Alguna vez le pregunté a mi padre cómo le gustaría ser recordado. Su respuesta fue muy breve —algo extraño dentro de la profusión verbal que siempre le caracterizó— y a la vez curiosa, al menos para estos tiempos: “Como un lector de Quevedo”, dijo en voz muy baja, casi con vergüenza. Con frecuencia desbordante en el diálogo, en ese momento noté en su rostro una emoción contenida, apenas evidente en una clara elevación de las cejas y una mirada exaltada, como quien se refería a un personaje digno de la mayor de las reverencias. 

Para un adolescente de catorce años, sin mayores preocupaciones que destacar en las competencias atléticas de provincia o disfrutar del desarrollo anatómico de mis compañeras de liceo, ese episodio con mi padre se constituyó en un acicate para saber más de don Francisco de Quevedo y Villegas y de su obra. Alguna vez supe que Borges dijo cosas muy especiales de él, sobre todo en aquel famoso prólogo que escribió para su obra poética: “Como la otra, la historia de la literatura abunda en enigmas. Ninguno de ellos me ha inquietado, y me inquieta, como la extraña gloria parcial que le ha tocado en suerte a Quevedo”. “Es el mayor escritor de la historia de la lengua española, pero no tuvo la suerte de escribir el Quijote”. Y también: “…es el primer artífice de las letras hispánicas, como ningún otro escritor, Francisco de Quevedo es menos un hombre que una compleja y dilatada literatura”.

Es lamentable que la imagen de Quevedo aparezca muy poco en nuestros días y que, cuando se le menciona, no se pase del “érase un hombre a una nariz pegado”, se le reduzca a un personaje gracioso —siempre vinculado a dudosos chistes que no divierten a nadie, o a ciertas anécdotas que sí reflejan la magnitud de su ingenio—, o peor, se le confunda con un cantante español del inefable reguetón. Cruel ironía, que una de las cumbres del lirismo y el ingenio de nuestra lengua, en cualquier época, se vea asociada a un género que tal vez exhiba lo profundo del abismo adonde ha decidido lanzarse el ser humano en nuestros días. 

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“El tiempo no ha sido benévolo ni justo con don Francisco de Quevedo”, al decir de don Roque Esteban Scarpa, designado por el Instituto Cervantes como antologista y prologuista de su obra poética. Quevedo, en quien se resumen todas las potencialidades del ser humano, transita como nadie por los terrenos escatológicos en sus dos acepciones: nos sube al cielo cuando quiere y nos lanza súbitamente al infierno, mientras sus ojos de miope nos miran con reflexión y picardía al mismo tiempo, detrás de sus lentes redondos, un signo tan distintivo de su figura que su apellido se usa para denominar a este tipo de anteojos: los quevedos.

Mi padre se concentra y, en una cómoda chaise longue, mantiene la mirada fija en un volumen muy grueso: es una de las ediciones comentadas de la obra de Quevedo. Ya todos sabíamos que no se le podía molestar en ese momento, so pena de provocar en él alguno de los escasos, pero temibles ataques de ira cuando se le interrumpía en la lectura del poeta de su preferencia.

La crítica ha querido dividir la obra poética de Quevedo en poesía “seria” —que incluye sus poemas metafísicos, morales, religiosos y amorosos— y poesía satírico-burlesca. En cualquiera de estos terrenos se movió con especial soltura y alcanzó cotas donde pocos han llegado a lo largo de los más de cuatro siglos que han transcurrido desde los inicios de su obra. Esto porque en metafísica es profundo, en lo moral muy severo, en lo religioso de espiritualidad muy delicada, y sublime cuando trata el tema del amor. Por contraste, es cruel en sus burlas, cínico en el sarcasmo y vulgar en su ironía, pero siempre divertido en sus ataques a sus rivales, especialmente contra Góngora, con quien sostuvo una íntima enemistad. Es fácil aproximarse a este Quevedo travieso, quien se hace querer a través de las bromas y constantes cuchufletas que dedicaba a sus víctimas, tanto en sus poemas como en las anécdotas que reflejan su ingenio mayúsculo.

Quizás el más conocido de los episodios donde Quevedo demuestra su extraordinaria facilidad para la versificación improvisada es la atrevida apuesta que le ganó a varios de sus compañeros, quienes le retaron a mencionarle a la reina en la cara su mayor defecto físico, ya que era coja. Se acerca nuestro poeta a la reina, con una rosa en una mano y un clavel en la otra y le plantea la elección que, de inmediato, quedó para la historia: Entre el clavel blanco y la rosa roja, Su Majestad es-coja. Otro tanto hizo, respondiendo otro desafío, mucho más delicado, cuando sus amigos lo azuzaron para que dijera delante del rey que Jesucristo “era un borracho”, sin generar la ira real y sin que “nadie” se ofendiera. En esa ocasión pensaron sus amigos que dejarían a Quevedo indefenso frente a semejante reto, pero volvieron a morder el polvo por el talento del insigne poeta madrileño quien, sin ningún temor, se puso de pie y exclamó: “Si algún francés o gabacho/ dijese con ironía/ que no es hijo de María/ Jesucristo, es un borracho”. Todavía no suficientemente escarmentados, un día le plantearon que improvisara a partir del término “lápiz”, una de las pocas palabras en español que no tienen posibilidad de rima consonante. Inmediatamente Quevedo escribió: Al escribir con mi lápiz/ he cometido un desliz/ resulta que he escrito tápiz,/ en vez de escribir tapiz.

