La nueva producción operística de la Compañía de Ópera del Teatro Teresa Carreño llegó con la intención de vestirse los pantalones largos. Cavalleria rusticana, de Pietro Mascagni, y Pagliacci, de Ruggero Leoncavallo, forman la dupla más exitosa de la historia de la ópera y son prácticamente el manifiesto del llamado estilo verista italiano, pero también representan dos de los títulos más comprometidos del repertorio, por la dificultad primordialmente vocal de sus partituras, por la exigencia dramática (sus tramas de alto voltaje requieren dirección de escena e intérpretes de considerable destreza), por la asunción de un estilo interpretativo muy definido y al que hay que serle rigurosamente fiel para que las obras funcionen teatral y vocalmente, y por último, por la copiosa y demandante historia que arrastran fascinantemente a cuestas. Desde Caruso hasta Jonas Kauffmann; de Gemma Bellincioni a Fiorenza Cossotto; de Victor Maurel a Piero Cappuccilli, no hay cantante estelar de ópera que se respete que no haya asumido (o no sueñe en hacerlo), que no se haya calzado los zapatos de Santuzza o la “giubba” de Canio, el Pagliaccio.

Por ello, montar este díptico verista, era, con respeto de los anteriores Donizetti y Puccini vistos en la sala Ríos Reyna, un verdadero reto, terriblemente osado, en su mayoría, y una declaración de principios (o de desmesura, a la luz del resultado).

Para intentar salir airosa de la empresa, la propia directora de la Compañía de Ópera del TTC, la Maestra Isabel Palacios, decidió ponerse al frente de la producción. Ello constituía un plus de interés.

Homenaje neorrealista

En su idea escénica, la Palacios propone que ambas óperas transcurran en el mismo pueblo,  a horas de diferencia. A partir de allí concibe detalles ingeniosos y muy sensibles: Cavalleria transcurre en “blanco y negro”, a través de un encomiable trabajo de vestuario e iluminación (esta  última menos consistente) de Raquel Ríos y José Castillo, que utiliza la mantilla roja que Alfio le trae de regalo a su esposa Lola como el único elemento de color vivo que demora por la escena en toda la obra, pero las luces, en tanto mímesis del paso de las horas, no están totalmente logradas. Durante el intermezzo tres figurantes contemplan el horizonte de montañas (más cónsono con la selva negra o nuestros cerros andinos que con la mediterránea Sicilia, y ya veremos cómo eso influye en los personajes), pero no hay nada en el trabajo de luces y matices que transmitan al espectador lo que ellos están percibiendo.

En contraste, Pagliacci propone un estallido de color, en los carteles de los comediantes ambulantes, en sus trajes, faramalla, en los niños, en los trajes de los aldeanos y protagonistas, en los bombillos policromáticos con que la compañía de los primeros adorna el pueblo y en el ciclorama de fondo. Es un bello hallazgo pues el efecto visual hace notar la diferencia entre ambas partituras (estas obras no se estrenaron ni el mismo año, ni ensambladas como nos hemos acostumbrado a verlas desde el siglo XX hasta hoy): la de Mascagni, más pastoril y sencilla, apoyada en el fecundo, pero limitado melodismo de su autor, mientras que la de Leoncavallo, más brillante y sinfónica, produce destellos constantemente.

Además de este juego cromático, Palacios quiso, más audazmente, homenajear al cine italiano, básicamente al neorrealista: el blanco y negro de Cavalleria remitía a Visconti o Rossellini  y al menos en las funciones protagonizadas por la Santuzza de Melba González, había una alusión a la célebre Anna Magnani, estrella dramática del género, mientras que Pagliacci, apuntaba directamente a recrear célebres escenas de La Strada y Amarcord de Federico Fellini, con una presencia importante (quizás un poco excesiva) de Giulietta Masina y su entrañable Gelsomina. Todo ello contribuyó a ofrecer un espectáculo atractivo, entretenido, inteligente y eficaz en lo relativo al movimiento de las masas de coros y figurantes y de la mínima verosimilitud que estas dos óperas que intentan expresar “il vero”, la realidad, como sacada de las páginas rojas de un periódico, requieren.

