• “El bar es, no digo la selva, pero sí el bosque que le queda a la ciudad”, dijo Enrique Symns. Caracas, por su parte, tiene una memoria líquida entre sus bares, taguaras, esquinas, callejones o restaurantes chinos. Son lugares llenos de ficción que se asemejan a pequeñas rendijas para mirar el pasado y reconocer la historia de cada individuo en correspondencia con la historia de la urbe. Una cerveza, por favor, que comenzará el recorrido entre la maleza del bosque

Era un lugar pequeño y acogedor, o al menos yo lo percibía así y por eso el segundo epíteto. Siempre estaba a rebosar de gente sin importar el día. Las cervezas iban y venían. Por la multitud, aquello tenía más pinta de bazar que de restaurante chino. Allí —como buenos fieles— se congregaba gran parte de los “borrachitos” de Artigas, una zona de la parroquia El Paraíso, ubicada en San Martín, al oeste de Caracas.

Comencé a asistir a ese sitio a mis 19 años de edad, allá por 2009, cuando trabajaba como maquinista en una imprenta de San Agustín. Sentía que era un obrero de la Gran Bretaña del siglo XIX. Después de una extensa jornada laboral, solo quería saciar mi sed con una cerveza rubia o negra. No me importaba acudir solo o acompañado, pues luego de un par de tragos fluía la conversación con cualquier otro huésped del local. 

¿Que por qué iba allí si en San Agustín hay otros lugares similares? Porque queda —o quedaba cuando estaba en funcionamiento— antes de llegar a mi casa. 

El local en sí no es difícil de describir. Se llamaba Woi Nam (威南) y estaba ubicado por la segunda salida del Centro Comercial Los Molinos. Antes de entrar al establecimiento, había que pasar por la terraza, equipada con nueve pares de sillas amarillas, similares a las del Metro de Caracas, cuyos centros de mesa eran las botellas de cerveza —unas llenas y otras vacías— que acompañaban las historias allí relatadas. Toda esa área estaba cercada por unas barandillas rojas oxidadas y flanqueada por un área verde que servía de retiro para los fumadores.

Antes de entrar al local había una ventana semicircular para el delivery. Allí una china llamada Ana, delgada y de 23 años de edad, estaba como vigía a la espera de clientes. El interior del restaurante era sencillo, no más de 12 metros de largo por 20 de ancho, y se hacía más angosto a medida que el alcohol en el organismo era mayor. A la derecha estaba la barra, de cerámica blanca, donde apenas cabían cuatro sillas altas de madera. Esa área servía de tribuna cuando algún visitante, por el efecto del alcohol, engolaba su voz para pronunciar un discurso político, generalmente contra el gobierno de turno.

En la pared de la barra el centro de atención era un televisor LCD de 42 pulgadas que casi siempre sintonizaba eventos deportivos como la Liga española, las Grandes Ligas o la NBA, aunque también se podía ver películas de acción, normalmente los domingos, que eran interrumpidas por algún cliente impertinente que pedía sintonizar una reposición del Aló presidente, pero inmediatamente era abucheado por el resto. Los cuatro chinos que atendían adentro solo se reían y cambiaban nuevamente el canal. 

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Un elemento decorativo, que rompía con la parafernalia china en la barra, era un barquito de madera dentro de una botella de vidrio, cuyas velas estaban hechas con billetes de 5 y 10 bolívares del cono monetario anterior a 2008. De resto, había un gato de la suerte, las botellas de los distintos licores que ofrecían y un cartel con el precio de las cervezas. Para saber el costo de la comida se debía solicitar el menú.

Cuando Zaratustra llegó a un restaurante chino de Caracas
Ilustración: Lucas García

En ese lugar específico del Woi Nam sobraban los testimonios de todo tipo: amores, desamores, infidelidades, lealtad, traición, celos, y un largo etcétera; pero también se escuchaban sermones políticos o religiosos. Allí cualquier tema estaba abierto a la discusión. Sin embargo, jamás me imaginé escuchar que alguien mencionara a Zaratustra o al filósofo alemán Friedrich Nietzsche; no por subestimar el nivel cultural de aquellas personas, sino porque a mi parecer no era la temática que se solía abordar en ese espacio.

Pero antes de entrar en materia, sigo describiendo el lugar para que estemos mejor situados. Hacia la izquierda del local estaban las mesas, rodeadas de sillas rojas, donde estaban los que iban en familia, con amigos, parejas o compañeros de trabajo. Esa sección era tan angosta que el bullicio de las personas hacía ininteligible allí cualquier conversación. A veces una o dos cervezas, además de hablar más alto que los demás, servía para sintonizar la frecuencia del interlocutor y entender qué estaba diciendo. 