Son muchas las anécdotas atribuidas a Quevedo. Entre las comprobadamente suyas hay una que lo retrata en su mordacidad apabullante: Juan Pérez de Montalbán, discípulo preferido de Lope de Vega, era hijo de Alonso Pérez, editor que había puesto a circular una edición pirata de El Buscón de Quevedo, quien hacía gala de manifiesto rechazo hacia el hijo de su enemigo y no iba a perder la gran oportunidad de ridiculizarlo en cuanto se presentara la ocasión. El rey Felipe IV pretendió reconciliar a Montalbán y a Quevedo y, a tal efecto, los invitó a un almuerzo, del todo apacible hasta que el hijo de Alonso Pérez, fijándose en una pintura que representaba a un padre azotando a su hijo porque estaba leyendo a Cicerón, declamó de forma ostentosa: Fuertes azotes le dan/ porque a Cicerón leía…; allí fue cuando Quevedo lo interrumpió bruscamente y completó la redondilla: ¡Ira de Dios! ¿Qué sería/ si leyera a Montalbán?

Así que este estado de ánimo expansivo y jocoso explica la popularidad de Quevedo en este género, pero también le hizo un gran daño a la fama del poeta porque el gran público solamente recuerda esta faceta sin acercarse a la inusitada calidad de su poesía en otros campos. Pensemos en sus sonetos amorosos, entre ellos, por supuesto, el formidable Amor constante más allá de la muerte, tanto en su apertura (Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día), como en su bellísimo cierre: …su cuerpo dejarán, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrán sentido. / Polvo serán, mas polvo enamorado. 

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Pero también en la compleja belleza de Definiendo el amor:    

Es hielo abrasador, es fuego helado, / es herida, que duele y no se siente, / es un soñado bien, un mal presente, /es un breve descanso muy cansado (…) 

Este es el niño Amor, este es tu abismo: mirad cuál amistad tendrá con nada, / el que en todo es contrario de sí mismo.

 ¡Y qué decir del sublime Amor impreso en el alma que dura después de las cenizas!:    

Si hija de mi amor mi muerte fuese, / ¡qué parto tan dichoso que sería/ el de mi amor contra la vida mía!/ ¡Qué gloria, que el morir de amar naciese!

Llevara yo en el alma, adonde fuese/ el fuego en que me abraso; y guardaría/ su llama fiel con la ceniza fría, / en el mismo sepulcro en que durmiese.

Mi padre se emociona, en su rostro se aprecia la sorpresa y la satisfacción por el disfrute de los imposibles hallazgos poéticos de Quevedo. A veces bromeaba, hablando de San Francisco, y ya todos sabíamos que no se refería al poveretto de Asís, sino al admirado Señor de la Villa de la Torre de Abad, pequeño poblado donde Quevedo fue confinado por varias de sus tantas andanzas políticas. Allí aprovechó para escribir uno de sus más recordados sonetos filosóficos (Desde la Torre):

Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos, / o enmiendan, o secundan mis asuntos, / y en músicos callados contrapuntos/ al sueño de la vida hablan despiertos.

Todo lo observa Quevedo y de todo quiere dejar un testimonio, como la impresión que se tiene al viajar a Roma y no encontrar las grandes obras de su ingeniería exacta, sino vestigios muy exiguos (A Roma, sepultada en sus ruinas):

Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!, / y en Roma misma a Roma no hallas: / cadáver son las que ostentó murallas, /y tumba de sí propio el Aventino.

¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura/ huyó lo que era firme, y solamente/ lo fugitivo permanece y dura.

Agreguemos el famoso Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados, /de la carrera de la edad cansados, / por quien caduca ya su valentía. 

Cuando Quevedo se torna místico, se eleva a cotas muy altas, por ejemplo en sus Salmos:

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Un nuevo corazón, un hombre nuevo/ ha menester Señor, la ánima mía.

O: Padre, yo soy un hombre desdichado/ tan nuevo pecador y endurecido/ que, por haber el cielo pretendido, ardo en el fuego eterno condenado.

En este campo es fundamental recordar su Padre Nuestro (glosado), donde explica la oración que Jesús nos enseñó, en sorprendente mezcla de teología con poesía:

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Líbranos, pues, de mal, Dios soberano/ que librarnos de mal tu santa mano/ en tan ciegos abismos, será librarnos de nosotros mismos. 

Hoy mi recuerdo se vuelca nuevamente hacia mi padre, médico de corazón, lector infatigable, local en su acción pública, universal en su afición literaria. De él puedo decir lo que afirmó Borges de don Francisco, en su gran pasión quevediana, desde hace mucho también mía: “No mueren dos atardeceres sin que piense en él”. Sí, en mi padre, lector de Quevedo…

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