- El equipo periodístico de El Diario recorrió las trochas de la frontera colombo-venezolana para documentar cómo funciona el tránsito de migrantes, el contrabando de cobre y cómo las empresas criminales funcionan en coordinación con funcionarios del Estado venezolano
El recorrido comienza en el mismo lugar donde para otros termina: la entrada a la selva que une a Venezuela con Colombia. El calor puede llegar a ser sofocante. La temperatura se eleva hasta los 40 grados en la trocha Los Mangos, uno de los caminos ilegales que conecta ambos países.
La región es árida, pero la mayoría de los migrantes que transitan a diario por esta zona han moldeado el terreno a su favor y no temen que sus pies se pierdan en la tierra que levantan al caminar.
La cámara se muestra en el lugar y los rostros se esconden en movimientos casi similares. Adentrarse en una trocha es pasear entre la miseria encarnada en los que ahí trabajan, mientras que el peligro se esconde en cualquier matorral. Es caminar por un laberinto de maleza, donde los migrantes llevan maletas que les doblan las espaldas.
Los caminos son impracticables y el olor a excremento es insoportable. Y, entre el olor fétido, se desprende el negocio del cobre que se desprende del contrabando de piezas usadas de carros.
Para llegar a Los Mangos se deja atrás La Parada y la autopista que conduce hacia el centro de Cúcuta, una vía inundada de autobuses y taxis en ambas direcciones. Los primeros van llenos, los segundos vacíos. Van como una fila de orugas. A la vista de todos, bajo la vigilancia de grupos paramilitares, se puede acceder a la trocha más común en la zona.
Existen varias entradas, una de ellas se conecta detrás de un deshuesadero de carros. Detrás un mar de monte, que redobla a un hombre de dos metros, aparece el río Táchira.
Al otro lado está el territorio venezolano donde se deja ver una extensa llanura de tierra tomada por los paramilitares. El terreno sería plano si no fuese por los huecos que muerden la superficie. El sitio es testigo de una guerra declarada que libran por el poder de la zona. En cada zanja, una docena de trabajadores luchan contra la corriente del río, pero las cámaras no son bienvenidas.
—¿Puedo grabar aquí?
—Sí, pero no te acerques al río porque pueden empezar a dispararte. No sabemos quiénes podrían estar ahora en el lado venezolano.
Sobre todo, los funcionarios colombianos insistieron, en que no debía mirarles a la cara si un hombre uniformado de verde y con una pañoleta roja se cruzaba en nuestro camino. Es el Ejército de Liberación Nacional (ELN) que también patrulla el lado venezolano con toda la potestad de un funcionario del Estado. Los caminantes que pagan para cruzar las trochas esperan ser tan invisibles por el profundo temor que a los civiles armados en la frontera. Las personas saben que el castigo por hablar sobre los pasos ilegales no es una paliza, es el asesinato.
Los grupos armados también deciden quién trabaja y quién no. Ellos tienen la potestad de elegir si una persona ya no debe trabajar más en sus filas. Si uno pregunta a las personas que cruzan la frontera por qué dejaron todo para adentrarse en el incierto camino hacia Colombia, se recibe una única respuesta: violencia y pobreza. Cada persona, después, tiene su propio drama personal.
Un joven de gorra tejida, piel clara y mochila en la espalda trepa para poder cruzar el río Táchira. Echa un vistazo hacia su alrededor. No se decide. A su lado, otro hombre también con gorra, camiseta negra y una enorme bolsa lleva cinco minutos pensándolo.
Están cansados, sudorosos, adoloridos, decepcionados. Llevan cinco días en ruta. Toman aire y continúan su camino con la esperanza de algún día llegar.
Un hombre es el que conoce a cada rostro que pasa por la trocha. No quiso revelar su nombre. Es delgado, de hablar suave y mirada dócil, alrededor de su cabeza orbitan decenas de moscas. Él las espanta con las manos, pero los insectos regresan, dan varios giros y finalmente se posan sobre su piel sudorosa.
La cicatriz que marca su cara es ancha, desgastada por el calor a la que es sometida a diario sobre su puesto de chupetas que da la bienvenida a la trocha. Uno imagina, al verlo que esa marca podría haberse generado tras un enfrentamiento en la zona. O quizás, era un paramilitar, de aquellos que se dejaron seducir por los cantos de sirena del gobierno venezolano.
Muchos de estos hombres no conocen otro ambiente que la selva y su humedad sombría. La verdad es que ninguna de las anteriores hipótesis era la causa de la cicatriz. Probablemente nunca la sabremos, porque el hombre nunca quiso emitir ni un solo juicio de su vida. Solo sabemos que huyó de Maracay, estado Aragua.
