• La fotógrafa venezolana cuenta para El Diario algunas de sus reflexiones artísticas

En los últimos tiempos, Ángela Bonadies se ha posicionado como una de las artistas visuales venezolanas de mayor proyección en el extranjero. En esta entrevista, la fotógrafa caraqueña reflexiona sobre su intensa actividad artística, las muestras fotográficas que actualmente exhiben su trabajo y cómo la cuarentena global ha afectado el desarrollo de sus proyectos.

Hacia el final de esta nota, Bonadies nos comparte una galería exclusiva para los lectores de El Diario.

Artes y oficios

—Háblame de tu dinámica de trabajo durante este 2020. ¿Cómo ha evolucionado? Si bien evidentemente esta coyuntura ha afectado las rutinas de todos, ¿cómo Ángela Bonadies la ha encarado para retomar y continuar sus proyectos y encaminar nuevos en este tiempo y este espacio de excepción? 

—Con el confinamiento nos enfrentamos a un tiempo distinto, extendido y que frena, se detiene. Creo que todos tuvimos reacciones parecidas, porque el cambio de rutina fue radical y vimos nuestros movimientos más limitados aún. No solo estaban limitados por el aspecto económico, lo que se puede y no se puede hacer con poco dinero, sino que había barreras invisibles y otras bien visibles que nos encerraban, alejaban el parque, el mar y hasta la realidad. El hecho de que las personas no podían acercarse a sus familiares enfermos si estaban hospitalizados o si morían, eso me impresionó. Las familias encerradas en pocos metros, también. Ese tiempo dio para pensar en las diferencias, las condiciones de hacinamiento. No es lo mismo estar en una casa pequeña con poco espacio que en una con jardín o terraza, donde al menos puedes respirar verde y ver el cielo. 

La próxima, de Ángela
La próxima | Cortesía
Paisaje perfecto 2020, de Ángela
Paisaje perfecto 2020 | Ángela Bonadies ®

No es lo mismo vivir cinco en una habitación que uno. Y por supuesto, marcó también una diferencia entre los países. Buena parte de mi familia está en Venezuela. Yo estoy en Madrid, otros están regados en Tailandia, USA y Países Bajos. Es muy distinto cómo se está viviendo la pandemia en cada lugar. Hay algo en común, la incertidumbre, pero en Venezuela se suma la falta de combustible, la odisea para encontrar ciertas medicinas, la falta de dinero, la dolarización, “la dificultad” en todo. Tú lo sabes. Entonces, es una situación global que no es igual.

Por ejemplo, aquí, la presidenta de la comunidad de Madrid no hace más que recalcar las diferencias y practicar la injusticia, a través de un discurso xenófobo y desatinado, a través de acciones irresponsables. Y el gobierno central no hace mucho. Durante el confinamiento se le vieron las costuras a todas las estructuras que habitamos. La esclavitud asalariada está a la orden del día. También hubo tiempo para mirar la luz que entraba por mi ventana y dibujarla a diario, cada mañana, y seguir pensando. A partir de marzo vi cómo muchos amigos se quedaron sin trabajo. ¿Qué no ha pasado en esta época? Eso sí, se han afianzado algunas comunidades. Estamos cerca los amigos, creando canales de interacción y sí, canales de encuentro y de apoyo. El tiempo se estira tanto que te sientes dueño de él, pero con los movimientos limitados, toda se convierte en paradoja. Ves películas, lees libros si tienes concentración, dibujas, tomas fotos, pero te hace falta el tacto, el mundo, intercambiar, moverte. 

La fotografía en esos días fue un salvoconducto: me permitía salir a la calle a tomar fotos con mi carnet de prensa. Y así vi una ciudad fantasmal y triste, festiva por momentos, tomada en algunos lugares por solitarios y rebeldes.

—¿Cómo inició tu interés por fotografiar esos pequeños universos de la memoria, registrar archivos ajenos, trastocados, intervenidos por realidades íntimas?

