No hubo ópera para fin de año. Se rumoraba una Traviata en el Teatro Teresa Carreño, pero Alfredo debe haber conseguido redimirla definitivamente de su vida disipada y no estuvo dispuesta para el final de este año saturado de incertidumbres.

En nuestro auxilio ha llegado una Ópera Gala Caracas 2023: Un viaje en doble vía, nueva edición de un espectáculo similar montado hace pocos años con varios de nuestros cantantes más ilustres, y cuyo concepto matriz es el de rendir un homenaje a los inmigrantes europeos que vinieron a conformar nuestra nacionalidad moderna y cosmopolita, esa que aprendió a vivir en democracia y no renuncia, a pesar de los embates sufridos, y que prefiere verse a sí misma como una porosa ciudadanía del mundo en lugar de una pretendida endogamia, llena de prejuicios y resentimientos atávicos y subterráneos.

Gala de sorpresas

Concepto descosido

Pero esta idea emotiva, rica de resonancias y posibilidades de fusionar la universalidad del arte lírico, lo irresistible de su música y la fascinación de su drama con la nostalgia y lo ancestral, con el vínculo a la cultura occidental que la herencia metropolitana nos dispone, en el espectáculo concebido por Carlos Gabriel Scotto Bello y dirigido por Francisco “Pancho” Salazar, queda menesterosa de un texto, de un hilo narrativo conductor, que potencie las infinitas asociaciones que pueden hacerse entre la música de los compositores elegidos con las historias de los inmigrantes europeos, sus familias y la descendencia que hoy son los venezolanos del siglo XXI. En su estado actual es una retahíla mal cosida de levísimos diálogos, más boceteados que escritos, donde cada elemento va por su calle sin mayores correspondencias, y la intensidad emocional que podría prometer el concepto se diluye muy banalmente.

Escénicamente, la Gala se sostiene por los sugerentes decorados, las sendas e imponentes arañas que cuelgan a cada lado del escenario, las coloridas y exuberantes proyecciones, las recreaciones con IA de algunos de los compositores del repertorio, pero sobre todo por el buen y ameno hacer de los dos anfitriones: Marianella Salazar y Antonio Delli, quienes impulsan la mayor virtud del texto del espectáculo: el parecer una constante improvisación, con bastante gallardía, humor y sobriedad, pero no logran salvarlo de su intrascendencia y de su casi nula sustancia. Podíamos haber ido a escuchar la sucesión de números musicales sin las intervenciones de los anfitriones y la diferencia habría sido ínfima.

No hay mucho más que decir de esta fallida realización escénica de un concepto merecedor de mejor fortuna que otro fallo, inesperado por lo menos complejo de llevar a buen término, en los apartados vestuario y maquillaje. Con los brillantes y exuberantes colores del escenario, contrastaban el elegante pero rígido negro de todas los cantantes. Sólo en el final con Brindis de Traviata, ellas aparecieron uniformadas de escarlata, pero ya era tarde. Las chicas además aparecieron todas sin maquillaje, o con uno imperceptible, que en ejecuciones como la Habanera de Carmen, la Reina de la Noche, o Ernani, hubiesen ayudado mucho a la fantasía operística. Hubo como un exceso de sobriedad en este campo.

El resto del peso del espectáculo (más de las tres cuartas partes del mismo, diría yo) descansaba sobre el componente musical. Y este estaba sostenido por una orquesta quizás demasiado joven y un director poco experto en la ópera, que ya sabemos tiene unas exigencias particulares y específicamente distintas del repertorio sinfónico, pues aunque contiene colorido, brillo e impacto orquestal, ello debe servir a acompañar y respaldar a un elemento individual más azaroso e impredecible: la voz humana, y además contribuir a crear un clima dramático durante la prestación. Eso en un concierto como este, hecho de una larga y variada sucesión de números de diversos procedencia, estilos y autores, requiere de una atención y trabajo importante. 

