• La escritora y gestora cultural publicó su libro Ochenta días en Iowa. Cuaderno de inapetencias, donde plasma su estancia en el International Writing Program de la Universidad de Iowa. En entrevista para El Diario, reconoce que si bien fue una experiencia enriquecedora, también tuvo que luchar con los sentimientos encontrados que le producía el estar lejos de un país con hambre

2018 fue un año agridulce para Jacqueline Goldberg. Por un lado, estaba la angustia de una crisis económica y humanitaria que llevó a Venezuela a convivir con el hambre; y por el otro, la oportunidad de un viaje único para su reconocida carrera como escritora y poeta. De la necesidad de procesar y entender esos sentimientos tan intensos como contrastantes, surgió Ochenta días en Iowa. Cuaderno de inapetencias, libro que pasea entre diferentes géneros, siendo una crónica gastronómica, un diario del ensimismamiento, a la vez de un testimonio de una época vista desde la distancia en el tiempo y el espacio.

El libro, publicado por la editorial Eclepsidra, recoge los apuntes durante sus 10 semanas de residencia en el International Writing Program (IWP) de la Universidad de Iowa, en Estados Unidos, y todas las reflexiones tras su regreso a una Venezuela claudicada. Sus recorridos, los escritores de todo el mundo con los que compartió y, sobre todo, la comida. 

Cada recuerdo viene asociado a un plato, un sabor, pero también a la profunda inapetencia que sufrió durante su estadía. Una que no correspondía al nerviosismo o la saciedad, sino más bien al temor y la culpa causados por verse ante la abundancia mientras en su país una gran parte de la población sufría los estragos de la desnutrición. Un trauma para el cual la autora incluso acuñó una palabra: paisorexia.

Paisorexia es síndrome. Digamos que persistente inapetencia con consecuencias fisiológicas o no, producto del contacto cognitivo con la noción de país y su crisis socioalimentaria. Un daño o maltrato infringido por el Estado a la psiquis de los venezolanos que a diario nos topamos con el hambre propia o ajena, ya como inherente a la realidad, sea que vivamos en territorio nacional o como turistas en tierras lejanas”, explica en un fragmento del libro.

En perspectiva

Jacqueline Goldberg
Goldberg (centro) acompañada de las escritoras Eman Alyousuf, de Emiratos Árabes y Haifa Abu Al-Nadi, de Jordania (a la izquierda); y por Faisal Oddang, de Indonesia y Aram Pachyan, de Armenia (a la derecha). Foto: Cortesía

En entrevista para El Diario, Goldberg cuenta que escribió el libro durante los días de encierro por la pandemia de covid-19. Sirvió como un ejercicio en el que plasmó en casi 260 páginas sus experiencias junto a otros 27 escritores de 26 países diferentes. Curiosamente, ese año el único gentilicio que contó con dos participantes dentro de esa “torre de Babel”, como ella lo define, fue el venezolano. Además de Goldberg, también estuvo el escritor caraqueño Roberto Echeto.

Importantísimo desde el punto de vista personal, de crecimiento, lo que significó convivir con otros 27 escritores de 26 países. Todos con culturas, con formas de ver el mundo, incluso vestimentas, con actitudes, con una alimentación completamente distinta, y que hacía un intercambio desde lo cultural y lo literario muy enriquecedor. La posibilidad de caminar, de experimentar lo que es no tener miedo, ir a una biblioteca y quedarme hasta medianoche o caminar junto al río, poder pensar y ver a Venezuela desde la distancia”, rememora la poeta.

En pleno corazón del Midwest estadounidense, el libro habla de sus días en el campus de la universidad, en una habitación sin cocina, pero con dos neveras, donde afirma haber vivido una experiencia similar a la de un campamento. También de la exploración de aquel paisaje de maizales y pie de manzana que representa Iowa City, su cultura, restaurantes y las historias que otros escritores del IWP han dejado inscritas en sus calles y bares.

Pero no todo fue Iowa. Como parte del programa, Goldberg reseña también lo que llama sus “viajes en el viaje”. Las tardes grises de Seattle, la doble visita a Chicago y el fantasma de las torres gemelas que aún extraña la vista de Nueva York. También estuvo en la capital, Washington DC, donde dejó un registro sonoro de su poemario Limones en almíbar en el Archive of Hispanic Literature on Tape, de la Biblioteca del Congreso.

