Después del pivotal montaje de La Traviata de Salzburgo, dirigida por Willy Decker, conocida mundialmente por los media, y protagonizada por la pareja  Anna Netrebko y Rolando Villazón en 2005, y de otras propuestas rompedoras (en mí dejó impresión la de la Ópera de París dirigida por Christoph Marthaler en 2007 con Christine Schäfer), producir esta ópera cumbre de Giuseppe Verdi en el formato tradicional parece casi un acto reaccionario.  Sin embargo, quizás como estuche de cantantes jóvenes la tradición sea la apuesta más segura, sobre todo cuando hay resistencia o carencia de pedagogía de lo teatral. 

Fue esa raigambre en lo convencional lo que presenciamos el pasado fin de semana en el Teatro Teresa Carreño (TTC) en la nueva presentación (la primera del 2024) de la Ópera Teresa Carreño, en el sexto título desde su debut en 2022: La Traviata, con dos elencos íntegramente nacionales, la dirección escénica de Isabel Palacios, y el soporte musical de la Orquesta Gran Mariscal de Ayacucho, dirigida por Elisa Vegas.

En la puesta conservadora de la Palacios está todo básicamente en su lugar, sin aspavientos ni originalidades extremas. Hay detalles de elegancia y de fidelidad estética a los cuales pueden ponerse pocas pegas. Con respecto a la funcionalidad y efectos ya estamos en otro terreno. No me convence la Violetta cuidando los detalles de su salón cual Isabel Preysler, al subir el telón, ni el neutro traje blanco o champaña que luce en el Acto I: a Greilys Bracho, la protagonista del 13/4, la hacía ver matrona y a Ninoska Camacaro al día siguiente, la convertía en una debutante. Ambas, distantes de la avispada cortesana que es la Madamigella Valéry, pero ello es más responsabilidad de César Córdova y su diseño de vestuario, a quien también atañen los trajes desangelados de los invitados y los colores en gama de marrones y ocres, que con el negro de los fracs no hace demasiada armonía, aparte de que no sugieren el menor atisbo de pasión. Esta terredad del color se traslada a los decorados y muebles. Por fortuna, los siguientes actos no siguieron el ejemplo. Más responsabilidad de la regia es la desincronizada entrada de Gastón que interrumpe el beso de Violetta y Alfredo tras el dúo de amor: los dos cantantes entran muy anticipadamente en la habitación, con lo cual el efecto verosímil de sorpresa se arruina.

La Traviata: de la convención al riesgo

Vestuario y puesta coincidieron mejor en Giorgio Germont vestido y actuando como un patán. Gaspar Colón riza el rizo de este enfoque: se pasa toda la escena tomándose un vaso de agua que nadie le ha ofrecido y que él muy desenfadadamente toma de una mesa sin la menor cautela. El joven Claudio González, su contraparte del domingo no se atrevió a tanto. Ninguna de las Violettas resolvió satisfactoriamente su escena crucial del “Amami Alfredo” y la prueba está en que el público obvió dramáticamente el aplauso en este punto (Cabrujas solía decir que este venía impreso en el boleto). Los tenores fracasaban en la lectura de la carta donde descubrían lo de la fiesta adonde se fugaba Violetta. La entrada de Germont a consolarlo también está adelantada. Y en un escenario tan enorme como la Ríos Reyna toda anticipación es un efecto perdido. Quizás el acto escénicamente más impactante sea el Tercero, arañas y explosión de rojos mediante. Sin embargo no se escapan las mesas de taberna rústica en las que “juegan” los invitados de Flora, firmadas por el diseño escenográfico de Francisco Caraballo. Palacios dejó un poco de su cuenta a los cantantes en la cumbre escena de la riña entre Violetta y Alfredo con el resultado de que Robert Girón es extremada y físicamente violento con su amada (lo cual contrasta con la “George Sand” bailarina-torero, cortesía del inefable Miguel Issa y su mensaje de empoderamiento(?)). Más equilibrado y efectivo fue Iván Cardozo, aunque vocalmente no deslumbrara. No me entusiasmó tampoco el negro cerrado del traje de Violetta ni la solución estática y ultra tradicional del concertante. La enormidad del escenario conspiró contra la verosimilitud del Acto final con los personajes entrando por la mano contraria de por donde se los anuncia y Violetta moribunda recorriendo los largos metros que van de un lado al otro de la escena,  y durante todo él, volví a ver muy solas, regísticamente hablando, a ambas Violettas. En el instinto teatral terminó ganando la partida el compromiso artístico y el afán de riesgo de Ninoska Camacaro. Los demás no superaron la rutina. Los cenitales indiscriminados de la iluminación de José Castillo tampoco ayudaron mucho.