Un muro de cemento, de 1,20 metros de altura, separaba el área de la barra con el de las mesas, y a su vez servía de corredor para quienes se dirigían al baño, un sitio del que no hay mucho qué decir, salvo que nunca había agua y que desprendía un fuerte olor a amoníaco por la orina concentrada. Era un lugar desagradable pero inevitable, pues de cuando en cuando había que vaciar el cuerpo. En la pared izquierda había tres marcas que en otra época eran urinarios; a la derecha, un lavamanos de reliquia, pues no funcionaba. Ya hacia el final se encontraba la poceta, resguardada como un bien preciado por una puerta de metal.

Mi parte favorita era la barra. Allí solía estar con dos amigos y de vez en cuando con alguna chica que estaba conociendo. Al ser un cliente habitual, tenía reservada la silla contigua a la salida, la mejor parte: podía ver la televisión sin que hubiese un atravesado, el aire acondicionado ni faltaba ni sobraba, recostaba la espalda en la pared y no debía esperar para ser atendido. También servía para salir rápido del local por si se formaba una trifulca entre clientes ebrios, aunque eso raramente ocurría.

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En una oportunidad se me acercó un hombre vendiendo cuchillos. Por la cantidad de cicatrices que tenía, pensé que los afilaba con la cara. Era un tipo moreno, robusto, con risa malévola y una excelente oratoria. Para probar la eficacia y precisión de su producto, lanzó un cartón duro al aire y lo cortó en un parpadeo. El precio: seis cervezas negras de tercio. Los compré, eran cuatro cuchillos con cacha de madera y el afilador, resultaron ser buenos porque 11 años más tarde aún los tengo en la cocina.

Siempre que llegaba a ese restaurante me daban una cerveza sin siquiera pedirla. Era algo automático. Ese lugar tenía el poder de alterar el tiempo, especialmente los sábados, cuando a veces entraba a las 12 del mediodía y, tras dos o tres tragos, se hacían las 9 de la noche, cuando normalmente me iba después de haber bebido y comido arroz chino, lumpias y costillas de cerdo.

Aunque de ahí tengo muchas anécdotas, la que más recuerdo fue una serendipia. Una noche, cuando me disponía a llegar a la casa, salí de la estación Artigas del Metro de Caracas. Como llovía a cántaros, no tuve otra opción –o eso creí– que entrar a escampar al Woi Nam. Apenas llegué, el señor Manuel, un chino agradable de unos 60 años de edad y el encargado del local, me destapó una cerveza.

–Caramba, Manuel, estoy escampando, ahorita no tengo efectivo –le dije.

–Tranquilo, José, cuando cobre paga –me contestó sonriendo.

Su actitud me pareció un poco extraña, pues tenía entendido que los chinos no suelen fiar. Pero luego de darme la cerveza, sacó una libreta blanca donde anotó mi nombre y lo que debía. Era una especie de lista VIP para clientes habituales. En lo que terminé esa bebida le dije a Manuel: si ya debo una, puedo deber dos, ¿verdad? Él se rio, asintió, y buscó la segunda.

Y así estuve hasta las 9:00 pm. Con la quinta cerveza, cuando las propiedades desinhibidoras del alcohol le dieron rienda suelta a mi capacidad de socializar, comencé a conversar con otros dos clientes en la barra sobre política, filosofía y religión. Uno de ellos era peruano con fuertes facciones indígenas. Me contó que emigró a Venezuela en la década de 1980 cuando fracasó su intento por ingresar a la Universidad de Piura; el otro era trabajador del aseo, un hombre moreno, bajito, robusto y que no llegaba a 40 años de edad que se encontraba tomando antes de ingresar a su turno.

En eso ingresó un hombre blanco, macizo, de 1,90 metros de altura aproximadamente, barba hirsuta, vestido con flux, y sacudiéndose de la lluvia. Rápidamente le abrimos un espacio en la barra. Tras asentir en forma de agradecimiento, pidió el menú y una cerveza. Preguntó si aceptaban tarjeta de crédito y luego se sentó. Linda, de 30 años de edad y una de las hijas de Manuel, lo atendió. 

–Con esta lluvia lo que provoca es como un buen ron o un whisky –dijo para buscar conversación.

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–Ciertamente –le respondí.

En eso Linda lo interrumpió con un “naguará. Come primero, muchacho”. Ella hablaba español fluidamente porque, aunque era de padres chinos, nació en Venezuela. Sus expresiones coloquiales se debían a que la mayor parte de su vida la vivió en Barquisimeto, estado Lara, pero luego se mudó a Caracas para atender ese restaurante. 

Tras una extensa conversación con el huésped que acababa de llegar, descubrí que se llamaba Alfonso y que era abogado egresado de la Universidad Central de Venezuela (UCV) en 1998. Desde hace tres años hacía gestiones, sin éxito, para trabajar en el Ministerio Público (MP) como fiscal. Decía que el sistema de justicia venezolano estaba corrompido y que era necesaria una reestructuración. 

Luego de haber hablado de todo un poco, el hombre dijo en forma de susurro, con voz grave y pausada, “¿cuándo llegaremos a ser como el Übermensch?”. Después replicó, “tranquilos, yo mismo me entiendo”, y amagó una sonrisa. 

–Ah, ese es el Superhombre del que habla Nietzsche –le respondí. 