Sobre el IWP

El International Writing Program es una iniciativa creada por la Universidad de Iowa en 1967, con el fin de conectar a escritores alrededor del mundo y brindarles herramientas para la investigación y promoción de su actividad creativa. Hasta ahora, en su programa de residencia han participado más de 1.500 autores de 150 países, quienes además de tener un espacio seguro para la realización de sus proyectos literarios, también participan en talleres, conversatorios, intercambios culturales y lecturas de sus obras.nn19 escritores venezolanos han estado presentes en sus convocatorias. En su libro, Goldberg enumera a todos sus antecesores:u0026nbsp; Antonieta Madrid y Juan Sánchez Peláez (1969), Mariela Arvelo (1980), Antonio López Ortega (1990), Verónica Jaffé (1992), Gustavo Ott (1993), Arturo Gutiérrez Plaza (1997), Leonardo Henríquez (2008), Fedosy Santaella (2009), Beverly Pérez Rego (2010), Francisco Suniaga (2011), Milagros Socorro (2012), Rodrigo Blanco Calderón (2013), Natasha Tiniacos (2014), Hensil Rahn y Carlos Patiño (2016) y Enza García Arreaza (2017).nnGoldberg aclara que entre 2019 y 2021 ningún venezolano viajó. En parte por la pandemia, y también por el cierre de la Embajada de Estados Unidos en Caracas, donde se solía hacer las gestiones. No fue sino hasta este 2022 que se retomó con la poeta Pamela Rahn, quien recientemente viajó a Iowa para hacer la residencia.n

Para nunca olvidar

En las primeras páginas de su libro, Goldberg hace una serie de reflexiones sobre la ausencia del país y el limbo que supone estar afuera sin ser migrante, pero tampoco una turista. También sobre la relación que tiene la alimentación como un acto de asimilación de una nueva cultura, la cual plasma en las palabras del antropólogo Jean-Pierre Poulain: “Comer es incorporar un territorio a nuestro cuerpo”.

A pesar de que comió bastante Iowa y otras ciudades, la poeta se vio sorprendida por una profunda y repentina inapetencia. Una que la privó de disfrutar placeres como el de comer mantequilla de maní directamente del pote en su habitación de hotel, o disfrutar la diversidad de gastronomías que compartía con sus compañeros del IWP. Fue una inapetencia que se extendió en todos sus sentidos, cuando en retrospectiva observa todas las actividades que pudo haber hecho y no hizo, o los sitios que, aún estando tan cerca, no visitó. Aclara que eso no significó que se recluyera durante esos 80 días, pero sí hubo una sensación de insatisfacción de la que reconoce no fue consciente hasta los últimos días de la residencia.

“De alguna manera trasplanté lo que había sido mi rutina alimenticia. Es importantísimo recordar que 2018 fue año de anaqueles vacíos, de buscar bachaqueros (revendedores) para conseguir papel de baño. De no comer un montón de cosas que parecen sumamente básicas, y llegué allá sin darme cuenta, repitiendo esa misma actitud de campamento”, señala.

Esas inquietudes la acompañaron de regreso a casa, donde fue recibida por el calor de su familia, pero también por los apagones, escasez y cronogramas de racionamientos. Con el tiempo, descubrió que precisamente allí residía la causa de su paisorexia, quizás como un síndrome del sobreviviente que la aquejó al llegar a un país famoso por sus supermercados excesivos.

En un momento donde Venezuela parece haber dejado atrás las colas para comprar dos paquetes de harina de maíz por persona, y ahora abundan los bodegones que simulan prosperidad con productos importados, Goldberg sintió la necesidad de que Ochenta días en Iowa fuera un recordatorio de todo lo que vivió en esa época, una cicatriz de la memoria. Y en eso el libro se convierte en un oxímoron de la plenitud del viaje, frente al temor del hambre que la esperaba en su tierra.

“Escribí este libro porque no quiero que se me olvide lo que fue 2018, ese año terrible. Que esta ‘pax bodegónica’, que no me gusta mucho el término porque no hay paz ni los bodegones están influyendo de tal manera en nuestras vidas, que no haga que se nos olvide lo que nos ha pasado hasta ahora. Sobre todo porque además sigue habiendo hambre, sigue habiendo dificultades”, asevera.

Jacqueline Goldberg y el diagnóstico de la paisorexia
Goldberg frente al Ayuntamiento de Iowa City. Foto: Cortesía

***

—¿Qué opina de frases como “Venezuela se está arreglando” y “la pax bodegónica”?

