• Lo que sigue es el testimonio de una persona que se graduó en cuarentena a pesar de las adversidades. Foto principal: Universidad Monteávila

El cielo de la mañana resultaba incómodo, amenazante. Esas nubes grises, cargadas de agua, y el viento frío anunciaban la catástrofe.

—Vamos tarde.

—Ya me voy a bañar, eso es rápido. En 15 minutos llegamos.

—Teníamos que estar allá a las 7:00 am.

Y eran las 6:55 am y no estábamos nada cerca de llegar.

Vi mi vestimenta y recordé los dolores de cabeza que me causó, pues entre la cuarentena radical y la flexible, el trabajo y las diligencias cotidianas, no había podido dar con el traje correcto. Lo conseguí finalmente en el centro de Caracas, me lo vendió un gentleman de una pequeña tienda de ropa en Sabana Grande, un mercader canoso que se ufanaba de tener palabra y se lamentaba de no tener dinero.

Me puse el saco y vi que el sastre había resuelto todo lo que se debía resolver, es decir, las mangas, que eran demasiado largas y detalles en la espalda.

Los zapatos sí eran un problema, porque no tenía medias de vestir. Mi mamá dijo que le ayudaría a buscar una paleta, pero decidí ayudarme con el pulgar para hacer que entrara el talón. Dolorosísimo. Un poco de sangre espesa empezó a brotar del centro de la uña, y el dedo me quedó sumamente enrojecido, pero lo logré.

Ya eran como las 7:30 am y aún no habíamos salido de la casa, por lo que le escribí a mi novia.

—¿Llegaste?

Sin respuesta. Luego intenté contactar a un amigo.

Nadie respondió. Entre la ducha precipitada, los zapatos que no encajaban y el silencio de mis futuros colegas, olvidé desayunar. 

Solo un pensamiento rondaba mi mente: “¿Voy a llegar tarde a mi propia graduación?”.

“¿Crees que vayamos a tener acto?”

El último día que estuve en la Universidad Monteávila, mi alma máter, fue el viernes 13 de marzo de 2020. Estaba en una oficina del Centro de Altos Estudios cuando todos nos enteramos de que había sido detectada la primera persona con covid-19 en el territorio nacional. Recuerdo que toda la gente empezó a saludarse repentinamente con el codo y se suspendieron los apretones de mano, los abrazos y los besos en el cachete. Las personas ancianas en los pasillos empezaron a temer espontáneamente.

Ese día presentamos los trabajos de grado, la asignación más importante del año, de la carrera. Luego de la entrega del proyecto, me senté con un amigo en los bancos del recinto universitario.

—¿Crees que vayamos a tener acto de graduación?— Me preguntó.

—Sí, claro. Esto no va a durar más que unos meses.

—Bueno, ya todos están diciendo que no va a haber ronada.

—Sí va a haber, todo el mundo exagera. Para junio estamos listos. Es una gripe, se muere muy poca gente de una gripe…

Cómo es graduarse en cuarentena
Foto: Cortesía

El 27 de mayo, luego de mes y medio de clases en línea, concluímos oficialmente nuestra vida universitaria. Nos felicitaron por haber culminado la carrera en medio de la “compleja situación”, binomio eufemístico de la pandemia pero también de la crisis económica, política y social que atravesamos durante cinco años de estudios, y nos informaron que cuando se reactivaran las actividades presenciales nos dirían la suerte de nuestro acto de grado.

Los brindis fueron digitales y agrios.

Y así empezó la espera. Cada mes recibíamos una nueva carta, aunque la información era la misma. Cambiaban un poco la redacción, acaso para que no diese la sensación de que copiaban y pegaban los mismos tristes párrafos.

El asunto se resumiría así: dado que no estaba funcionando, trabajando, operando el Ministerio de Educación Superior, el trámite de la petición de grado estaba detenido, congelado en el tiempo. Pero por una vía y otra, la Universidad siempre aseguró su compromiso de realizar el acto de grado, aunque hubiese que esperar… Y esperar…

La esperanza

Al ver el acto de grado presencial de los graduandos de la Universidad Católica Santa Rosa (Ucsar), muchos estudiantes nos alegramos. Era la materialización de un deseo: la posibilidad de hacer una ceremonia a pesar de la pandemia. Eso fue en junio. Para esa fecha nos enviaron nuestra carta de culminación académica, ocasión que no pocos tomaron para celebrar.

Me di cuenta entonces de que todos empezaron a atesorar cada momento. Cada nuevo correo despertaba conversaciones en el grupo de WhatsApp del salón y luego de que cada uno hiciera su respectiva catarsis sobre el funesto momento que les había tocado vivir, callábamos y nos lamentábamos.

Resolvimos todas las diligencias restantes. Ya la ronada, esa última borrachera entre estudiantes y profesores en las que todos aprovechaban para sincerarse entre lágrimas y risas, había desaparecido del panorama. Faltaba que se entregara la indumentaria de la promoción y poco más, los breves hilos académicos y administrativos que nos unían fueron desapareciendo.