—Empezó por el deseo de ver dentro de las gavetas de mis padres. Por una curiosidad tímida en una casa llena de gente. Me parecía lo máximo la unión de objetos que se da dentro de un espacio cerrado, porque puede ser muy arbitraria. Conviven un rosario, una guía de medicina, tres recibos, dos bolígrafos, uno sin tinta, el asa de una taza rota, fotos sueltas, un abanico, algún cigarro viejo. En ocasiones encontré poemas escritos por papá en un récipe. Eso, extendido a un archivo más grande, se multiplica. Abres una gaveta y salta un pájaro disecado. Un venado que pasta en una oficina del museo de ciencias. Y eso, se supone, define la identidad de un país, sus archivos. Pero no solo los define qué tienen, sino cómo y quiénes. 

En uno de los archivos que visité, el de la revista Shell, encontré una ficha que apuntaba “foto panorámica de Caracas” y quedaba solo la pega, no había foto. Para mí eso es un poema, una bella imagen que hace eco. Los encuentros inesperados que se generan entre palabra, lugar, imagen, orden. Leer Las palabras y las cosas de Foucault fue indispensable. Muchas imágenes se engendran en lo que generan frases y palabras. Si vamos a los archivos, estamos buscando algo que se nos ha perdido, “unir los puntos para encontrar la raíz”. El viaje al archivo fílmico de la Cinemateca Nacional, por ejemplo, fue de los encuentros más bellos en el trabajo sobre los archivos, porque allí estaba Oscar Garbisu, tratando de mantener vivas las películas con un equipo de gente. Sería importante entrevistarlo… Yo sentí que estaba dentro de un film, de uno comprometido con la memoria. 

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Las personas y las cosas fue el trabajo que empecé a hacer cuando en 2007 volví a Venezuela, después de 10 años en España. Decidí hacer una serie que tuviera que ver con la raíz, con la historia y también que me permitiera retomar viajes dentro de la propia ciudad, ir de este a oeste, de norte a sur, saltar esas limitaciones impuestas por el miedo zonificado. 

Angela Bonadies habla de su arte para 18th Street Arts Center

—En tu trabajo fotográfico encontramos ese salto de lo íntimo, de lo que se atesora dentro de un armario o gaveta o anaquel, de esa simpleza de la colección que crece como rizoma, a observar cómo desplazas tu mirada hacia las arquitecturas a medio terminar, desgastadas o abandonadas, y en la que hoy su funcionalidad primigenia se ha vencido, dejando un residuo de lo que antes fue un parque de diversiones, el amago de un rascacielos, una puerta literalmente bloqueada de un negocio, una piscina devenida en charco. Háblanos de ese viaje del archivo en el interior de una habitación a la infraestructura descolocada y oxidada en el exterior. 

—La arquitectura es también un archivo. En esas estructuras podemos ver lo que ha hecho el tiempo, hay marcas, señas, huellas, partes. También se puede leer en “la falta” de algo. Si recorres las ciudades venezolanas, ves que esas excepciones son una norma, puedes hacer un listado, una guía, recorrerlas. Puedes hacer también entrevistas a esas estructuras que no mienten, que son menos confusas o inmediatas que sus pobladores. Y siempre me sorprendió, además, una lógica en el país: vi cómo se cerraban muchas ventanas con ladrillos, por peligro, porque una habitación se vuelve otra cosa, porque la familia crece, y cómo de una pared cerrada surgía un hueco y luego se armaba una ventana. La arquitectura es dúctil y flexible, responde a necesidades, de protección, de luz, de aire. Tiene un lado muy duro y un lado muy bello.

