Cualquier cosa, antes que recargar la invectiva entre moralistas e ideólogos del milenio, anti neoliberales o anti socialistas, que acaso dé igual cuando de ser “anti” solo se trata.

Personalidades del pensamiento oportuno, debaten en este momento, no con tanta gracia como animación, sobre el asunto que demanda atención unánime. Byung Chul Han ha salido al paso a la alborozada profecía de Slavoj Zizek. Los filósofos no se ponen de acuerdo en cuanto a si la pandemia entregará el futuro a un férreo liberalismo o a un comunismo refrescado.

Tal diatriba, además, requiere de mucha ciencia.  Y en las líneas que esta página ensaya se trata del arte, o más bien, del entendimiento que podría adquirir cualquiera cuando un filósofo se despoja de la filosofía para decir cosas alrededor del acto de creación, ese instante que Aristóteles indica en la techné, y denomina poiesis. Inténtese dejar hasta ahí la conceptualización clásica.

¿Qué habrá querido decir Gilles Deleuze con “filosofía práctica”? Se ha de leer su breve tratado biográfico sobre Baruch Spinoza, filósofo prolífico del XVI, al menos antes de responder. Pero, no se redundará en la premisa antes planteada si se dice que Deleuze algo asoma cuando, de pronto, claudica ante el arte, y habla como artista: “…no es teoría, no es filosofía”. Es cine, concluye quien lo escucha.

Corre la década de los noventas y el pensador francés dicta una charla en la Fémis, la escuela de cine proverbial de su país, ante la audiencia de los estudiantes. En uno de los pasajes iniciales, el filósofo sorprende al hablar del cine de su connacional Robert Bresson, uno de los maestro de los que tributa la Nouvelle Vague. Comenta Deleuze: “Bresson es el primer cineasta en hacer espacio con trocitos desconectados cuya conexión no está predeterminada… ¿Qué conectan esos trocitos en el espacio-tiempo? La mano”. Al responderse a sí mismo el conferencista levanta su mano derecha. “No es teoría, no es filosofía, no se deduce así”, insiste. “Es la valorización cinematográfica de la mano”.

La mano, esa misma que ahora no podemos posar en ninguna parte, despojada de su naturaleza tocadora, de su función orgánica, constreñida de su rol acariciador a la miseria de rozar la lisa pantalla con un dedo.

En aquel entonces cuando Deleuze habló a los jóvenes de la Fémis, el tacto se imponía a la suplantación o su representación, de ahí el impacto que el aserto del pensador tuvo al menos en aquella reducida audiencia. Para él, Bresson se valía de la mano como recurso de continuidad cinematográfica. La edición de planos de detalle de manos asimilaba al cine algo de lo que carecía por definición: el tacto.

El cine es duración en un espacio representado mediante el recurso al montaje y, como es visto, hasta Bresson, ningún cineasta reparó en las manos para juntar “esos trocitos cuya conexión no está predeterminada”. El cine, el arte más reciente y llamado “total”, en el desarrollo continuo de su lenguaje, aún en exploración, implicaba con Bresson aquel sentido que le faltaba.

No se podía tocar, como tocarse puede, si permitiera el guardián de la Galería de la Academia, en Florencia, el mármol del David de Miguel Ángel. Pero, la continuidad en el detalle de las manos daba el valor cinematográfico correspondiente a tocar, acariciar, amasar, tal como ilustra el video ensayo del cineasta y crítico estadounidense Kogonada.

Y concluía Deleuze en aquella charla: “No solo se trata de que (Bresson) sabe filmar las manos extraordinariamente, es que las necesita”.

En la hora que corre, sometido a la distancia social obligatoria de la política de la pandemia, el individuo debe guardarse además de las manos propias y de las queridas hasta en el ámbito más personal. El mismo individuo que hasta ayer se solazaba por horas deslizando el solo índice sobre la pantalla de su dispositivo móvil, olvidado de todo tacto con la realidad a la mano, al darla por obvia, ahora echará de menos la posibilidad de tocar.

El legendario ensayista del estructuralismo francés Roland Barthes escribía sobre los sentidos humanos: “el tacto es el más desmitificador de los sentidos, al contrario de la vista, que es el más mágico”. Barthes, leal a la estética que impone el distanciamiento para dar tiempo a la contemplación del misterio de lo bello –sin tocar, por favor–, tal vez hoy estaría entre los que echan de menos la posibilidad de tender la mano y palpar, tantear el volumen, la textura, la rugosidad, si la cosa acaso es fría o caliente.

No es sino el impulso primigenio que el niño a gatas todavía manifiesta y, sin más, va y toca hasta quemarse. Es otro enigma el que interroga ¿qué se sentirá al tocar? Tocar es el acto fundador inscrito en el genoma desde que hace cientos de miles de años aquel primer homo sapiens tomó entre sus manos la arcilla húmeda de la caverna y la estrujó hasta crear una forma, un cuerpo de barro.

Para los teóricos de finales de siglo, así como para el muy actual Byung Chul Han, ese alejamiento de la mirada necesario a la experiencia estética estaba –está—seriamente vulnerado por la cercanía permitida por la señal de los medios eléctricos y ahora por la inmediatez del digital.

Ese individuo enajenado ante la superficie pulida de la pantalla —por referir a otra premisa de Byung—, aun teniendo manos, las necesita más que nunca, por no poder destinarlas a su primaria función. No es solo entonces la distancia de la mirada lo que está en crisis, es la cercanía del desmitificador tacto.

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