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Cavalleria rusticana y Pagliacci: los gozos y las sombras
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Confusa escenografía

Pero, en la médula dramática, en el trabajo más importante e indispensable, el de la organización y expresividad de los protagonistas, todo anduvo más desafortunadamente. La escenografía, gracias a la idea primaria, fue casi idéntica para ambas obras, pero también en ellas, el trabajo de Francisco Caraballo tenía graves lagunas: ¿dónde estaba la importantísima iglesia del pueblo de Cavalleria, a donde van y de donde salen, o hacen mención casi todos los personajes de la obra? ¿Cuántos negocios conviven en la casa de Mamma Lucia, con ese cocinero que entra y sale de allí todo el tiempo? ¿Es creíble que ese mismo espacio sea luego la “tramoya” de la obra de los comediantes de Payasos? La gran puerta a la derecha del escenario ¿es o no la casa de Lola y Alfio en Cavalleria? Porque allí vemos a Turiddu y a Lola despidiéndose muy ardientemente al amanecer, a ella ingresa Alfio cuando llega de su faena, pero después cuando Lola sale a misa, le pregunta a Turiddu por su marido. Y los espectadores nos preguntamos: ¿tan mal van las cosas en ese matrimonio que ninguno de los dos se entera de cuando entra y sale la una y el otro? Al menos en el libreto de Verga-Menasci-Targioni no se incluye ese detalle marital. Si la compañía de Pagliacci monta su obra frente al negocio de Mamma Lucia, y si cuentan con una caravana, que ingresa al escenario en el primer cuadro, ¿qué sentido tiene esa cortina colgada al lado de la sacristía, a la derecha, de la cual sacan los cómicos comida, cajas, baúles, utilería, etc.? Y lo más desconcertante y nocivo de este nivel “accesorio” de la puesta: ¿por qué el “Cristo vivo”de la procesión de Pascua, ya vestido de civil, se atraviesa en escena en el momento climax del dúo entre Santuzza y Alfio? ¿Por qué esa incomprensible e injustificable  distracción?

Desigual funcionalidad

La regia de la Palacios nos deja una incómoda inquietud: ¿por qué funciona con un elenco y con otro no? ¿Teníamos uno perezoso y otro avispado? ¿Uno menos y otro más talentoso? ¿Con uno tiraron la toalla y con otro se esmeraron en cuidar detalles? Cualquiera sea la respuesta es preocupante por varias razones: 1) Se supone que uno de los objetivos de esta Compañía de Ópera es formar a los jóvenes talentos. No es posible ni ético que haya esas preferencias ni resignaciones; 2) si los cantantes no están aptos -por condición vocal, inmadurez interpretativa, juventud, etc.-para el compromiso que se les otorga, ¿por qué se les impone hacerlo si se conoce que no rendirán ni siquiera medianamente para los roles que asumen? Y 3) ¿por qué se expone al público esta deficiencia de la cual los directivos deberían estar plenamente conscientes? Porque lo que vimos con el elenco que cantó el 30 y el 2 (11 am) era difícilmente no perceptible en los ensayos. Gruesas incógnitas que van engordando las que nos hemos formulado desde los primeros productos de esta, sin embargo, necesaria y loable iniciativa.

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Los pobres Yenny Quintero y Jesús Herrera, Santuzza y Turiddu del elenco I, son, con sus características y condiciones vocales actuales, absolutamente inadecuados para esos papeles (a la primera yo le aconsejaría que lo sacase de su lista de aspiraciones definitivamente). La mezzo(?) Quintero tiene una voz que extraordinariamente reúne los más ásperos defectos de un cantante de ópera: timbre seco, ingrato, centros inexistentes, emisión gangosa y tremolante, tan sólo podrían salvarse sus notas agudas, que sin embargo, provenientes de su conjunto instrumental, son de todo menos mórbidas o brillantes. Y Herrera es demasiado joven e inmaduro para un rol que lo excede ampliamente. En la Siciliana, entre bastidores, estuvo justito de afinación. Tiene agradable timbre y volumen, pero canta demasiado escolarmente. No hizo el más mínimo esfuerzo para dar calor, veracidad, emoción, garra verista (estilema imprescindible) a su prestación. Tanto él como su alternativa, Alberto Colmenares, carecieron de arrestos tenoriles en el pintoresco “Viva il vino spumeggiante”. Melba González (Elenco II) gana, pero fundamentalmente por la comparación: tiene un instrumento de técnica más sólida, pero igualmente engola excesivamente la voz buscando el color oscuro que se exige de Santuzza, pero que si no se tiene naturalmente suena postizo y limita proyección y volumen. Su timbre tampoco es particularmente bello ni brillante, pero lució muchísimo más segura y expresiva, incluso se permitió acentos incisivos y personales, que su colega González, en la batalla cruenta con el rol que apreciábamos en escena, no podía ni soñar. Colmenares tiene una voz más franca y luminosa, y aunque su color esté más cerca de Nemorino o del Alfredo de Traviata, hizo un Turiddu más solar y seductivo. Esa seguridad canora hizo que resolviera mucho mejor su escena, sin ningún rasgo particularmente personal, pero teatralmente eficaz. Su disputa de celos con Santuzza y el “Addio alla mamma” fueron, a vasta diferencia de su colega Herrera, sensiblemente creíbles. La extraña distribución por funciones no me permitió escuchar a Abraham Camacho. Gaspar Colón en sus funciones como Alfio fue muy eficaz, a pesar de la manera pérfidamente musical como cantó su  entrada (quizás el menos inspirado de los números de esta hermosa partitura), pero destacó por acentos, volumen y garra en el dúo con Santuzza al final del primer cuadro. Sólo resentí (y no fue exclusivo de él) el modo demasiado flemático como se toma la revelación despechada e insidiosa que le hace Santuzza de sus cuernos . En general, este es el grupo de “sicilianos” más británicos o andinos que haya visto nunca en teatro. Son demasiado elegantes, contenidos, nada sanguíneos…