Ángela y Archivo Expiatorio
Archivo expiatorio, de la serie Modernidad (2016)  | Ángela Bonadies ®

El paso, creo, fue natural. Un muro es como la cámara: decide qué está dentro y qué está afuera. Es una orilla, como los ojos. Entonces es normal moverse en esos dos espacios. El afuera y el adentro. Y todo ocurre por un agujero que deja entrar la sombra y la luz. Una habitación no existe sin una casa y una calle y un paisaje. Lo importante no es tanto para mí moverme dentro y fuera, de la gaveta a los edificios, sino que la forma de verlos, en todos los casos, genere relaciones, no imágenes únicas, ni monumentales, ni épicas. Serge Daney, crítico de cine, decía: “el fondo de la imagen es ya siempre una imagen”. Esa superposición “hace sentido” para mí. 

—¿Cómo se diferencia o se acercan las distintas “estructuras de excepción” que has hallado en otras ciudades, por ejemplo, Lyon o Madrid? 

—En Lyon estuve muy poco tiempo y allí, en el jardín botánico, tomé la fotografía de la Heliamphora heterodoxa, una planta carnívora endémica de Venezuela, uno de los antecedentes para hacer el trabajo Las personas y las cosas. Me parecía que esa planta, que mezcla la palabra ánfora, contenedor, con pantano, podía llevar a una idea de país. 

No estuve suficiente tiempo en Lyon para estructurar una serie. En el caso de Madrid es distinto, porque aquí vivo. Y aún es muy difícil entender esta ciudad como mi casa, que me afecte tanto como para plantear y plantar trabajos. Hice una pequeña intervención en un barrio llamado Colonia del Pico del Pañuelo. Coloqué una serie de fotos, como quien hace una exposición en un terreno baldío. Y fui registrando hasta que desaparecieron todas, menos una, que quedó en una especie de marco que tenía la propia estructura. Fue una forma de sentir que ponía a circular un trabajo fuera del ámbito de las galerías, que estaban cerradas por la pandemia. Y fue también la respuesta a una invitación de Luis Romero y Melina Fernández, de la galería Abra Caracas, con la que trabajo, para airear y tomar de alguna manera la calle. Intervenir el afuera. Con esta pieza participé en la Bienal virtual de Cuenca, Ecuador, invitada por Katya Kazar. 

Ahora me interesa mucho el barrio donde vivo, la pradera de San Isidro, estoy empezando a recorrerlo. Ver qué hay por aquí. Voy también con frecuencia a caminar a Casa de Campo y ver la ciudad de lejos. Sigo trabajando sobre Venezuela con Juan José Olavarría, con el que comparto el proyecto de la Torre de David. Ahora lo que busco de Madrid es lo siguiente: salir de ella, salir caminando y encontrar el mar, la orilla Atlántica. Y en ese recorrido de cruzar provincias a pie, hacer un diario. Pienso eso que apunta Beckett en Murphy: “all life is figure and ground. But a wandering to find home”.

—Stephen King señala que todo autor debería tener una actividad artística subsidiaria a la cual dedicarse mientras reflexiona y «trabaja» su narrativa, comprendiéndola y asumiéndola como oficio de ocho horas diarias. No pocos autores, de hecho, adoptan la fotografía como esta actividad subsidiaria y encontramos casos destacados, por ejemplo, Juan Rulfo. Como autora de ensayos de indiscutible agudeza reflexiva, ¿la escritura complementa o nutre tu trabajo fotográfico?

—Es una continuidad. No encuentro ninguna separación entre lo que hago o al menos no quiero verla. Al final, las fotos como los escritos, ensayos, experimentos textuales, son imágenes y son lecturas, capturas, casualidades, son collages, parte de lo que ves a diario en la calle y que se superpone con lo que lees, lo que escuchas, lo que haces. Para mí forman parte del mismo espacio. Escribo a partir de fotos e imágenes. Porque es la manera que he encontrado para articular una relación con el mundo. Veo, pienso alrededor de lo que veo y vuelvo a ver y pensar. Como una lectura. Ver y quedarse con lo que proponen las páginas, la ciudad, el paisaje, los objetos, los detalles, las conversaciones, las personas. Ver con lo que tienes visto y no visto, ver con las faltas y los sobrantes, pensarlo y volver a ver cuando ya los has capturado. Ver la forma en que puede salir lo experimentado. Es una experiencia, a eso me refiero con ver.

