• Extremar las medidas de higiene, resguardarse en casa, o tener que vencer el miedo y salir a las calles para trabajar son parte de la realidad de muchos en España, el tercer país con más afectados por Covid-19 en el mundo. Una venezolana que vive en Madrid compartió su historia con El Diario

Recuerdo que una de las tantas experiencias que me generó cierto choque al migrar de Venezuela, en octubre de 2019, fue encender el televisor para ver los noticieros de España. La forma de abordar la misma noticia durante semanas y retomar incluso aquellas que habían ocurrido meses atrás contrastaba con los medios de mi país, donde el acontecer diario es tan copioso que un solo suceso forma parte de una lista que, probablemente, no volverá a ser nombrada jamás.

Recuerdo cómo luego de convivir tres meses con aquella realidad informativa, cambiaba de canal con cierta indiferencia en busca de otra programación cuando hablaban de un virus que había surgido en China durante el mes anterior.

Aquello me resultaba tan lejano y repetitivo que llegué a considerar que solo se trataba de la dinámica de los medios españoles que había observado desde que migré: informar y retomar. “Más de lo mismo”, pensé.

No pasó mucho tiempo para que el coronavirus de Wuhan tocara el territorio español con dos diagnósticos positivos: uno en La Gomera y otro en Palma de Mallorca. Luego de varios días de aislamiento, ambos pacientes fueron dados de alta y la noticia de que España había quedado libre de la enfermedad daba la sensación de estar en un país blindado contra un virus que ya había tomado varias naciones.

A pesar de la buena noticia, decidimos comprar algunos enlatados y productos no perecederos, porque “uno nunca sabe”. Después de pasar por la experiencia del desabastecimiento en Venezuela, dejar de tener un poco de comida reservada para alguna eventualidad no era una opción. La tranquilidad duró poco luego de que se registrara un nuevo caso de Covid-19 en el país, el 25 de febrero.

El uso de mascarillas y geles antibacteriales ya se había mencionado como una forma de evitar el contagio, por lo que el mismo día de la reaparición de la enfermedad un familiar me pidió que comprara aquellos insumos en la farmacia de la esquina.

Qué exageración, nadie está usando tapabocas en la calle. La farmaceuta va a pensar que soy hipocondríaca”, pensé en ese momento.

A pesar de ello, tomé el dinero y me acerqué para preguntar por los productos en un par de droguerías, pero en ambas recibí la misma respuesta: “están agotados a nivel nacional. Podemos anotarte en una lista de espera”.

Volver a escuchar aquella frase a menos de cinco meses de haber migrado al primer mundo me pareció algo surreal, pero acepté la propuesta. Mi nombre y mi número de teléfono quedaron plasmados al final de una hoja que ya tenía a una veintena de personas anotadas en ella.

Con cada día que pasaba, los canales informativos comenzaron a tomar una mayor importancia en la casa. La constante actualización sobre el número de contagios era alarmante; sin embargo, las calles del centro de Madrid se mantenían igual o más transitadas que cuando las conocí, el virus apenas se nombraba en el transporte público y el día de los madrileños transcurría con total normalidad.

El anuncio de una serie de medidas, como la suspensión de las clases en la Comunidad de Madrid o la habilitación de camas en hospitales para atender la crisis sanitaria, supuso un antes y un después en la rutina de la población dos semanas luego de registrarse un nuevo caso de contagio.

Al día siguiente fui al supermercado para comprar un poco de fruta. A medida que me acercaba al establecimiento, comencé a notar que había más personas de lo normal en la salida, todos con una cantidad de bolsas llenas de comida que hacía parecer que se preparaban para una guerra.

Al entrar a lugar quedé estupefacta luego de ver cómo la cola de gente que esperaba para pagar se perdía entre los pasillos. “No puedo estar viendo esto otra vez, el caos me persigue a donde quiera que voy y no puedo escapar de él”, comencé a pensar.

“Cancelada la compra de fruta”, decidí luego de permanecer un par de minutos perpleja viendo aquella escena, que me hacía sentir como si viviese un déjà vu de Venezuela. Fue en ese momento cuando comencé a preocuparme por aquel virus que apenas un mes antes pasaba desapercibido entre los canales del televisor.

Algunos comercios comenzaron a tomar medidas, como el uso de cajas para evitar la entrada a los locales y plásticos para separar a sus empleados de la clientela, mientras que personal del centro de salud abordaba a quien llegaba para preguntarle, con un metro y medio de distancia de por medio, el motivo de su presencia en el lugar.

Foto: Adriana Fernández

Aquel escenario me hizo rechazar la posibilidad de salir a la calle. La idea de entrar en algún espacio cerrado con un grupo de personas o de cruzarme en una acera con alguien que pudiese haber contraído la enfermedad comenzó a mortificarme.

Tres días después las autoridades decretaron la cuarentena, por lo que toda actividad comercial quedó suspendida, excepto aquella dedicada a la venta de productos de primera necesidad. La medida, que buscó reducir la propagación del coronavirus, no evitó que me volviese a encontrar con las calles de Madrid esa misma semana.