Reconocemos en el trabajo de Jesús Uzcátegui y la Orquesta Sinfónica Juan José Landaeta, la corrección y concitación que mantuvieron acústicamente, pero extrañamos el abandono, la delicuescencia lírica, matices más teatrales durante toda la prestación. Donde había que dar preponderancia al efecto logró altas cotas como en muchos de los fragmentos más difíciles del concierto ( el aria de las campanas de Lakmé, la de la Reina de la Noche de Flauta Mágica, el Te Deum de Tosca, el Nessun Dorma de Turandot, -y sí, leyeron bien todo esto se cantó en el concierto…), pero en aquellos trozos más sutiles faltó complicidad y cantabilidad: la Habanera de Carmen, el mecánico dúo de las Flores de Lakmé, el Ach, ich fühl’s de Zauberflöte, el O mio babbino caro de Gianni Schicchi, el Per me giunto de Don Carlos.

Gala de sorpresas

Gala de sorpresas

Pero como ya se ha asomado, la verdadera y grata sorpresa de este Viaje en Doble Vía, fueron los cantantes, noveles en su amplia mayoría, abordando un repertorio que contiene a partes iguales brillantez, favoritismo del público y acerada dificultad. Casi un repertorio de consagrados en las voces que se inician y que gracias a estas audacias asumidas en la gala, dejaron ver su promisoria calidad.

No cometería la temeridad de afirmar que Ninoska Camacaro, Iván Cardozo o Anderson Piaspam, los más destacados de la velada , están ya listos para interpretar íntegramente la Reina de la noche de La Flauta Mágica o La Fille du regiment de Donizetti o el Tannhäuser de Wagner, pero han demostrado que se están apoderando de las herramientas para resolver airosamente los riesgosos extractos que de estas óperas abordaron en la gala. Un valiente intento de subirse a un nivel más adulto del canto.

Pero, vayamos por orden. Después de tres selecciones sinfónico-corales, la mezzosoprano Marilyn Viloria apareció con la Habanera de la Carmen de Bizet, con un timbre que parecía anclado en los grosores menos delicados de instrumentos como Regina Resnik o Elena Obratzova, que no brillaban precisamente por su finura en este rol, en una lectura bastante frígida y desangelada de su número. La orquesta no la ayudó, al limitarse a seguirla. En el segundo fragmento en el cual intervino, el sublime Dúo de las Flores de la ópera Lakmé de Leo Délibes, tampoco las tuvo todas consigo, pues ni ella ni la joven Camacaro lograron desvanecer la impresión de canto mecánico, escasamente sensual y vaporoso, dos rasgos que marcan esta partitura. Unos tempos más flexibles, un toque de rubato en la dirección de Uzcátegui no les hubiera venido nada mal. Donde verdaderamente destacó, quizás por la vulgaridad expresa y necesaria del personaje, la Viloria fue en la Maddalena del Cuarteto de Rigoletto, pues aquí sus notas de pecho y sus matices graves y enfáticos son absolutamente pertinentes; en Carmen son ya un estereotipo muy demodé. 

Luego llegó pisando fuerte el tenor Iván Cardozo, en una curva ascendente, con una versión abreviada, pero igualmente arriesgada, de la escena “A mes amis” del Tonio de la legendaria La hija del regimiento de Gaetano Donizetti, ese título donde han hecho historia Luciano Pavarotti, Alfredo Kraus y Juan Diego Flórez, principalmente, por la destreza e insolencia con que abordaban la erizada y célebre aria de los nueve do sobre agudos que el tenor debe alcanzar casi al final del Acto I. Debo recordar que yo ví en la Sala Ríos Reyna al renombrado tenor español Dalmacio González, fallando estrepitosamente este mismo número, que Cardozo ha resuelto, con algún apurillo aquí y allá, pero con encomiable solvencia.

Todavía no me recuperaba de este asombro cuando Ninoska Camacaro nos proponía otra osadía: la estratosférica aria de las campanas de la ópera Lakmé de Leo Délibes. Es verdad, que nos hubiera gustado verla disfrutar más de su prestación, pues de esto se trata el virtuosismo: no sólo desplegarlo sino que parezca que no cuesta ni una gota de sudor, pero la manera cómo resolvió una a una las crecientes dificultades que el fragmento acumula no pudieron menos que satisfacernos. Más adelante, se decantó con Der Hölle Rache de la mozartiana Reina de la Noche de La Flauta Mágica. Allí no estuvo tan feliz. Por último hizo una doliente Gilda, de nuevo explayándose en el registro agudo en el potente Bella Figlia dell’amore de Rigoletto de Verdi, junto al ya triunfante Cardozo, la Viloria ya comentada y el oficioso Rigoletto de Gaspar Colón. Uzcátegui, de nuevo hubiera podido ser más cómplice con los cuatro.