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El archivo | La cuarentena

—Tu mirada con frecuencia capta objetos que se apartan de lo usual en la ciudad, elementos que se manifiestan en el espacio y «se desvían de las normas urbanas y desafían las convenciones», leemos en el apartado dedicado a tu obra de la web Photographic Museum of Humanity. En un fotoensayo publicado a mediados de marzo y en el cual trabajaste a dúo con Sandra Caula, se muestra una ciudad fuera de contexto, vacía: Madrid con plazas y aceras despobladas. ¿Qué sentiste ante esa ausencia?, ¿acaso días en que los archivos fotográficos del futuro registrarán poco y nada de la vida en las calles. ¿O sí?

Pensé que iba a ver algo extraordinario. Y quizás lo vi y caminé por una situación extraordinaria, vacía. Pero ese vacío vació de sentido el lugar. Entiendes que la construcción de ciudad no tiene sentido si no “aloja”, si no es casa. En ese espacio que parecía un set de cine podías lanzar la imaginación a caminar. No se extrañaba la cantidad de gente, sino la gente, la vida que se expresa. Se extrañaba, se echaba de menos mucho más en las calles pequeñas que en la Gran Vía. Porque Gran Vía es una pesadilla que puede ser cualquier calle inmensa y comercial en cualquier gran ciudad del mundo. En las pequeñas calles que caminamos a diario te quedabas sin la respiración que caracteriza la casa. Entonces todo empezó a ser un poco teatral, las personas actuaban desde sus palcos-balcones y ponían música, aplaudían, aupaban al de enfrente, lanzaban banderolas. Se reprodujo una sociedad abatida y esperanzada a la vez, volcada hacia un escenario desierto o tomado por la policía, por el control. ¿Qué te puedo decir? 

—Susan Sontag en su ensayo “La fotografía” escribe que la manera de mirar la realidad es ver fragmentos, y añade que “una fotografía es un fragmento: un vislumbre”. Buena parte de la población cuenta con dispositivos para “fotografiar”, ¿cómo piensas que se almacenará este número infinito de fotografías en los archivos visuales del porvenir cuando cada imagen aspira a ser memorable? 

—No sé si todas las imágenes aspiran a ser memorables. Creo que aspiran a circular y fundirse en un ritmo que las ingurgita, para usar ese particular verbo que repetía Lezama Lima. Creo que las imágenes que se producen a diario son parte del superávit ansioso, del que por supuesto no me escapo. Ese querer agarrar y figurar el tiempo en tiempo real. De mostrar dónde y cómo se está. En otros casos, de establecer imágenes de la felicidad o de la familia feliz, de los logros, de las vistas alcanzadas. No hay tiempo ni para meditar sobre el lugar que estamos pisando, viendo, tocando. Es un exhibicionismo que no diría ni siquiera que es sano o no lo es, sino que es sintomático. Ahora que nombras el maravilloso libro de Sontag, Sobre la fotografía, allí hay un capítulo precioso donde recuerda la película Los Carabineros de Godard, cuando uno de los personajes vuelve con una maleta cargada de postales, las saca y las va lanzando una sobre otra para mostrar “lo conquistado”. Como quien canta “todo este campo es mío”. Bueno, el turismo ingurgita lugares. Los dispositivos ingurgitan momentos. ¿Cómo se almacenarán? Creo que se irán corrompiendo y volviendo piezas abstractas, cuando en cada nube caigan rayos y se desintegren por turbulencias, unas se fundan con otras y al fin se vea la realidad, que todas están superpuestas y que una es igual a la otra. Será un mapa heterotópico de la ansiedad por consumir el tiempo y el mundo.

