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  • “El bar es, no digo la selva, pero sí el bosque que le queda a la ciudad”, dijo Enrique Symns. Caracas, por su parte, tiene una memoria líquida entre sus bares, taguaras, esquinas, callejones o restaurantes chinos. Son lugares llenos de ficción que se asemejan a pequeñas rendijas para mirar el pasado y reconocer la historia de cada individuo en correspondencia con la historia de la urbe. Una cerveza, por favor, que comenzará el recorrido entre la maleza del bosque

Lo común de todos los trabajos que he tenido es la sed al final del día. Quizás tenga que ver con nuestra naturaleza líquida, de que la piel en la que vivimos no es carne realmente, sino muchas gotas unidas, arrejuntadas por la gracia de la física. Podríamos verter nuestra conciencia en una jarra y el frío la volvería hielo en una nevera barata. Pero no solemos buscar agua. 

Acaso será que estamos ya asqueados de nosotros mismos. Sabemos que no sabemos a nada, que ni olor tenemos -¿Nos lo quitaron?-, que el color es accidente de la luz y no mérito nuestro. Que somos agua y no hay vaina más insípida que eso. Qué menos que una cerveza luego de trabajar, de que nos mastiquen y escupan. Medalla fría, de cebada, por la existencia menoscabada.

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Los bares de la ciudad son lunares. Rastros de una Caracas que no viví, de la epidermis no vista de un cuerpo sin vitalidad pero con sangre en las venas. Una ciudad sedienta. Descubrimos o nos acordamos de que el agua se espesa como sangre. Eso no quita la sed. Por eso me alegra tanto que llueva. Vivir con sed, como lo hace Caracas, no es tarea sencilla. 

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Entre tanta tasca malhabida y supuestos oasis que más bien son charcos de barro y colillas de cigarrillos inacabados, hay un estanque de sardinas que mantiene su dignidad impoluta. Se llama La Sardina Firenze. Con la frente en alto. Conozco a no pocos que otrora despreciaban a dichos peces y que ahora les agradecen, les respetan. Ante la pobreza inédita, ciertos alimentos que no eran bien vistos ahora son observados con ojos de admiración, de solemnidad. 

José, el dueño del local, fue un preclaro. Con profético talante decide nombrar esas cuatro paredes como un clupeido que ahora llena los estómagos de los pobres, que ahora son la generalidad, lo usual, la mayoría (aplastante). El “Firenze” es el adjetivo que revela la especialidad de la casa. Un apellido de los antiguos dueños del local, de descendencia italiana, que se quedó para no espantar a la clientela temerosa de nuevos propietarios. 

Sin trampas y a lo que se va. Quien prefiera un buen salmón queda de preaviso. Quien no soporte el franco olor de los peces cocinados en el encierro, que no se lo piense mucho, es mejor desistir de ir a donde no se soporta ese olor, que entra a la nariz sin contemplación y sin modales.

La Sardina Firenze es un bar honesto. Una puerta de acero azul. Al entrar, el mencionado hedor a pescado, el frío del aire acondicionado, la música a todo volumen -es ruido- es el truco, porque fomenta que uno se acerque a la persona que le acompaña y la conversación se vuelve sigilosa, secreta. Lo que sea importante se dirá casi al oído como un susurro que lleva dentro de sí el propósito, la esencia. El amor. -“Estás muy bella hoy”; “Ven para decirte algo”; “Acércate, mami”-. Mano en el muslo, demasiadas botellas vacías sobre la mesa. Los labios cercanos. Y sin saber si lo que hueles es sudor o alcohol o sardinas.

Agustín -Don Agustín para los clientes frecuentes- recibe a los comensales y bebedores. Alto, de cara cuadrada y mirada gentil. Acaso la única persona en el mundo que no juzgará tus malos pasos en la vida, los errores. Semblanza pretérita de los auténticos encargados de las barras, de esos que, según el cliché, se ponen a secar un vaso con un trapo viejo y blanco mientras escuchan las penurias de los fracasados. -“Me dejó mi esposa”; “Me corrieron del trabajo”; “Maté a alguien”. Te estrecha la mano con severidad, como salvándote de un barranco. El saludo parece reto y al mismo tiempo expele camaradería antigua. Eso es con todos.

José es el capataz del lugar. La voz gutural, la bienvenida con dejo portugués. Invita a sentar y si son más de cuatro ordena de inmediato juntar las mesas que hagan falta. Siempre está lleno y siempre hay espacio. De donde haya que sacar las sillas se sacarán. Arrímense si hace falta, pero todos entramos. Cualquier vestigio de incomodidad lo iremos solventando en el camino.

El vallenato está altísimo, pero todo se escucha perfectamente. Los habladores e inventores de historias dicen que allí iban los grandes literatos de este país a beber cerveza, porque -y aquí viene el valor agregado, usando la jerga de los malaventurados emprendedores venezolanos- al pedir dos cervezas, Don Agustín te lleva una ración gratis de sardinas fritas. Casi quemadas. Acompañadas de un menjunje picante y par de servilletas en un vaso de vidrio, porque salvajes no somos. Puede ser que quieras mantener el aliento fresco, por eso son dos: para que los dos tengamos el mismo sabor en la lengua y dientes. Y es regalo. No vas a verle los colmillos a un par de sardinas. Mejor comérselas, que están crujientes. Y el picante no está de adorno.

