• El siguiente relato es de una venezolana que contó para El Diario cómo sufrió la corrupción y burocracia del Estado para obtener su documento de identidad, al igual que otros venezolanos

Eran las 11:30 am, estaba ansiosa y algo hambrienta. Mi estómago me avisaba que había pasado por alto la hora del desayuno. Yo permanecía sentada en la sala de espera de la oficina que visité cientos de veces en los últimos tres años.

Movía insistentemente mi pie derecho, un tic nervioso que dejaba ver lo agitada que estaba. Sentía que las agujas del reloj giraban lento. Traté de calmarme y conversar con una amiga vía WhatsApp, era fiel seguidora de mi “película” y aguardaba que le avisará sobre la “buena nueva”.

Varios minutos transcurrieron hasta que finalmente oí mi nombre, me paré, caminé lo más pausada que pude y ahí estaba: mi anhelado pasaporte. Lo toqué y lloré como quien al fin encuentra algo por lo que trabajó mucho, y en efecto así fue. Ese día no recibí un documento de identidad, mi ardua batalla por conseguirlo me hizo entender que lo que obtuve fue la llave para abrir la cerradura que me mantenía presa en Venezuela.

Para los venezolanos el pasaporte no es poca cosa. Hoy, en medio de la grave crisis que vivimos, más de 4.000.000 de ciudadanos se han ido. La migración ha sido masiva, así que el documento es necesario si quieres irte por la vía de la legalidad; si no lo tienes, las limitantes son infinitas.

Pero obtenerlo no es sencillo, en la Venezuela de Nicolás Maduro es agotador todo el proceso. A mí me tomó dos años y ocho meses exactos.

Mi paso por el Saime

Mi historia empezó el 27 de enero de 2017, fecha que había agendado con antelación porque en otra ocasión se me olvidó asistir y perdí mi cita, aquella vez decidí ser más precavida. En en ese momento no sabía que iba a recordar muchísimo ese día, por lo menos durante los siguientes años.

Estaba en el Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería (Saime) en la sede de Los Ruices, en Caracas. Como tantos otros venezolanos, esperaba la emisión de mi pasaporte. En aquel entonces la crisis comenzaba a sentirse con fuerza, tener harina de maíz en casa era un lujo y que te rindiera el salario ya era un milagro.

Las colas eran largas. Ese día llegué a las 8:00 am con la planilla y el depósito que pedían: 3.000 bolívares fuertes, una cifra que, en aquel momento, solo equivalía a tres pasajes de transporte público.

Aguardaba paciente en la fila mientras oía rumores sobre el retraso en la entrega del documento: “Mi hermana duró ocho meses esperando que le dieran el pasaporte. Apenas le terminó de salir”, comentaba una señora que estaba justo delante de mí.

Foto: AFP

Yo también había escuchado esos rumores en otros sitios, por eso, aunque no tenía planes de viajar al exterior de inmediato, quise solicitar el documento y “jugar adelante”.

Cuando entré a la oficina el proceso fue bastante rápido. Tomaron mis datos, mis huellas dactilares, la fotografía y listo. Estaba lista para irme. Sin embargo, antes quise conocer cuánto tiempo debía esperar para retirarlo, así que le pregunté al empleado que me había atendido. Él, con una sonrisa estampada en el rostro, como quien ha contestado muchas veces la misma pregunta, solo dijo:

— Te recomiendo que tengas paciencia y esperes porque están tardando. En unos seis meses deberías tenerlo.

Su sinceridad me alarmó, pero el tiempo que estimó para la entrega del documento no alteraba mis planes, al menos no hasta ese momento. Emigrar era mi meta. Ya lo había pensado en muchas ocasiones y lo había decidido: pensaba hacerlo en diciembre de 2017.

Esperé un par de meses, se volvió costumbre revisar el estado de mi trámite en la página del Saime, pero seguía estancado en el chequeo dactiloscópico, nunca avanzaba. Comenzaba a desesperarme, ya era julio y los seis meses se habían cumplido.

Foto cortesía

Mis alarmas se encendieron cuando comencé a percatarme de que mi situación no era aislada. En los medios de comunicación el retraso en la entrega del pasaporte comenzó a ser noticia; usuarios denunciaban que tenían hasta un año esperando.

Mi idea de emigrar ese año se evaporó. Decidí ir a la sede principal del Saime a buscar solución para mi caso. Las colas eran infinitas y no había más opción que hacerlas, hasta para preguntar alguna duda. En la fila cada caso era peor que otro, había muchísima gente del interior del país, con dos y hasta tres años de espera. Yo anhelaba que mi caso se solventara con mayor rapidez. Ese día me fui solo con la respuesta hostil de una empleada que estaba en la entrada del lugar : “Te toca esperar, no podemos hacer nada”.