—Y aunque no todos tenemos una mirada adiestrada, cuéntanos como profesora de talleres, ¿cómo la educamos?

—La mirada se educa, creo, como Funes propone: “pensar es olvidar diferencias”. Leyendo a Sontag nos hacemos una idea de cómo mirar. Leyendo a Judith Butler y su propuesta de “desbordar el marco de la fotografía”. Leyendo a Didi-Huberman en “Cuando las imágenes toman posición” y siempre a Walter Benjamin. Militando para que las imágenes sean lecturas, tengan grosor, como propone Luis Miguel Isava. Leyendo también a Serge Daney y su indispensable artículo sobre la mirada ética: El travelling de Kapo. Viendo fotos de Walker Evans, leyendo a James Agee. Viendo las imágenes de Los páramos se están quedando solos de Barbara Brändli. El documental Recuerdos del porvenir sobre Denise Bellon, realizado por Yannick Bellon y Chris Marker. También, atrapando el uso de la fotografía en algunos trabajos de Carlos Castillo, como Manos arriba, esto es un asalto. Evadiendo las miradas totales, como Sontag sugiere. Atrapando vislumbres y entendiendo nuestras limitaciones al ver. Y también saliendo del oculocentrismo, como diría mi amiga Brígida Maestres, con quien realizo un trabajo sobre “formas de ver”. 

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—Sontag, en el mismo ensayo, comenta que «debe haber imágenes para que algo se convierte en “real”», pues las fotografías le dan importancia a los hechos, le dan la condición de memorables a una guerra, una atrocidad o una epidemia, esto me lleva a recordar esa «emanación del referente» que Roland Barthes señala en La cámara lúcida, y que en el mismo texto añade: «Importa poco el tiempo que dura la transmisión: la foto del ser desaparecido viene a impresionarme al igual que los rayos diferidos de una estrella. Una especie de cordón umbilical une el cuerpo de la cosa fotografiada a mi mirada: la luz, aunque impalpable, es aquí un medio carnal, una piel que comparto con aquel o aquella que han sido fotografiados». 

¿Cómo concibes a las personas y las cosas en este 2020? ¿Qué preservaremos en los archivos de la memoria como evidencia “real” de este tiempo, además de las incontables selfies con tapabocas y calles completamente intransitadas? Ese dado de madera que se parte y su interior se convierte en una pared del poema de Zbigniew Herbert que comentas en la entrevista que le concediste a Bárbara Muñoz Porqué a principios de año.

—Hay un mundo en desaparición. Un mundo que está disolviéndose en sus formas de representar y de vivir. Hay muchas cosas útiles y muchísimas inservibles a la venta y muy poca gente puede consumirlas. El mercado es una especie de vitrina de imposibilidades. En nuestro país debido a la hiperinflación descomunal producto de un régimen maltratador y constructor de pobreza. Aquí en España, por la alta tasa de desempleo y las bajas ayudas sociales. Y así, supongo que irá alcanzando a más países. En un mundo empobrecido, ¿quién va a consumir todo lo que se produce? Conservaremos la memoria, entonces, del exceso: de productos, de gente, de desigualdad, de imágenes, de ansiedad, de pobreza, de tiranos. Y junto a eso, preservaremos lo cercano, lo importante y lo bello, lo necesario. Lo que es indudable es que podremos comprobar, como ya lo hacemos, el maltrato ecológico, porque eso sí que es difícil de borrar. 

—En Prisión perpetua de Ricardo Piglia se precisa una constante en los narradores de las nouvelles que integran el volumen: la de sentirse invisibles en el recuerdo, siempre testigos, se asumen entes pasivos que se limitan a mirar la escena, pero en esos recuerdos no se ven a sí mismos, están ausentes. Leemos: “La verdad es un artefacto microscópico que sirve para medir con precisión milimétrica el orden del mundo. Un aparato óptico, como los conos de porcelana que los relojeros se ajustan en el ojo izquierdo cuando desarman los engranajes invisibles de los complejísimos instrumentos que controlan los ritmos artificiales del tiempo”. Como fotógrafa preocupada por captar lo invisible y lo visible, ¿qué es la verdad para ti? ¿Cómo te acercas a ella y la entiendes? 