—No, qué va (risas). Venezuela no se está arreglando, está peor cada día y esos bodegones llenos creo que son otra forma de humillación alimentaria. Yo me pregunto quién escoge lo que traen esos bodegones, que traen casi todos mismo. Y hablo de estos locales que se promocionan producto por producto, no de las casas de exquisiteces que son muy, pero muy antiguas y no tienen que ver con esta crisis. Hablo de los bodegones que traen mantequilla de maní, aceite de oliva, chicles, café instantáneo, chucherías, ¿quién decide qué es lo que quiere consumir el venezolano de cosas importadas?¿Quién decide si se quiere un café instantáneo y no uno recién molido y maravilloso que tenemos aquí mismo? Entonces creo que no es precisamente un signo de abundancia, sino otra forma de humillación antropológica y gastronómica.

Ficha de la autora

Jacqueline Goldberg nació en Maracaibo el 24 de noviembre de 1966. Estudió Letras en la Universidad del Zulia y posee un doctorado en Ciencias Sociales, además de un diplomado en Cultura y Alimentación en Venezuela, y otro en Gerencia Cultural. Cuenta con una larga trayectoria como escritora, con más de 40 títulos de poesía, ensayo, narrativa y biografías. Como periodista gastronómica ha escrito en importantes publicaciones como Cocina y vino, El Nacional, E-Sabor y Papa y vino. nnEs una de las voces más importantes de la literatura venezolana contemporánea, con una gran experiencia además como editora, promotora literaria y gestora cultural. Entre los premios que ha ganado figuran el Premio Nacional de Literatura Infantil Miguel Vicente Pata Caliente (1996), Premio Caupolicán Ovalles de Poesía de la Bienal Mariano Picón Salas (2001), Medalla Internacional de Narrativa Lucila Palacios (2014) y el XII Premio Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana (2012). Actualmente es coordinadora editorial de la Fundación La Poeteca.n

El centro de la mesa

Jacqueline Goldberg
De izquierda a derecha: Roberto Echeto (Venezuela), Ausra Kaziliunaité (Lituania), Eman Alyousuf (Emiratos Árabes), Haifa Abu Al-Nadi (Jordania); Huang Chong-Kai (Taiwán), Umar Timol (Mauricio), Jacqueline Goldberg y Bayasaa Batsuuri (Mongolia). Foto: Cortesía

Desde los años noventa, en paralelo a su carrera literaria, Goldberg ejerció el periodismo gastronómico, escribiendo columnas y reseñas para múltiples revistas especializadas. Incluso en algún punto ambas vocaciones se cruzaron, como en su libro Limones en almíbar, que recibió en 2015 el Premio Tenedor de Oro de la Academia Venezolana de Gastronomía. Por eso narrar a través de los sabores no era un ejercicio nuevo para ella.

En Ochenta días en Iowa, la escritora le da un papel central a la comida como motor de cada pasaje. Lo que comió y dejó de comer, las sensaciones y recuerdos alrededor de la mesa van hilando la historia, además de cada restaurante y cafetería donde halló su refugio fuera del IWP. En sus páginas, además de hablar de la comida, también presenta una minuciosa investigación sobre su historia, referencias dentro de la cultura y su importancia dentro del contexto social en el que se desenvuelve. 

Todo un viaje a través de los alimentos que, quizás sin el merecido protagonismo, marcaron momentos estelares en libros, películas, canciones y anécdotas. “Porque me interesan los sabores, el placer desde los sabores, a mí misma me sorprendió mi inapetencia”, afirma.

—¿Cree que el sentido de gusto ha sido suficientemente tratado en la literatura?

—Nunca hay suficiente. Por supuesto, hay libros maravillosos que tratan el tema gastronómico. Creo que no hay ninguno con el que diga este es el propio. De todos puedo tomar un poquito, y mucho más en la narrativa y el ensayo, pero en la poesía es un tema que no sé, no ha sido demasiado tratado. Quizás porque es demasiado cotidiano alimentarse y todo lo que ello implica, y ha pasado poco. Pero por supuesto que hay libros maravillosos sobre el tema.

En perpetua transformación

Jacqueline Goldberg y el diagnóstico de la paisorexia
Jacqueline Goldberg. Foto: Cortesía

“Comer ha sido un gran tema toda mi vida, desde lo bueno y lo malo”, afirma Goldberg. Cuenta que su padre fue sobreviviente del Holocausto, mientras que su madre huyó de su natal Polonia por la misma persecución contra el pueblo judío. Las huellas de la guerra marcaron en su familia la forma de relacionarse con la comida, transmitiéndose como un gen a las próximas generaciones. 