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La oferta gastronómica es lo reducida y necesaria que puede y debe ser en un lugar así. Sardinas fritas, deliciosos tequeños jugosos que denotan experiencia y fórmula en la cocina. Como estamos siendo honestos, diré que las pepitonas no me convencieron, pero malas no eran. Y toda la cerveza que seas capaz de consumir y que te puedas permitir. Pocas combinaciones resultan más satisfactorias. Hacerse conocido regular de Agustín, vale acotar, permite que, en el funesto caso de que empieces a aborrecer las sardinas, puedas llevar tu propia ración del pescado de tu preferencia y hacer que él te lo prepare. Sin costo alguno. Será el aceite acaso, viejo, reusado, lo que da ese sazón tan interesante a todo lo que sale de esa mínima cocina.

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El humo hace falta. La calle es parte del local, aunque jurídicamente haya quien argumente lo contrario. La lluvia obliga a los fumadores a apoyarse en las puertas del establecimiento y a hablar. Los altos decibeles del vallenato que arrulla a los clientes sentados en las mesas se convierten en música de fondo para los exiliados por el vicio. Quizás en otro tiempo la humareda era el cuarto olor -tras la cerveza, sardina y sudor- del comercio. Cuando se permitía fumar entre paredes. Mi vida es añorar recuerdos ajenos. Dudo que alguien extrañe mi presente. Oscuro futuro si eso llega a ocurrir.

La Sardina Firenze y la sed perpetua
Ilustración: Lucas García

Frente a La Sardina Firenze, un limpiador de zapatos con oficina en el medio del cemento “cuida” los carros. Falsa seguridad de los que quieren evadirse. Preferimos engañarnos y cerrar los ojos a la probable violencia e inseguridad bajo el manto de tranquilidad que nos provee un “guachimán” inútil. Con eso nos conformamos. Hasta los momentos no ha pasado ninguna tragedia, pero la espero.

Una vez adquiridos los niveles de confianza necesarios -o eso creo-, tienes el beneplácito de José para llevarte la botella y acompañar el cigarrillo afuera. Me confunde tal familiaridad para con todos. Fe añeja en la relación cliente-comerciante. De aquellos tiempos en que se fiaba hoy sí y mañana también, de anótame allí lo que te debo que -seguro- te lo vengo a pagar cuando cobre. Mal hábito, porque ahora me quejo de todos los locales en los que no se te trata así.

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La invito a ir a La Sardina Firenze con la plena seguridad de que le gustará. Tiene de todo: sardinas, cervezas, música. Olvídome del sushi y demás extranjerismos. Ella no lo sabía y al entrar la falda corta levanta la mirada de todos los babosos, los mugrientos. Ella se avergüenza, y no le falta razón. Porque también están los solitarios, de gruesa contextura y rostros ásperos y manos magulladas. El olor al que yo me había acostumbrado ya a ella le pega como un coñazo en la cara. “¿Esta es ‘La Sardina’ de la que tanto me has hablado?”. No olvides el Firenze, flaca.

La Sardina Firenze y la sed perpetua
Ilustación: Lucas García

El baño acaso será lo más incómodo. Dos cubículos mínimos al fondo. La privacidad la proveen tres tablas de madera que no cubren los pies, de manera que uno siempre sabe cuando están ocupados, al menos hasta llegar a la décima cerveza. El lavamanos es un tobo hondo con agua. Porque no hay agua en Caracas. 

Deja la sardina que le toca en el plato blanco y solo se dedica a degustar su cerveza. Qué insulto. Qué pena con José, con Don Agustín. El irresistible manjar no parece haberla convencido. Sí lo hacen las tristes historias del vallenato colombiano y el son de la salsa a todo volumen.

Parecía todo perdido al final, pero la conclusión de la salida es que quiere volver. Un beso al final, de labios humedecidos por la fría espumosa. Lo que une la sed no se separa al beber.

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Por qué vamos a ese mugriento sitio a consolarnos a nosotros mismos en torno a un ritual de pescados fritos y cervezas no es tan misterioso. Porque estamos secos y somos agua. Las cervezas en vasos de plástico que nos llevamos al final de la noche en La Sardina Firenze parecen bocanadas de oxígeno e hidrógeno real. Salir es contener la respiración, acción agradable para los sadomasoquistas, es decir, aquellos que obtienen placer del dolor. Pero creo que ni ellos aguantan tal contención.

En tiempos de cuarentena, los rumores de atención clandestina en La Sardina Firenze me producen cierta tranquilidad. Entiendo que volvieron a abrir recientemente, permitiendo un número bajito de personas. Para el que quiera ir, la tasca queda casi al final de la calle Cecilio Acosta, en Chacao.

Espacio de belleza sin arte y lleno de artistas, donde uno puede ver escenas como el cortejo del obrero hacia la mujer que se deja llevar, o la charla sincera, o la preocupación de la escueta gerencia y personal. Saciar la sed con un puñado de pescados sin aire en sus diminutos pulmones. Saciar la sed con el otro. Somos agua y estamos secos.

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