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Traviatas: de la exigencia al riesgo

Ya he insinuado mi apreciación sobre las dos jóvenes protagonistas de esta nueva Traviata del TTC. Ampliemos la visión: Greilys Bracho y Ninoska Camacaro son dos voces muy distintas. La primera es de grano más lírico, pero aún conserva una base ligera que la hizo brillar en su Nedda en Pagliacci el año pasado. La segunda está transitando por el repertorio más estratosférico de las coloraturas, mas igualmente, la raíz ligera de su voz es muy evidente. Estos dos rasgos hicieron que en ambas hubiese virtudes muy notables y carencias también perceptibles. Los exigentes y tensos fraseos de Verdi en las zonas altas del registro de Violetta, comunes por demás a casi todos las heroínas verdianas, son el nervio principal de este personaje. Y es allí donde las sopranos necesitan trabajar más para dar la inapelable solvencia en los momentos cruciales de su canto: las exclamaciones “Gioir!” del “Sempre libera” del Acto I,  sus primeras defensas contra el asedio de Germont padre en el Acto II, en el ya mencionado “Amami Alfredo”, que Verdi prepara desde el Preludio, la desesperación por no poder ni vestirse en el “O gran Dio! Morir si giovane…” del último acto. Es en este registro y no en los sobreagudos ni en los adornos donde vive Violetta. Ni Bracho ni Camacaro están aún maduras vocalmente para resolver óptimamente estos nucleares pasajes, pues su naturaleza ligera aún priva mucho en su vocalidad. Más en la segunda que en la primera, pero precisamente por ello, creo que la Violetta de la Camacaro se levanta un par de peldaños más arriba que la de su compañera. Bracho se asienta sobre su seguridad canora y su sonoridad homogénea, pero no puede evitar que en algunos pasajes como los descritos arriba su timbre suene más como Norina o Adina que como la Dama de las Camelias que buscamos. Eso con la Camacaro estaba ya asumido, y ella saca jugoso partido a su coloratura en el Acto I, pero consciente del perfil de su instrumento se empeñó en dar un plus a su interpretación dramática, a cuya cima arriba en el muy notable acto final que canta, incluso tomando unos riesgos inusitados en los ataques de ciertas notas comprometidísimas pero que hacen brillar con valor frases medulares. Su “Addio del passato” fue más que impecable, y todo lo que canta a partir de “Prendi, quest’e l’immagine” es oro. ¿Significa esto que Greilys canta mal? En absoluto. Musicalmente ha dominado uno de los roles más difíciles del repertorio, pero su aproximación dramática es, por los momentos sólo eso. Creo que se preocupó más por resolverlo musical y vocalmente que por descubrir a su Violetta personal. Su escena con Germont y su “Addio del passato” son irreprochables, pero hay cosas que sólo el tiempo o la audacia conceden.

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La Traviata: de la convención al riesgo

A su lado, los Alfredos tienen menos coartadas para justificar sus falencias. Robert Girón aplica buen timbre y se preocupa por encontrar dulzuras líricas en varios apreciables momentos, pero en general tiene dificultad para oírse en la sala, y cuando debe empeñarse en sonar dramático y en registro agudo o de pasaje, lo hace casi estrangulado. Aparte de la reprensible violencia del Acto III, un poco desbocada a mi parecer, no ofreció ningún matiz de interpretación personal. Con mucha mejor prestación vocal, no es, sin embargo, mejor el Alfredo de Iván Cardozo, quien confiado en su sonido casi heroico, es extremadamente avaro en matices y sutilezas. Termina siendo predecible y como aún está inmaduro en sus movimientos escénicos, pierde relevancia.

Menos comprensibles son los Giorgios Germont que padecimos: la única baza a favor de Gaspar Colón es que asume la vulgaridad que enfatiza el atuendo que le confeccionaron (el padre de Alfredo es un burgués oportunista que ya ha arreglado el matrimonio de su hija y la discutible relación entre Violetta y su hijo viene a arruinar sus planes, Que después Violetta lo enternezca, o eso parezca, no desmiente esta impresión inicial) con su gestual y, más problemáticamente, con su prestación vocal, en la que no faltan tentativas de elegancia y acentos atinados con la situación, pero en general es áspera y en declive a medida que avanza el Acto II, su momento más importante. Ya cuando llega al “Di Provenza il mar”, la voz lo abandona dramáticamente.