Foto cortesía

Estaba frustrada, sentía mucha rabia e indignación y las palabras de aquella trabajadora no dejaban de resonar en mi cabeza. El mismo Estado que me limitaba con la escasez en supermercados, con los servicios públicos, con la inseguridad, también mantenía preso mi derecho a tener identidad. Estaba muy consciente de eso, lo que exigía era un derecho.

Ante la ola de denuncias, el Saime se vio obligado a dar respuestas, así que pusieron a disposición la opción de “pasaporte exprés”. El proceso era una agonía, la plataforma casi siempre estaba caída. Yo ingresaba en la madrugada diariamente para intentar obtener resultados e incluso comencé a seguir a muchos gestores que ofrecían consejos para efectuar el pago. Pero nada resultó.

Cumplí un año a la espera del pasaporte.

No tenía opciones, la situación del país empeoraba y yo veía alejarse aún más mis planes de emigrar. Mientras, despedía amigos y familiares que huían de la crisis hacia otros países, pero yo seguía a la espera del documento.

En esa estampida de allegados que emigró estaba mi hermana. Con 18 años de edad y un montón de sueños frustrados en Venezuela decidió irse en busca de un mejor futuro. Afortunadamente ella sí tenía pasaporte. Su partida hacia otro lugar supuso un golpe durísimo para mí, no solo porque era mi aliada en medio del caos, sino también porque no tener el documento me limitaba a saber con exactitud cuándo podría reencontrarme con ella. Separarnos fue devastador.

Foto cortesía

Desde aquel momento intensifiqué mi lucha por el pasaporte. Acudí a un gestor que pedía 150 dólares para agilizar el trámite. Di la mitad del dinero, esperé tres meses, pero nunca salió. Afortunadamente me devolvió el dinero, algo poco común. En otros casos estafan a los usuarios con la promesa de que recibirán el documento.

Era indignante pero tampoco tenía más opciones, así que seguí intentando. Pasaron dos años, 24 meses esperando por un documento que en otro país solo tarda un par de horas. A pesar del tiempo, seguía indignada.

Seguí despidiendo gente, ya Caracas se me hacía pequeña ¿Cómo un documento puede limitarte tanto? Pausó mis proyectos, incluso los amorosos, porque despedí a alguien con quien tuve planes que también se nublaron. Se fue más al Sur y yo me quedé, con el despecho de verlo partir y dejar inconcluso un cuento al que le vislumbraba un mejor final.

En medio de tantos “no” comencé a pensar que mi idea de emigrar estaría pausada por mucho tiempo. Ver a mis amigos en otros países empezando desde cero, con oportunidades reales de crecimiento, era una bocanada de alegría pero también un recordatorio de lo que yo no podía hacer.

Foto: EFE

En junio de 2019 el Saime asomó otra opción: ratificación de pasaporte para todos aquellos que lo hubiesen solicitado entre 2017 y 2018. Ya en ese punto, incrédula, ingresé a la plataforma, que arrojaba que no poseía documentos por ratificar; una semana más tarde finalmente aparecía mi pasaporte en el sistema, pero no podía pagar porque el sistema presentaba un error.

Dos meses intenté ingresar de madrugada o muy temprano en la mañana. Nada.

En una noche de septiembre volví a intentarlo y finalmente pude pagarlo, estaba emocionada pero aún no lo tenía en la mano. Después de tanto tiempo el pesimismo se vuelve un amigo en este tipo de trámites.

Captura de pantalla

Una semana más tarde, mi estado de trámite finalmente avanzó. Mi pasaporte estaba impreso, enseguida fui a la misma sede donde tiempo atrás saqué el documento y ahí, luego de saltarme el desayuno y de tres horas de espera, finalmente lo obtuve.

¿Qué se siente tener en tus manos algo que te limitó tanto? Respiré muy hondo y, claro, lloré, por las colas que hice, por las humillaciones, por los planes que demoré, pero especialmente lloré por la situación que vivimos en Venezuela, donde mendigamos incluso por nuestros derechos.

Ahora que ya logré la labor titánica de tener identidad, muchas cosas han cambiado. En 2017, cuando planeaba emigrar, lo hacía en un país donde se habían ido unos 3.000.000 de venezolanos, donde no había visados para ingresar a países de la región y un mal llamado xenofobia permanecía escondido. Hoy el panorama es distinto: hay casi 5.000.000 de ciudadanos están fuera, la región está en crisis y las visas se han convertido en la protección ideal para controlar la llegada de tantos venezolanos.

El camino es más escabroso. Así que dejé de hacer planes y comencé a vivir el día a día. El reencuentro con mi hermana aún está pendiente. Tengo anotados los abrazos y los momentos que el socialismo nos arrebató.

Lamentablemente mi caso no es el único, las historias con el Saime abundan. Yo solo espero que llegue el dia en que obtener un documento no sea una aventura de años, que la burocracia y la corrupción se erradiquen y dejen de ser los conductores del país.

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