Sin embargo, no recuerdo por qué pero debe haber sido en julio o agosto, empezaron a surgir “actos de grado” en las redes sociales. El entrecomillado era porque se trataba de entrega de títulos por secretaría, pero a dicha entrega los graduandos asistían con sus togas y birretes. Entonces empezamos a sentirnos ansiosos, como si nos hubiésemos perdido la llamada a un tren que todos tomaron.

Una periodista me contactó para entrevistarme a propósito del tema. Me dijo que qué pensaba, que cómo me sentía, al saber que después de cinco años no tendría mi graduación oficial. Yo le respondí que, hasta el momento, la universidad no había suspendido el acto. “Pero fueron suspendidos por el ministerio de Educación”, me espetó.

248 días después

A tres meses de que se acabara el año 2020, luego de varias semanas de silencio, recibimos una nueva noticia: debíamos entregar todos los recaudos pues había que estar listos “para cuando abriera el ministerio”. En ese incómodo interín estuvimos por dos meses más.

Finalmente, luego de 248 días desde el inicio de la cuarentena en marzo, nos informaron cuándo sería el acto de grado: 26 de noviembre.

Contrario a lo que muchos pensarán, lo que siguió al anuncio no fue la euforia. La emoción ya se había decantado luego de casi un año de espera. Pero sí hubo alegría y alivio, sentimientos de los resignados a perder y que, inesperadamente, triunfan.

Oficialmente sería un “acto de entrega de títulos por secretaría”, pero con vitamina D y B12. Se separaron los actos por secciones y horarios. Cada graduando podría llevar hasta dos acompañantes, se pondría él mismo su medalla, recogería su título y se iría, todo en un campo al lado de la universidad.

Los acompañantes, en principio, estarían de pie durante todo el acto, pues llevar sillas implicaba una logística de de uso de hipoclorito que entorpecía el evento. Luego de varias quejas por parte de los estudiantes, se logró que hubiese sillas.

El acto

Llegué tarde, aunque no fui el único. En la breve cola para imponernos la vestimenta académica, una joven se quitó su mascarilla y empezó a fumar. Dos bocanadas logró antes de que le llamaran la atención y tuviera que botar el cigarrillo para que se pusiera nuevamente el tapabocas.

Otra de las mujeres de la cola estaba orgullosa de su decisión de no haber vestido tacones. Se había deslastrado de esa tendencia de la moda femenina nociva para los pies, pues había decidido usar zapatillas con plataformas que pudiesen ser cubiertas con la tela de la toga. “La mejor decisión, chama, los tacones me matan”. 

Las conversaciones oscilaban entre la cultura venezolana y cómo había sido la mañana antes de llegar a la universidad. “El perro de Sascha Fitness es tan perfecto que no me gusta”, “mis papás no han llegado todavía, me vine yo sola porque si es por ellos me quedo sin acto”, “te queda bello ese balayage”.

A unos metros antes de dónde iba a ser el acto, conseguí un espacio para fumar y me detuve allí con un compañero de clases.

—Y que nadie me diga que no puedo fumar aquí…

—¿En qué andas ahora? ¿Trabajas?

—En una agencia de publicidad. ¿Tú? ¿Aún sigues en el periodismo?

—Sí, en El Diario…

En esa cápsula de nicotina logré quitarme un poco el estrés de haber llegado tarde.

Todos siempre manteniendo la distancia física y tratando de acortar la distancia social que habíamos sufrido por meses, nos dispusimos a salir al jardín. Los tacones de las graduandos se enterraban en la tierra húmeda mientras esperaban a ser llamadas.

Nuestro acto, dijo el rector Francisco Febres-Cordero, era histórico, dadas las circunstancias que lo rodeaban. Fue la primera vez que se celebró la ceremonia de graduación en el campus universitario, pues siempre se acostumbraba a hacerse en otra localización.

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Llamaron apresuradamente para poder cumplir el cronograma, el cual se cumplió casi a cabalidad.

Nos habremos retrasado por minutos, por un abrazo extendido en alguna de las etapas con algún profesor o profesora muy querido o querida, si acaso. Nos pusimos nosotros mismos las medallas correspondientes.

Luego ya todos reunidos con títulos y medallas nos felicitamos los unos a los otros. Miles de fotografías, de besos, que si estás muy gordo, muy flaco, muy bella, muy lindo, dónde estás ahora, qué harás después… 

Y lanzamos los birretes al aire y se empaparon del rocío de la grama. Ahí quedaron cristalizadas nuestras emociones luego de un lustro. 203 títulos fueron entregados ese día, entre graduandos de pregrado y posgrado.

Concluido el acto de graduación, invité a un amigo a celebrar en mi casa.

—¿Y qué harás ahora que tienes el título?— Le pregunté.

—Irme de aquí lo más rápido que pueda. Apenas abran las oficinas para apostillar, será lo primero que haga.

Es la misma respuesta que me ha dado desde que empezamos a estudiar, hace cinco años.

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