Calles desoladas

La preocupación estuvo presente cuando tuve que salir de casa para ir a trabajar en el supermercado, una de las pocas actividades comerciales que no se ha detenido ante la presencia de aquel peligro inminente que parece estar al acecho en cada esquina del país.

Eran cerca de las 9:00 am de un fin de semana. Necesitaba recorrer una extensa avenida bordeada por árboles, que fueron desnudados semanas atrás por el invierno, para poder llegar al metro. No hubo carros circulando ni personas ejercitándose. Solo había un silencio que apenas se rompía cuando mis botas caían en los adoquines de la acera con cada paso que daba.

Una vez en el transporte subterráneo, evitar tocar con las manos los torniquetes, los tubos del tren o las puertas era vital. Aquella preocupación que me acompañó desde que salí de casa parecía ser la misma de las pocas personas con las que compartí vagón esa mañana: observar dónde estaban sentados los demás y elegir el puesto más lejano para mantener distancia parecía ser el modus operandi de todos, incluyéndome.

Foto: Adriana Fernández

Llegué un poco más temprano a mi puesto de trabajo, por lo que pude recorrer el lugar para evaluar el escenario. Los anaqueles vacíos en las zonas donde deberían estar los enlatados, los granos, las pastas, la leche, el jabón para las manos, los detergentes, el papel de cocina y el papel de baño me hicieron sentir nuevamente como en mi país; sin embargo, algunos de los productos fueron repuestos en el transcurso del día.

Las medidas de higiene se intensificaron en el supermercado. Entregaron guantes y mascarillas al personal. Pusieron módulos con guantes de plástico y antibacterial para los usuarios. El aforo de personas en el establecimiento debía limitarse, por lo que los visitantes comenzaron a hacer fila en el exterior para pasar a medida de que los otros clientes salían con su compra.

Pasé gran parte de la jornada atendiendo en cajas. Las compras nerviosas eran evidentes cuando observaba a personas llevando en sus carros cantidades absurdas de productos de limpieza o papel higiénico. “Se irá a bañar con la lejía”, recuerdo haber pensado cuando le cobré unos ocho litros a un cliente.

Hacer la compra en el supermercado es una de las pocas diligencias que los españoles pueden realizar sin el riesgo de ser multados por la policía por romper la cuarentena.

En cierto momento, cuando algún cliente llegaba hasta la caja solo con una lata de cerveza en la mano, comencé a entender que aquella excepción a la regla llegó a servir de excusa a más de uno para salir del encierro de sus hogares.

La soledad en las calles se mantuvo cuando salí del trabajo para regresar a mi hogar: las santamarías de los comercios estaban abajo y las vitrinas de la mayoría de los locales tenían un papel impreso en el que se explicaba la razón del cierre acompañada de una frase que se popularizó al poco tiempo: #Yomequedoencasa.

Foto: Adriana Fernández

Me baño, luego existo

No estoy sola en España, vivo con una de mis tías, que puede trabajar desde casa, y mi abuela, de 90 años de edad. Las medidas de higiene en el apartamento se agudizaron desde el primer día que salí al trabajo mientras el país estaba en cuarentena.

Cuando se acerca la hora de mi llegada a la casa, mi tía vigila la calle para saber cuándo entro al edificio. Pareciera que una vez confirmada mi llegada a la residencia estuviese pendiente de cuándo llega el ascensor a su piso, porque cada vez que esto ocurre, abre la puerta del apartamento con la misma dedicación de un portero. Todo para que yo no toque el picaporte con las manos, porque “puedo tener el coronavirus pegado”.

Los saludos con besos y abrazos se acabaron. El hambre que siempre tengo al llegar por ser casi las 5:00 pm y no haber almorzado queda en un segundo plano cuando de desinfectarse se trata. Al entrar a la vivienda, paso directamente al balcón para dejar la ropa, el abrigo y los zapatos para tratar de apartar todo aquello que estuvo expuesto al virus. Lavarme las manos y bañarme son los pasos siguientes. 

La convivencia con mi abuela, una persona de alto riesgo ante la enfermedad, también ha cambiado desde que el coronavirus forma parte de nuestro día a día. El miedo de haber contraído el virus durante mi jornada laboral evita que comparta el sillón con ella, e incluso, que permanezca durante mucho tiempo en el mismo espacio donde se encuentre.

Otra familiar, que vive cerca de nosotros y tampoco ha dejado de trabajar en tienda por tratarse de un local de alimentación, también se ha abstenido de entrar al apartamento por miedo a perjudicarla. En varias ocasiones ha dejado galletas o barras de pan afuera de la casa para luego avisar por intercomunicador de la existencia de aquellos insumos y así evitar contagiarla.

En menos de un mes se han registrado más de 20.000 contagios y más de 1.000 muertes por coronavirus en España, un país cuya normalidad se trastocó por el miedo de una población que estaba acostumbrada a recorrer sus calles y que ha convertido sus hogares en trincheras para evitar la enfermedad.

Los días en cuarentena continúan su marcha mientras quienes permanecen “refugiados” encuentran en la limpieza, los idiomas, las series de televisión o las películas online una forma de pasar el tiempo mientras se mantiene la esperanza de volver a vivir la ciudad de la manera en la que lo hacían meses atrás, cuando el coronavirus parecía ser solo una noticia más.

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