“Eso hacía que de alguna manera fuéramos acumulativos, precavidos, pero tuvo todo el lado más hermoso y positivo que fue el disfrute de la comida. Mi papá compraba cosas deliciosas con los recursos que tuviéramos en cada época y cocinaba. Aprendió a cocinar y lo hacía maravillosamente, porque mi abuela también cocinaba. Trataba de sacarle provecho para disfrutar todo lo que no disfrutó durante la guerra. Eso hizo que yo, además de tener placer por comer, también aprendiera a cocinar, y como tenía que ser natural, porque es mi oficio escribir, eso tenía que pasar a la escritura”, relata.

En su libro, también habla sobre las mujeres recluidas en el campo de concentración de Terezín, en Praga, quienes tras duras jornadas de trabajos forzados, se dedicaban por las noches a intercambiar recetas de cocina y fantasear con los platos que prepararían al salir de allí. De ese acto de imaginación surgió luego un libro de recetas que Goldberg atesora. Para ella, eso constituye un ejemplo de cómo aún en los momentos más oscuros de la Humanidad, la cocina se transforma para adaptarse a los cambios.

Esto también lo traspola a la forma en que los venezolanos modificaron su dieta por la emergencia humanitaria compleja. Señala que es natural que la cocina evolucione de acuerdo con la disponibilidad en las despensas. Sin minimizar el daño nutricional que dejó la mala alimentación en un gran sector de la población, señala que lo más importante no fue el redescubrir las arepas de maíz pilado, papa o yuca, sino el mantener el sentido de ritualidad y placer que debe existir en la mesa. “Todo eso fue una experimentación interesantísima de la que salieron platos que se quedaron en nuestras casas y con los que seguimos conviviendo. Ya habrá alguien que diga que esto surgió de la crisis de 2017, probamos cosas y fue interesante”, apunta.

***

—¿Qué tanto de nosotros está determinado por la comida que consumimos y cómo refleja nuestra identidad?

—La comida es todo. Es nuestra identidad, es nuestra poética, es lo que nos refleja estemos donde estemos. Nuestro propio hogar refleja lo que ha sido nuestra historia, nuestra biografía. La comida es nuestro autorretrato y allí ponemos lo que nos viene del hogar, de la ciudad de donde somos, del país y no hay manera de huir de eso. De hecho, cuando se van adaptando otras gastronomías por viajes o por migración, también la forma de transformar ese gusto, de adoptar nuevos alimentos tiene que ver con nuestra propia identidad. Todo depende de la cultura que traemos con nosotros.

—¿Cuál es su sabor favorito?

—Si me lo preguntas así, diría que salado. Es decir, si vamos a que hay cinco sabores básicos, yo siempre preferiré algo salado que algo dulce. Pero si me preguntas por alimentos imprescindibles para mí, algo que me llevaría a una isla desierta como un libro, yo diría que chocolate. El chocolate para mí es imprescindible. También el queso, pero si yo puedo tener en una misma comida chocolate y queso, puedo ser inmensamente feliz.

Jacqueline Goldberg
Foto: Cortesía

***

En Ochenta días en Iowa, Goldberg menciona a la reconocida filósofa y activista política francesa Simone Weil. Una versión aceptada por varios biógrafos sobre su muerte en 1943 es que, durante su ingreso por tuberculosis en el sanatorio de Ashford, Inglaterra, Weil decidió dormir en el piso y privarse voluntariamente del alimento, con el fin de vivir a la par que sus compatriotas, quienes sufrían el hambre y el frío durante la ocupación nazi. En el caso de Goldberg, su inapetencia si bien fue también elegida, estuvo impulsada por el temor al hambre.

Estudiando los diferentes tipos de anorexia, halló que en un sentido bastante general, se suele definir en el diccionario como inapetencia. Eso la llevó a dar con la raíz griega “oreg”, que significa deseo o apetito, y el sufijo “-ia”, que denota cualidad. En este sentido, armó la palabra paisorexia como el síndrome patológico nacido de un daño antropológico, de una suerte de anorexia por el país.

Para Goldberg, escribir Ochenta días en Iowa fue un proceso de terapia durante la cuarentena. Un apetito por evocar aquel viaje que todavía no ha podido saciar. Una experiencia que puede resumir precisamente en uno de los pasajes del libro. “Quizás padezco síndrome del viajero eterno: no estar a gusto en ningún lugar, siempre inapetente. En un país que me repele, donde claudico a medias, sin irme, sin quedarme, sin volver. Forzada. Con pies forzados a quedarse”.

El libro será presentado el 9 de marzo de 2022 en Trasnocho Cultural, en el centro comercial Paseo Las Mercedes, Caracas. Contará con palabras de la nutricionista y activista Susana Rafalli, el escritor Karl Krispin, además de la antropóloga y miembro de la Academia Venezolana de Historia, Ocarina Castillo.

Noticias relacionadas