Un hombre lucha contra la corriente del río para llegar al territorio venezolano. En su carretilla lleva manzanas de tonos amarillentos y peras verdes. Todos las semanas cruza la trocha por ese motivo: que los niños de una escuela primaria de San Cristóbal puedan merendar una manzana.
Nadie ve, nadie dice nada
Los policías colombianos que a diario realizan recorridos por la zona lo catalogan como un informante. En los silencios que deja en cada pregunta hecha por nosotros, asoma el temor por su vida porque hablar se paga con sangre derramada.
En el camino, unos murmullos se escucharon dentro del matorral. Estaban consumiendo droga. La golpiza por parte de funcionarios de la Policia de Colombia vino después.
Sobre la orilla, distribuidos sobre los pasos ilegales que hasta el momento se han identificado, hay policías y militares con la mirada fija hacia el otro lado del río, mientras que los guerrilleros observan de manera omnisciente a través de gariteros. Algunos hacen guardia o pasan contrabando de cobre para pasar desapercibidos.
En los alrededores, entre la naturaleza que bordea los caminos, comienzan a aflorar los primeras señas de que alguien vigila desde el otro lado del río. A unos escasos metros, policías y militares comienzan a aparecer. Detrás de ellos, personas que cargan equipaje salen de los arbustos, cruzan el camino y se esconden de nuevo entre la maleza.
Las trochas no son caminos demarcados; los mismos migrantes las van abriendo a su paso. Son laberínticas, llenas de charcos, complejas. En cuestión de segundos cualquiera puede perderse.
Los “chatarreros”, como se les conoce a las personas que contrabandean cobre, intentan mantenerse en pie mientras sostienen piezas de carros que han sido desvalijados.
El sigilo vale oro, y no pueden ser vistos por los agentes colombianos.
Solo hacen falta unos minutos en silencio y afinar la mirada para percatarse de que en el lado venezolano hay personas. En su mayoría, hombres que cubren con camisas sus rostros.
Los funcionarios de la Policu00eda de Cu00facuta comentan que los grupos armados se enfrentan diariamente, con el fragor de los disparos, para demostrar el control sobre territorio. Otra razu00f3n, segu00fan los funcionarios de la Policu00eda, es mantener el negocio de u0022cobrar un pasaje pasar por los caminos mu00e1s recu00f3nditos.
Se dice que cobran entre 15.000 y 20.000 mil pesos colombianos (equivalente a 5 dólares) por migrante y que ese pago solo les garantiza un cruce. De ahí muchos de ellos se han quedado atrapados en las trochas del lado colombiano intentando pasar de cualquier manera. O se encuentran con otro de grupo armado de extorsión. Entonces deben dar la vuelta y regresar a Venezuela.
Quienes se atreven a cruzarlas lo hacen, principalmente porque están desesperados por irse de Venezuela y no tienen la documentación necesaria para pasar por el puente, o porque su trabajo lo requiere: venden frutas, artesanías o chatarra en Colombia para traer de vuelta los víveres que no consiguen en su país. Otros, simplemente recurren a ellas para evitar la fila que usualmente se hace en el puente.
Sin embargo, la guerrilla conformada por el ELN frecuenta las orillas del río. Cada uno con sus intereses económicos y sus maneras de “deshacerse” de aquello o de aquel que les molesta. Es difícil estimar la cantidad de gente que ha desaparecido, que ha sido asesinada, torturada, violada, y descuartizada en los caminos de polvo de cada una de las trochas.
Otro agravante es el aumento de las desapariciones dentro de estos pasos ilegales. Ninguno reclama los cadáveres. Lo que implica, por ejemplo, que muchos cuerpos de colombianos estén en fosas comunes enterrados en los cementerios de Ureña o San Antonio de Táchira, incluso muy cerca en los terrenos donde finalizan las trochas.
A pesar de la presencia de la fuerza pública, las condiciones topográficas y la masividad del flujo migratorio ilegal sobrepasan la capacidad de las autoridades colombianas de controlar los 143 kilómetros que mide la frontera con Venezuela en el área metropolitana de Cúcuta.
Las personas no dejan de pasar. Se escabullen fácilmente. Y cuando salen victoriosos de la trocha, atraviesan varios potreros que conducen al casco urbano de La Parada, el lugar donde podrán camuflarse entre los que cruzaron legalmente.
Cuando llegan a la calle, los migrantes se dispersan rápidamente. Mientras tanto, los que huyen de Venezuela van hacia la carretera y comienzan la que han denominado ‘la marcha de la infamia’: 1.418 kilómetros a pie con rutas hacia Perú, Ecuador o prefieren detener su largo tránsito en Colombia, un territorio que ha acogido el mayor número de venezolanos que intenta sobrevivir a la crisis.