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La Traviata: de la convención al riesgo

El joven Claudio González, por otras razones, no mejora la prestación. Voz sonora, que me recordó ráfagas del joven Ramón Iriarte, una de las mejores voces en esta cuerda que haya nacido en Venezuela, aún parece desconocer las nociones del canto legato y ni hablar las de la interpretación. A Colón podría justificarlo el cansancio del instrumento, pero a González nada lo redime de ser tan rígido y soso en su canto. 

El resto del elenco de Traviata consiste en comprimarios que sobrevive con más o menos airosamente a los desmanes o anodinia de los vestuarios y a las inconsecuencias de la puesta. Me fueron particularmente recordables la Flora de Talía Guerrero, la Annina de Keidy Márquez, el Grenvil de Martín Camacho y el Douphol de Abraham Ramos.

La tijera vs. Verdi

La dirección orquestal de Elisa Vegas se desmarcó de sus insuficiencias anteriores. Se notó en Traviata una preocupación mayor por dar un matiz dramático a la orquesta y por hacerse cómplice de los cantantes, los protagonistas de la ópera. En este apartado, pasó sin embargo de un extremo al otro, es decir: del forte constante derivó a asordinar exageradamente a sus músicos. Y en Verdi, aunque no haya el colorido que encontramos en Puccini, abunda por el contrario la disposición dramática que comenta, subraya, completa lo que se canta y lo que pasa en escena e incluso lo que no se dice ni se ve. Esto desapareció casi por completo en la batuta de la Vegas. Falta en general en el Acto II, salvo por las frases de los violoncellos que acompañan el “Dite alla giovine” de Violetta, pero un poco más adelante, es tan tenue su sonoridad que hizo que la Violetta de Camacaro se anticipara en la escena de la mesita donde escribe la despedida a Alfredo. Imagino que tiene la responsabilidad compartida con Palacios de los abundantes cortes infligidos a la partitura: ningún da capo, las cabalettas de Alfredo y Germont, y el más inexplicable, el de la repetición del tema central del concertante del Acto III, cuya mutilación vulnera no sólo la belleza del número sino su carga dramática. Por fortuna, en el último acto nos encontramos a una Elisa Vegas novedosa: con la meticulosidad y dinámica con la que dirigió el Preludio, por la manera como repite y da valor dramático a las reproposiciones de sus temas a lo largo del acto y, más en la función con la Camacaro que con la Bracho, en la complicidad de tempo y mordente con la que acompañó la entrega interpretativa de la joven soprano. No podemos redimirla, sin embargo, de los plurales desencuentros con el coro en Actos I y III. Y a ellos, de estos fallos, tampoco los salvan la destreza escénica que exhibieron junto con el Orfeón Libertador que los refuerza.

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La Traviata: de la convención al riesgo

El TTC, en tanto sala, tuvo también intervenciones relevantes, aunque todas negativas: Traviata es una ópera que, sin los cortes propinados, apenas rebasa las 2 horas de duración. Las funciones de este fin de semana duraron 3 horas y media. No es posible ni considerado con la ciudadanía que depende del transporte público, que en tres cambios de escenario se inviertan 90 minutos adicionales. Y lo del chirrido antimusical de las sillas de patio de la sala es simplemente insoportable, intrusivo y vergonzoso. 

Nota liminar: La Asociación Wagner Venezuela, uno de cuyos talones de Aquiles son sus RRPP, olvidó sugerir mi nombre para la lista de invitados al encuentro con los medios que organizó El Sistema con la soprano Sonya Yoncheva durante su visita próximo-pasada, pero no pasaron por alto, con suma celeridad y a través de un apreciado amigo, señalarme lo infundado de mi comentario acerca de las vacaciones de la cantante y la coincidencia de su concierto. Ante tan autorizada -pero un poco extemporánea, pues seguramente lo habrán expresado en la rueda de prensa de la que estuve involuntariamente ausente- información no me queda más remedio que darla por oficial y válida,  y retractarme de las insinuaciones y notas de humor con las que, a partir de ello, rocié mi crónica. En mi descargo, no obstante, diré que esa noticia llegó a mis oídos, no de una fuente, por demás muy confiable, sino de plurales procedencias y momentos, y yo no tenía razón para dudar ni de la veracidad ni de la buena fe de quienes me la proporcionaron, pues llegaron sin que yo inquiriera sobre ello ni tuvieran idea de lo que yo iba a escribir, pues a la diva no la habíamos escuchado siquiera. Invito pues a mis lectores a que, abusando de su paciencia, hagan la lectura de mi crónica obviando todo lo referido a las dichosas vacaciones. Pero ya no podré responder acerca de la impresión final que sobre la encantadora soprano se llevarán. 

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