La verdad es una palabra inmensa, muy grande y en este ejemplo que pones, su belleza, es que la coloca como algo tan pequeño que es invisible. Yo diría que hay más verdades que “verdad”. Ahí salta eso que llaman los “conocimientos situados”. Situarse, ubicarse en el contexto. Entonces, podríamos pensar que reconocer que los otros existen es acercarse a verdades. Mira lo que hemos sufrido en Venezuela por un grupo de militares y psicópatas que se sienten en poder de “la verdad”. Y todo el tiempo el tema de “los verdaderos herederos de…”. Si como verdad te venden la épica, mi verdad es otra, más cercana a una poética frágil y minúscula, de comunidades y afinidades. Hay un bello artículo de Úrsula K. Le Guin en el que defiende la escritura como una cesta que se llena, en contra de lo heroico, de la lanza, el palo, el falo, el arma; algo que contiene: la bolsa, la cesta, una labor más detenida de recolección. No el cazador sino quien recolecta. El fragmento de Ricardo Piglia, en esa maravilla de libro, ¿no crees que es un juego para decir que no hay más que microscópicas verdades, fragmentos de verdad que rigen las sincronías temporales que necesitamos para organizarnos?  Serge Daney dice del cine lo que para mí podría ser un concepto de verdad, algo “que me enseñara a tocar incansablemente con la mirada a qué distancia de mí empezaba el otro.”

—Y ya que hablamos de la verdad, inevitablemente pienso en el relato “Forward » Kioto” de Juan Villoro donde de alguma manera esta idea se retoma: “toda foto documenta un tiempo que en verdad existió. El fotógrafo suele recordar lo que quedó fuera del encuadre y el momento en que disparó el obturador (…)”, y refiriéndose a la fotógrafa mexicana Gabriela Iturbide, se lee: “Iturbide olvidó un instante decisivo en su trayectoria. Descubrió a la mujer ángel cuando revisaba contactos con un colega y él le señaló esa visión excepcional. No solo la cámara se roba el alma de la gente; también el fotógrafo se puede vaciar en una imagen y depositar ahí todo lo que lleva dentro, al grado de olvidar esa experiencia y despojarse de ella”. ¿Cómo te reconoces en las imágenes que tomas? ¿Te ha ocurrido algo similar?

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—Ocurre a veces que parece que las fotografías fueran autorretratos, porque son partes que componen nuestra vida, la reconstruyen incluso. Sí, he visto en ocasiones fotos de las que olvido el lugar. Pasa poco, porque usualmente nos ubicamos y sabemos si estábamos cerca de alguien, desde qué lugar la hicimos, qué sucedía. Pero algunas, es cierto, se borran de nuestra memoria o literalmente de las memorias que las contienen. Hay fotos que desaparecen y de las que es difícil encontrar el original. Como en el caso de muchas de mis fotografías analógicas. Parece que algunas se escondieron o perdieron en casas que he dejado y marcan una trayectoria de desapariciones. Hace poco encontré una foto que había olvidado por completo y es de un hombre disfrazado en la ruta hacia Caruao. Como si la hubiera visto por primera vez.  En los últimos meses he recorrido con frecuencia mis archivos, porque trabajo con ellos para proponer imágenes para carteles del Teatro de la Abadía de Madrid. Entonces, estoy al día y tengo conciencia de las imágenes digitales, las nuevas que he tomado con material analógico (film), cuándo las hice y cuáles faltan. El archivo es muy inestable cuando te mueves y cuando no tienes el tiempo necesario para ordenarlo. Se corrompen y se rompen materiales digitales y analógicos, pierdes un disco duro y allí vas perdiendo memoria y es parte del trabajo, es natural. No somos custodios, estamos vivos haciendo cosas. 