Sin querer quedarse atrás, el barítono Anderson Piaspam con el atuendo más rompedor de la velada, saco blanco con ribetes, camisa negra, pajarita blanca y rosa roja en la solapa y su melena un poco rockera, asumió con exquisito legato el aria de Wolfram “O du mein Holder Abendstern” del Tannhäuser wagneriano. No tuvo tanta suerte en la escena inconclusa y cortada con mucho anticlimax de la muerte de Rodrigo, del Don Carlos verdiano. Fue acaso el menos beneficiado en la escogencia del repertorio.

Aunque la menos brillante vocalmente de la Gala la soprano Natalia Díaz Sfeir, a quien se le desbocó su instrumento en los melismas del aria de Pamina de Die Zauberflöte, mejoró pero sin verdadero magisterio en las melancólicas líneas ascendentes de Bellini en su “O quante volte”, pues hay una dureza yacente en el registro agudo que la restringe, y aunque no fue acompañada óptimamente por Uzcátegui y la Juan José Landaeta hizo su más feliz intervención en el “O mio babbino caro” del Gianni Schicchi de Puccini.

Gala de sorpresas

Divismo, secuencias inexplicables, soluciones manidas y canciones napolitanas

A esta altura del programa comenzaron a insertarse las más potentes y difíciles selecciones del repertorio. De los dos veteranos invitados, Gaspar Colón Moleiro hizo su aparición como Scarpia en el arrebatador Te Deum de Tosca, y que cantó con mucha experiencia. Menos agraciado lució, y no sólo por sus facultades, sino porque la casi arbitraria secuencia del programa (un coletazo de la ausencia de un guión que diera forma a la Gala) le impuso cantar de inmediato una de las arias para barítono más difíciles del repertorio: “Nemico della patria” de Andrea Chenier de Giordano. Con un receso entre ambas selecciones, posiblemente la hubiese interpretado mejor. Inexplicable.

La segunda invitada fue la soprano Betzabeth Talavera, quien escogió como única muestra de su arte, la tremenda escena “Ernani, involami” del Acto I del Ernani de Verdi, su quinta ópera, de una vocalidad cercana a la de su terrible Abigaille de Nabucco, y que la Talavera resolvió bastante correctamente, aunque de su estilo y actitud emanase una inquietante sensación de antigüedad estética. Tras su interpretación estalló una suerte de apoteosis en la orquesta y el coro, no del todo correspondiente con el entusiasmo del público. ¿Divismo extemporáneo?

Tras los ya comentados Cuarteto de Rigoletto y la incompleta escena de la muerte de Posa de Don Carlos, los cierres oficiales de la Gala llegaron con una solventísima versión de Nessun Dorma de Turandot de Puccini, a cargo de Ivan Cardozo y el socorridísimo “Libiamo” de La Traviata, al cual ni siquiera el humor con el que lo interpretó toda la compañía, salvó de su ya opaco favoritismo.

Sin embargo, y esto fue muy celebrado, hubo una nueva sorpresa, en esta Gala abundante en ellas, y fue el potpourri de canciones napolitanas que ofrecieron como bis, de nuevo, todos los cantantes, en repujados y atractivos arreglos para orquesta y la intervención lastimosamente casi imperceptible del Maestro Federico Ruiz con su acordeón al inicio de este último fragmento. Con esa nota de sol, nostalgia y emoción terminó esta agradable Gala. 

La Coral Nacional Simón Bolívar,dirigida por la Maestra Lourdes Sánchez, cumplió muy decorosamente: un poquito desbalanceados en el “Va, pensiero”, colaboraron en la Habanera, en el “A mes amis”, y brillaron con luz propia en el Coro “A bocca chiusa” de Madama Butterfly y en el Te Deum de Tosca, con su ribete especial en el Nessun Dorma.

De la Doble vía: despejada y fluida la de la música; menos transitable la del texto y la escena.

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