• Este es el cuento que obtuvo el cuarto lugar como finalista en nuestro certamen narrativo “Viaje alrededor de la casa”

Cuarto cuento finalista de “Viaje alrededor de la casa”.

“Nuestro destino solo se puede mejorar si nos permitimos imaginar uno diferente al que nos ha sido dado”.

Martin Weber
Mapa de sueños latinoamericanos

Seudónimo: Lila Castells
Clara De Lima

Los peces crecen hasta donde les permite su espacio. Se adaptan. Mientras más libertad tienen, más grandes son. Nosotros no somos así. Claro que el concepto de libertad puede ser polémico, pero digamos que no se limita estrictamente al espacio. Somos más como el niño de Room. Podemos inventar todo un universo con lo que tenemos a disposición. Nuestra mente se pregunta más allá de lo que ve, expande el mundo que conoce con sus creaciones. 

Mi hermano menor tiene una fantástica imaginación. Asocia historias que oye y películas que ve con la realidad, y tiene contundentes opiniones del mundo que lo rodea para su corta edad. A mí me sorprende. Su interés por el cine nació poco tiempo antes de que el coronavirus apareciera en Wuhan. Lo curioso es que las películas con las que empezó este camino fueron justamente del tema apocalíptico. Recuerdo cuando me habló del vínculo social con las mascotas después de ver Soy Leyenda y lo mucho que le impactó Stephanie, un thriller sobre una niña que está sola en casa en un mundo devastado por el mal, un mal que no sabía que llevaba por dentro. Él entonces empezó a contarme sus hipótesis sobre cómo podría acabarse el mundo, sobre qué pasaría si llegase un virus que nos obligara a no salir de casa durante años. 

Cuando el virus llegó a Venezuela y declararon la cuarentena, mi hermano se quedó mudo. Dejó de opinar sobre cualquier tema y me confesó que no quería imaginar nada por miedo a que sus fantasías se volviesen realidad. Estaba convencido de que tenía el extraño don, no de predecir el futuro, sino de crearlo con lo que inventaba. “Imagina algo bueno entonces. Arregla el mundo”, le decía yo. Él negaba con la cabeza, preocupado: “Mi mente es muy siniestra. ¿Qué pasa si soy como la niña de la película? Si creo que combato al monstruo, pero realmente lo estoy alimentando”. No había forma de disuadirlo. Pasamos las primeras semanas de cuarentena en total aburrimiento; mi hermano dormía hasta muy tarde con tal de no pensar demasiado, comiendo sus verduras como un niño bueno, hablando poco y ayudando a limpiar la casa en silencio. Mi madre y yo intentábamos sacarle conversación, pero él desviaba todo tema hacia cosas domésticas muy puntuales. 

Los días pasaron y la falta de gasolina, de agua, los bajones de luz y las noticias internacionales nos hicieron poner la mente en resolver las preocupaciones de cada día, y nos fuimos acostumbrando al silencio de mi hermano. Una tarde, sabiendo lo mucho que le gustaba el cine, mi mamá lo invitó por enésima vez a ver una película, y él por enésima vez dijo que no.

“No puedo. Trato de protegerlos a todos. Sería más fácil si no hubiese televisión. Así no sufriría por no ver películas y no inventaría cosas fatales”. Pues dicho y hecho, al día siguiente Directv se fue de Venezuela. Mi hermano lloró sintiéndose culpable: “Lo que faltaba… ¡Yo lo hice! Otra vez. Hasta intentando evitar una desgracia, la provoco”. Le leí las noticias y le expliqué que no tenía nada que ver con él, que eran cuestiones políticas, pero él se acostó en el piso viendo el techo y concentró todas sus fuerzas en ver el blanco que lo rodeaba. “Ya está. Esta será mi actividad de todas las tardes. El mindfulness. Cada vez que mi mente se desvíe, la regresaré al blanco del techo. Yo y mi respiración. Eso es todo”. Mi madre no pudo evitar reír por el dramatismo de su hijo, pero en el fondo estaba muy preocupada. Para motivarlo, nos esforzábamos en hacer cosas diferentes con lo que teníamos. Ella incluso le traía algún lujo con chocolate cuando hacía las compras, intentando sacarle algún comentario alegre de los suyos. Pero nada funcionaba.

Hace poco le pedí que me acompañara a regar las plantas del balcón. Mientras veíamos el cielo y recibíamos un poco de sol, le dije: “¿Sabes que todo esto existe sin que lo hayas imaginado? El Ávila y las plantas están desde mucho antes de que existieras. Y los lugares más mágicos del mundo también están ahí, aunque nosotros no podamos verlos”. Mi hermano se quedó viendo las nubes, pensativo. “No entiendo cómo funciona mi poder”, me dijo muy serio. Yo me reí sin que lo notase y me senté a su lado, “Nadie lo sabe, nadie está muy claro de cómo funciona nada. Pero hacemos lo mejor que podemos, no hay por qué culparnos”. Él me abrazó y entramos a la casa. Empezamos a salir todas las tardes a ver el cielo, que estaba difuminado por una extraña cortina que hacía que el Sol se viese por completo sin necesidad de usar lentes oscuros.

Una de esas tardes, después de un calor terrible, mi hermano dijo como para sí: “Va a llover”. Y llovió. Él no tiene ese conocimiento popular de que, después del calor, viene la lluvia; simplemente lo dijo y tuvo razón. El agua nos hizo bien, y él se sintió bien por haberla anunciado. No sé cómo funcionan las probabilidades, pero, en otras ocasiones, mi hermano se atrevió a hablar. Se fue enfocando en las pequeñas cosas de cada día, hacía comentarios muy vagos sobre los vecinos o sobre las canciones en la radio, pero en todas acertaba.

Una tarde le conté un chiste sobre una hormiga que era muy floja y pensaba que no podía cargar una hoja de 20 veces su peso. Él se rio y me dijo que las hormigas no pensaban en eso, que ellas veían la hoja, la cargaban y listo. “Pero saben que pueden porque van y lo hacen”, le respondí yo, “esta hormiga no hacía nada, se quedaba ahí sudando solo de ver cómo las otras trabajaban”. Él no opinó más.

Esa noche, en la cena, mi hermano por fin desarrolló un pensamiento: “Creo que somos un poco como las hormigas. Hacemos todas esas cosas increíbles porque algo en nuestro interior nos dice que podemos hacerlas”. Mi madre se quedó estática por su comentario. Yo hice como si nada hubiese pasado: “¿Y de qué cosas increíbles piensas que somos capaces?”, le pregunté. Él se encogió de hombros: “De crear un futuro mejor”. Mi madre le sonrió: “No sé si tienes ese extraño poder del que hablas, pero sí sé que todos tenemos más poder del que creemos”. 

Terminamos de comer y nos fuimos a dormir. El viento entraba por la ventana, trayendo una calma que hacía mucho no sentía. Era una ligereza agradable, como cuando no se necesita nada más. No sé qué pasará mañana cuando despierte, pero quizás esta sea una de esas veces en las que mi hermano tiene razón.

Noticias relacionadas