—En otra entrevista que te realizara la poeta venezolana Natasha Tiniacos sobre tus rutinas, musas y disciplinas, respondes «ver, mucho ver. Ver como una enfermedad». Seis años después de esa respuesta, ¿cómo ves esta enfermedad? ¿Cómo confrontas o te acercas a esta pandemia con la mirada?

Hace poco, en una entrevista en la radio, Rafael Castillo Zapata me hacía la misma pregunta. Y apareció la imagen de cuando de pequeña buscaba en un mueble de mis padres y encontré una cajita llena de diapositivas de enfermedades de la piel. Ellos tenían esas imágenes porque son médicos (papá era, murió hace casi treinta años) y, bueno, me acostumbré a verlas casi a diario y así curé mi sorpresa ante imágenes duras. Quizás allí se asentó, literalmente, esa idea de ver como enfermedad. Y luego me identifico con artistas que siguen impulsos obsesivos, así el trabajo sea muy distinto: Paz Errázuriz, Hanne Darboven. Esa manía de seguir algo compulsivamente, volver al lugar que fuiste una y otra vez. Es una manera de canalizar un impulso obsesivo. El psicólogo Winnicott hablaba de “el talismán de los rituales obsesivos”. Algo así. En la pandemia me despertaba todos los días a seguir las líneas de luz y sombra que dibujaba la ventana sobre mi mesa de trabajo e iba apuntando las horas. 

—Actualmente, tu trabajo se exhibe en tres exposiciones virtuales y colectivas: Una voz/Una imagen, que inauguró el 12 de marzo y cerró el 13 de septiembre en Espai d’Art’ Contemporani de Castello; De confines y confinamientos, organizada por la Bienal de Cuenca; y finalmente Tan lejos, tan cerca, del 4 de mayo de este año al 5 de mayo de 2021 en la Galería Freijo. ¿Cómo dialogan entre sí y con tus propuestas artísticas precedentes?

—De esas tres, la primera, Una voz/Una imagen, no es virtual. Solo que abrió uno o dos días antes del confinamiento por la pandemia y cerró. Pero está instalada y reabrió cuando hubo oportunidad. Es una expo en la que no muestro fotos mías, sino una imagen tomada por Florencia Alvarado, artista venezolana, y la lectura de lo que allí veo o leo. De confines y confinamientos sí ha sido completamente virtual y responde al momento, como indica el nombre. La idea es dejar ver lo que en ese momento produjo el encierro y surgió el trabajo que comenté arriba, sacar imágenes y hacer que circularan fuera. Por último, Tan lejos, tan cerca, en la galería Freijo, fue una exposición para celebrar el aniversario del espacio y la oportunidad de sacar un trabajo que hice durante la encerrona: revisar mis memorias y hacer un vídeo corto con el material de una carpeta. Estos experimentos se llaman Archivos expiatorios y responden a un lapso de tiempo definido. 

Allí hice tomas con mi cámara a la pantalla de la computadora, mientras las imágenes circulaban velozmente y a veces ni siquiera lograban estar en foco. Las imágenes van perdiendo calidad y de alguna manera, aunque son digitales, se corrompen como materiales táctiles. Esto es parte de los ejercicios que hago a partir de discusiones con Brígida Maestres —psicóloga social, docente e investigadora a quien nombré antes— sobre la visión: ¿cómo representar la mirada nistágmica? ¿Cómo trazar una línea divisoria en el hecho de mirar?

Todas las muestras dialogan con lo que he hecho, porque son parte de mi trabajo: la circulación, los desplazamientos de lugar y de sentido, el archivo como memoria de faltas y excesos, la normalidad como ficción de control. 

Galería Ángela Bonadies para El Diario

Galería 1. Serie Abecedario abatido
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Galería 3
Galería 4
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