafoniana, pero infrecuentemente cristalizado.

La tenaz niebla de la Barcelona precontemporánea y su fantasmagoría retornan en Leyenda de Navidad, relato gótico donde los haya, de nuevo entreverado de lo fantástico y mágico, que se atreve a recorrer esa espalda abismalmente siniestra que tiene, aunque nunca nos lo confesemos, la Nochebuena, y que Dickens fundó para nosotros indeleblemente. Encontraremos en él otro de los involuntarios defectos de la edición: los personajes que con idéntico nombre, pero distinto perfil y función, deambulan entre uno y otro cuento. Ojo al pasadizo entre este y Hombres de gris, que nos devuelve, en una perfecta recreación noir de los héroes moralmente minados de las novelas (y películas basados en ellas) de Dashiell Hammett o Sam Spade, a lo mejor de El laberinto de los espíritus: la lucha entre el bien y el mal protagonizada por policías/investigadores y criminales/sicarios, y la sutilísima línea que los diferencia.

La mujer ángel

Podríamos quizás afirmar que los mejores escritores son aquellos fieles a sus obsesiones, o nosotros los lectores los juzgamos tales por convertir en nuestras las suyas, y que estarlas persiguiendo y encontrarlas puntualmente, nos lo corrobora. Así percibimos a Ruiz Zafón. Su fijación con las mujeres angélicas y abismales a la vez (Eso son, ya lo dijimos, Clara Barceló, en La sombra del viento, o Cristina Sagnier, en El juego del ángel) se halla dispersa por su obra, e incluso mixturada con otro perfil de heroina: del fantasma de Clara, Daniel Sempere salta al amor de su vida: Beatriz, cuyo nombre con resonancias dantescas no escapa a nadie. Cristina (con el componente crístico en sus sílabas) permite la llegada de Isabella, punto de interseción entre los dos tiempos e historias de la tetralogía; pero quien vendrá a desmadejar la trama que sus protagonistas masculinos no pueden y dará la batalla final en el centro del laberinto se llama nada más y nada menos que…Alicia: referencia, ya no solo a los recovecos oníricos y un tanto perversos de Lewis Carroll, sino a algunos de los laberintos más célebres del cine desde Welles hasta los Hermanos Wachowski pasando por Terry Gilliam y Tim Burton.

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Pues sí, Ruiz Zafón nos permite volver a soñar con su heroína Alicia Gris, en la estampa infantil de Alicia al alba, cuento que precede a otra genialidad del género breve: La mujer de vapor, cuyo protagonista, en su extravío, retorna incesantemente a la compañía de una emblemática “Laura”, como la imaginada por el febril Petrarca. ¿Y cómo se llamaba la musa de Garcilaso de la Vega? Isabel (Isabella).

Dos maravillas barcelonesas cierran el volumen: una, homenaje al arquitecto de la ciudad condal: Antoni Gaudí, con mito fáustico y femme fatale incluídos; y una joya en miniatura, inmejorable cierre de esta colección de cuentos póstumos de Ruiz Zafón: Apocalipsis en dos minutos, verdadero ars poética de la narrativa breve.

Pero el auténtico corazón de La ciudad de vapor, en realidad una novela corta o short story, en la acepción anglosajona, es el relato del que, so pena de lesa literatura, no puede revelarse ni hablarse casi nada. Su título es casi una declaración de principios: El Príncipe de Parnaso, y de él solo diré, mordiéndome la lengua, que involucra y asocia al ancestro Sempere, a Andreas Corelli -el Mefistófele de El juego del ángel-, a Miguel de Cervantes, a Francesca da Rimini (siguiendo la pista de las asociaciones fémino-angélicas señaladas arriba), a Don Quijote y a Sancho Panza, en una emocionante aventura metaliteraria.

Carlos Ruiz Zafón probablemente ya no escriba nada más, pero La ciudad de vapor es el resorte mágico para volver a encontrarnos con él, como el libro al que guardamos en lugar seguro, en el centro del Cementerio de los libros olvidados. 

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