Es más longeva que los imperios antiguos, pero también que las monarquías parlamentarias y las modernas, prestigiosas y constantemente amenazadas democracias y repúblicas. Lo es también mucho más que sus rivales espirituales y que estuvieron a punto, en el siglo XVI, de derrocarla, y lo es, por el momento, más que las oprobiosas dictaduras o sistemas totalitarios y autocráticos que no dejan de proliferar por el planeta y que parecen reabastecerse de oxígeno casi sin descanso desde hace cerca ya de un siglo. Es la Iglesia católica y sus dos milenios y pico de historia. Nada más este parangón matemático hace perfectamente comprensible que la imaginación encuentre tan atractivos sus secretos, sus herméticos mecanismos, su sólido fundamento en la tradición, la compleja y casi inextricable estructura de sus estructuras de poder, la extraordinaria manera que suele encontrar para hacer cambios y que todo quede igual, o la preservación de su majestad, más allá de sus arquitecturas, eminencias teológicas, ceremenoniales o su admirable Vaticano.
De allí -tengo la presunción-, proviene la proliferación de novelas y películas sobre exorcismos, monjas demoníacas, conventos misteriosos, pájaros espinos, Decamerones, Cuentos de Canterbury, incidencias históricas y más recientemente, éxitos de ventas literarias y de taquilla en teatro y cine, acerca de las conspiraciones, corrupción, opacidad y excesiva tolerancia hacia escándalos de carácter sexual, algunos menos pulsados por la curiosidad y la fascinación, que por la no confesada mala intención. A todos nos encanta que nos narren un jugoso misterio y nada más enigmático y magnético que el sagrado misterio de la Iglesia católica.
Con todo esto vuelve a confrontarnos la magnífica película de Edward Berger, quien ha pasado del agobiante y devastador ambiente de la Primera Guerra Mundial en su Sin Novedad en el frente de 2022 a la solemne austeridad y secretismo de las estancias más privadas del Vaticano de este Cónclave que ya ha disputado galardones en los Golden Globes y se perfila como una de las favoritas en la carrera hacia el Oscar, y que ha sufrido un inesperado y difícilmente explicable retraso para su estreno en las salas venezolanas.

Las ficticias entrañas del Vaticano
A partir de la conmoción mundial que aún genera la muerte de un Papa, sobre todo después de la reciente y excepcional renuncia de uno, Robert Harris levanta una novela de suspenso y conspiranoia -precisamente por tratarse de lo que nadie, más allá de la curia vaticana, sabe realmente qué es y cómo ocurre-, traspolando los conflictos del mundo contemporáneo con su corrección política, la inclusión, la lucha por la transparencia comunicacional, la llamada agenda progresista enfrentada a los oscuros conservadores, y la amenaza global del terrorismo al claustro voluntario en el que se recluyen los prelados eclesiásticos para escoger un sucesor en el trono de San Pedro.
Una cosa es ficcionarlo en una novela, por más documentación que se acopie y transmita, que recrearlo visualmente. Es allí donde creo radica el portentoso trabajo de Berger, quien levanta una puesta en escena amparado en la fascinante fotografía de Stéphane Fontaine, los escrupulosos diseño de producción y dirección de arte de Suzie Davies y Roberta Federico, los imponentes vestuario y decorados de Lisy Christi y Cynthia Sleiter, y por supuesto, en el casi impecable guion de Peter Straughan, haciendo del contraste entre la austeridad con un expertamente dosificado espectáculo panorámico del Vaticano (sus vastas y marmóreas escalinatas, su columnata, sus ventanales, su Capilla Sixtina) un fuerte valor expresivo, que inunda de credibilidad con cierto ritmo de documental, la película de principio a fin, y por último, pero no sin olvidar su inaudita jerarquía, apoyado férreamente en un trabajo de actuación que va de lo personal a lo coral con pulso y brillantez extraordinarios. La secuencia de la declaración de la muerte del Papa, la fotografía e iluminación de las reuniones de los grupos de prelados en el auditorio de butacas azules, la escena de la confrontación del Decano Lawrence (el rol de un soberbio Ralph Fiennes) con el Cardenal Adeyemi, la reunión de los tres liberales en la escalera del edificio de las estancias de la curia, y particularmente la de la instalación del Cónclave, desde la homilía de Lawrence hasta la fumata nera están construidas con magistral detalle y hasta momentos de virtuosismo cinematográfico.
Las actuaciones, comandadas por el trabajo profundo, construido desde los silencios, las introspecciones, los gestos contenidos, las eficaces variantes de sus tonos de voz, de Ralph Fiennes, indiscutible piedra angular de la película, comprenden escenas que permiten el lucimiento del reparto principal: la culpabilidad de Lucian Msamati como Adeyemi, la poderosa vehemencia de Sergio Castellito como el cardenal Tedesco, la altiva soberbia de Stanley Tucci como el abanderado de los progresistas que ve enemigos por doquier, la intensidad de la presencia silenciosa (hasta que deja de serlo) de Isabella Rossellini como la hermana Agnes, superiora del ejército de hermanas servidoras de la curia, e incluso, el menos beneficiado en la distribución dramática por lo predecible de su personaje, el cardenal Tremblay de John Lithgow, tiene momentos apreciables, y construyen un film sólido, tenso, que casi sin que comprendamos cómo nos imanta a la pantalla como si estuviésemos en un trepidante thriller.