Alfonso se sorprendió. Pensó que nadie en aquel lugar sabía de lo que estaba hablando. Le conté que un tío me había regalado tres libros del filósofo alemán, que habían votado de la biblioteca del extinto Colegio Universitario Fermín Toro que quedaba en El Paraíso: la Gaya Ciencia, la Genealogía de la moral y Así habló Zaratustra, y por eso conocía someramente al personaje, además de mi fascinación por la filosofía. 

En eso, el trabajador del aseo dijo, “¿ese Nietzsche no es el grupo colombiano de salsa que tocaCali pachanguero?’”. Antes de que lo corrigiéramos se adelantó y dijo “mentira, sé que es un filósofo que mencionaba la supuesta muerte de Dios. Yo medio vi eso en el bachillerato, en la cuarta república”. El peruano añadió “cuando la educación era buena aquí”.

El abogado, maravillado de que en aquel restaurante se tuviese noción de Nietzsche, dijo que Zaratustra es un personaje, en forma de profeta, que usó el filósofo alemán para dar a conocer las ideas centrales de su pensamiento. Mencionaba, además, que el hombre actual debía hacerse cargo de sus propios actos sin depender de Dios. Una vez concluido el sermón, expresó: 

–La noche es joven y todavía no ha escampado. ¿Qué tal si pedimos esa botella de whisky y yo pago? Así ahondamos en otros asuntos. La verdad es que Nietzsche fue malinterpretado por los nazis.

Cuando Zaratustra llegó a un restaurante chino de Caracas
Ilustración: Lucas García

En eso, nos fuimos a sentar en una de las pocas mesas que quedaban disponibles, la que estaba cerca del cuadro de la megalópolis de Pekín, el único elemento decorativo en esa parte. Pasaron un par de minutos y Linda llevó la botella a la mesa (una Buchanan’s 12 años) y cuatro vasos cortos, además de una cubeta con hielo. Nos dijo que si queríamos soda o aguaquina avisáramos para irla a comprar en la fuente de soda que queda dentro del centro comercial, pero respondimos que estábamos bien así. 

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Para mí era un poco extraño beber whisky en ese restaurante chino, pues la mayoría de la gente allí bebía cerveza, ron o maraquita (preparación de anís con limón y soda). Más extraño aún eran los nombres Manuel, Juana, Linda, Ana, Ramón y Roberto, que le daban a los chinos. Básicamente eran apodos que les había colocado la gente.

Ya dispuestos en la mesa, le comenté al abogado que me gustaba la filosofía porque quería descubrir cuál era el sentido de la vida, y que después de Nietzsche llegué a leer a Martin Heidegger, también alemán, porque su apellido era similar a Heidelberg, la marca de la máquina troqueladora con la que yo trabajaba, y porque habla del Zaratustra de Nietzsche y sobre el eterno retorno.

–Yo admiro la experiencia, el savoir-faire como dirían los franceses, de los que trabajan con esas máquinas –manifestó como para encauzar nuevamente la conversación y luego siguió– Fíjate, José, la historia de la filosofía básicamente es la historia del pensamiento humano y cómo este ha evolucionado. No estuviéramos hablando de Nietzsche, Hegel, Kant, Heidegger, Engels o Marx si el primer ser humano no hubiese cuestionado su alrededor ni se hubiese atrevido a salir de la caverna, en aquel famoso mito de Platón

El efecto del whisky, en combinación con la cerveza (porque luego pedimos varias), era evidente a las dos horas. No hilvanamos coherentemente las ideas y de filosofía pasamos a conversar sobre las telenovelas venezolanas de la década de 1990. La lluvia había cesado, la mayoría de la gente se había ido y ya los chinos habían bajado la santamaría, solo esperando que saliéramos nosotros y un par de hombres mayores que se habían quedado dormidos en unas sillas de la esquina. A las 11:45 pm Alfonso pagó la cuenta con una tarjeta de crédito Visa negra. Manuel me recordó que, en la próxima quincena, debía pagar las cinco cervezas que me había tomado y en eso el abogado dijo “cóbrate eso también de aquí, que hoy yo pago”.

Y así, cada quien tomó su rumbo. El señor del aseo se fue en dirección hacia el barrio El Atlántico, que queda subiendo todo recto la carretera que está frente al restaurante; el peruano caminó hacia unas residencias que quedan pasando la ferretería EPA; el abogado pidió un taxi hacia el este de la ciudad; y yo llegué a mi casa sin recordar cómo.

Aunque Caracas está repleta de restaurantes chinos, no recuerdo ninguno en el que me haya sentido tan a gusto como en el del Centro Comercial Los Molinos. Era un espacio para el diálogo, la catarsis, la tregua y la purificación del espíritu a través de una cerveza fría. Digo era porque la crisis económica venezolana, que se intensificó en 2016, hizo que el local abriera sus puertas esporádicamente hasta que dos años más tarde cerró, llevándose consigo un anecdotario importante del oeste capitalino. 

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