Marilyn Viloria es una solvente Mamma Lucia de repetitivos e incoherentes movimientos (abrir los brazos en cuenca o en abducción parece ser el movimiento favorito de las clases de expresión corporal de la compañía, pues usan y abusan de él varios de sus cantantes), parece que está dando una arenga cada vez que abre la boca, igual que la Nedda de Kimberly Maneiro que agotaba toda su expresividad (sic) en esa elevación de brazos y agarrándose continuamente la cabeza. (Aló? Puestista?) Adriana Gómez fue una muy atractiva Lola, que además posee un timbre más agradable y una mejor emisión que su rival Santuzza. Menos competitiva en el primer apartado fue Talía Guerrero, pero vocalmente también muy eficiente.

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Cavalleria rusticana y Pagliacci: los gozos y las sombras
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En Pagliacci la cosa fue más conflictiva. La Maestra Palacios, en aras de mantener su idea de la unidad de espacio en las dos obras, y de que viésemos a Mamma Lucia y a Santuzza abandonar dolorosamente el pueblo, hizo que el significantísimo Prólogo, extraordinaria y dificil aria para el barítono, se cantase a telón abierto, en la escena y dirigido a sus colegas comediantes. Lo del telón podría tolerarse, pero todo lo demás roza lo inadmisible y es infiel, pues así está expresamente escrito por Leoncavallo, autor del libreto y de la música de su ópera. Es un recurso pirandeliano o brechtiano avant la lettre, que busca anular la llamada cuarta pared imaginaria del teatro y debe cantarse obligatoriamente al público, no a los actores, cantantes ni a nadie que tenga que ver con lo que veremos enseguida en escena, so pena de que el hermoso texto del compositor resulte incoherente y pierda su original impacto. Tanto Claudio González como Christian Pabón lo cantaron bastante decentemente, pero no pudieron superar la rémora que inexplicablemente les amarró la regia. En el resto de la función cada uno de ellos resolvió con sus medios la escena con Nedda, menos torpe Pabón que González; fueron muy cómicos durante “el teatro dentro del teatro”, pero, al igual que todos sus compañeros de escena, no pudieron resolver las dificultades de la escena final cuando se superponen realidad y representación con el feroz hecho de sangre del desenlace. Fue una pena que, sobre todo, en las funciones del 1 y 2 de julio (4 pm), todo el esfuerzo y calidad del espectáculo se derrumbara, por inverosimilitud y exiliado verismo, en estos minutos finales donde Tonio casi obvia su necesaria interacción con Arlecchino/Beppe; los dos Canios (Francisco Morales y Robert Girón) más atentos a cómo, desde sus deficiencias, resolvían su canto precario, y Nedda, que depende de la interacción con este último, poco podía hacer sola. Son esas deserciones de la dirección de escena que tanto señalamos al Maestro Issa, y de las que Palacios no sacó las lecciones debidas.