Berger y el símbolo de la tortuga
Como la mayoría de mis colegas al momento de escribir sobre este Cónclave, tengo mis serias reservas acerca del final del filme, sorprendente sin duda, pero a la deriva entre lo absurdo, lo incoherente y lo delirante. Es allí donde el trabajo escritural de Straughan delata sus fallas, en hacerlo tan obviamente de última hora, sin casi mayor sentido que el de desconcertarnos, sin importar la endeblez de su fundamento o razón dramática. Muy semejante a un filme policial donde se nos revelara como asesino a un personaje que no hemos visto participar de la trama.
Apartando eso el entreverado de temas como la corrupción y simonía de la Iglesia, el extremo conservadurismo en cuanto a la distribución de los roles de los sexos en su jerarquía así como en el tema del celibato de sus integrantes y los problemas que ello acarrea en la tolerancia cómplice en los casos de pederastia y acoso carnal, y los debates entre liberales y tradicionales en las intrigas de la elección de un pontífice, están en perfecto contexto, apenas sobredimensionadas y absolutamente verosímiles. Del discurso exaltador de las incertidumbres del Decano Lawrence al de la independencia de la Iglesia de la tradición del Cardenal Benítez, casi al final, hay un océano de principios, convicciones, teorías y teologías, dificilmente asimilables por nuestra perentoria cotidianidad. Pero sobre todo son piezas congruentes de la confección de una ficción, que puede reflejar el magma soterrado de una institución al mismo tiempo que, sin embargo, sigue guardando con celo sus más profundos secretos, y en ello radica su misterio, su fuerza, su atracción y lo que la convierte en ambicionada fantasía para narradores y cineastas ávidos y necesitados de incógnitas intensas.

Creo que la mirada de Berger está mucho más cerca de estas incógnitas insolubles que del clima inmediatista de un Best Seller. Creo que su Cónclave no requerirá de un Director’s Cut. Más allá de la solución sensacionalista de la trama, el verdadero final de la película yace en su epílogo: con el deslumbrante simbolismo polivalente de la tortuga que Lawrence contempla y toma en sus manos al tiempo que la fumata bianca se eleva al mundo. La tortuga es evolución y pesantez, rémora y avance interior contrapuesto al movimiento visible humano (su rival mítico es Aquiles, el de los pies ligeros), y en varias mitologías, entre ellas la de nuestros ancestros waraos, soportan el peso y son vehículo del sol cuyo tránsito instaura el tiempo. Esto, unido a las cortinas que se descorren por sí solas iluminando el aposento del decano y las jóvenes monjas saliendo por los portales al jardín que puede ver a través de su ventana, propone una lectura mucho más inteligente y enriquecedora que el aparente sensacionalismo de su desenlace.