Con la Nedda tuvimos experiencias alternas: insatisfactoria la protagonizada por la Maneiro, a quien ya aludimos. Voz inestable e irregular en emisión y volumen, pero además insegura y desasistida por la puesta en escena. Fue sumida por la mediocridad imperante de su elenco. Al contrario, con Greilys Bracho nos fue dada una estimulante revelación. Esta joven posee una voz de extraordinaria belleza, con volumen y presencia sin fisuras, pero además canta con gusto, con morbidez, disfrutando el trabajo que esta realizando, matizando y fraseando artísticamente, agregando una seguridad escénica que deberían imitar sus compañeros o fomentar los directivos de la compañía. Una verdadera voz de ópera.

Ignorar a Caruso

Canio fueron Francisco Morales y Robert Girón. Las reacciones a mis crónicas anteriores han sido alternas: unos respaldan y otros me adversan por no apoyar el talento joven y el esfuerzo de reconstrucción de la destruida ópera en Venezuela (y no les falta razón: no soy complaciente ni incondicional con nadie porque la ópera es dificil aquí y en Japón, y los resultados dependen principalmente de cómo se hayan llevado a cabo los procesos), pero estos dos cantantes me dan ocasión de reforzar y hacer comprensibles mis argumentos: ninguno de ellos es un novato, tienen ya años de carrera en las espaldas. Uno de ellos, al menos que yo sepa, ha hecho carrera internacional en roles protagónicos. Así, ¿cómo se explica que ofrezcan una prestación tan insalvable como la que atestiguamos? Morales con la voz estrangulada desde el propio inicio, temeroso de sus notas estelares, inseguro y apocado en escena, en un rol que demanda a gritos pasión, vehemencia, incluso exageración, por lo teatral que resulta; susurrando más que cantando su aria estelar y todo el Acto II. Y Girón, tres cuartos de lo mismo. La voz un poquito más sonora y brillante pero con feas incursiones nasales, con cambios de color y fonación y un progresivo e indetenible apocamiento que hace duro seguirle la pista en el segundo acto. Lo que ambos hicieron con el Vesti la giubba rayó en el irrespeto al público. Esta aria la conocen y suele gustar incluso a los no aficionados al género. Asistir a una función de Pagliacci es en gran parte, venir a escuchar cantarla, es invocar a los fantasmas gloriosos de Caruso, Martinelli, Del Mónaco y tantos otros y que uno se sienta complacido de haber tenido esa experiencia al menos una vez en la vida. Si el cantante de turno no puede hacer honor a esa historia y a esa herencia, lo más honesto que puede hacer es declinar la responsabilidad. Intentar cantarla a media voz -no por elección expresiva, sino para tratar de disimular la incapacidad de hacerle justicia a plena voz- fue algo bastante indigesto.

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Alfonso López Chollet, el maestro director musical y concertador en esta ocasión, enfrentaba, aparentemente, su bautizo de fuego como batuta de ópera. Tiene el mérito de haber estado atento y cómplice (quizás demasiado) con los cantantes, pero pagando el impuesto de que la prestación orquestal, en un par de partituras brillantes y donde abundan los pasajes orquestales destacados, se mediatizara. Quizás en Bellini o algún Donizetti esto no hubiera sido grave, pero en Cavalleria y Pagliacci, es como perder casi la mitad del goce. Además con él confirmamos otro de los enigmas del tan mentado sistema de sonido Constellation del Teresa Carreño. Esta vez la vulnerada fue la orquesta, no los cantantes. Cada vez que sonaban las campanas internas, nuestra casi centenaria Sinfónica de Venezuela se asordinaba. Atribuyo a ello también los plurales desacuerdos musicales que hubo entre coro y orquesta, sobre todo en la primera función. Y ya, absoluta responsabilidad de López Chollet, la carencia de teatralidad y de musicalidad lírica. En Pagliacci, por la riqueza instrumental de la partitura se notó menos, pero en Cavalleria, que abunda en repeticiones de temas y melodías, el director no hacía el menor esfuerzo por ofrecer variaciones dinámicas ni expresivas. Se contuvo sobremanera para salvar a sus Canios, pero eso lo hace cómplice de la deficiencia arriba descrita.

El Coro de Ópera del Teatro Teresa Carreño, esta vez reforzado por el Orfeón Libertador y los Niños Cantores de Venezuela dieron una presentación distante de su profesionalismo de antaño. Díscolos o incapaces de concertar cabalmente con la orquesta, y el apartado femenino con momentos cercanos a la estridencia, mancharon una prestación en la que sin embargo fueron contundentes en el Regina Coeli de Cavalleria y en el inicio de Pagliacci. Escénicamente son ya consabidos lobos de mar.

Incógnitas y misterios, luces y sombras, goces y decepciones: Cavallería y Payasos.

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