Cada año, en diciembre, la historia se repite. Sentados en la mesa,  después de la cena, mi familia narra uno de los momentos más angustiantes de su vida. No es una historia que aburre, que hace divagar y no prestar atención. Este relato me mantiene sentada, absorta escuchando cada uno de los detalles. 

Ese diciembre de 1999, tres días de lluvia opacaron el clima electoral de la época. Para la familia venezolana la Tragedia de Vargas dejó una profunda herida, un dolor que aún no sana, un recuerdo que todavía duele. Esas Navidades no fueron felices, pero sí hubo alivio por no perder a nadie de la familia entre el caudal feroz del agua. Esta es la historia de mi familia y cómo vivieron esos tres días (o más) de angustia. 

Faltaban 12 días para que cumpliera los dos años de edad. Qué bueno que no tenía conciencia desarrollada. Mis padres realizaban las respectivas compras navideñas: regalos familiares, ingredientes para las hallacas, estrenos. Pero también fueron a ejercer su derecho al voto. Todo parecía marchar bien, incluso las elecciones en las que se aprobó la nueva Constitución propuesta por el fallecido Hugo Chávez, además de las intensas lluvias, no parecían opacar el clima navideño. El lugar de encuentro fijo era la casa de mis abuelos, en la carretera vieja Caracas-La Guaira. Llegamos ese 15 de diciembre de 1999 bajo un torrencial de agua, el mismo que cayó durante tres días seguidos y que no nos permitió salir de aquel lugar. 

La tragedia de Vargas, una herida que no sana
Foto: Getty Images

La lluvia golpeaba con fuerza sobre el techo de la casa. A lo lejos se escuchaba una especie de rugido, como un monstruo que cada vez se hacía más grande con el pasar de las horas. Ese monstruo era una pequeña e inofensiva quebrada que con la lluvia fue tomando fuerza. Nadie se imaginó que ese pequeño caudal de río devoraría a su paso autobuses, casas de más de tres pisos y personas. Esa noche de domingo, la angustia y la desesperación llegó para no irse. 

No había señal telefónica ni de televisión. Estábamos incomunicados. Para nuestra suerte, la casa estaba ubicada en una de las zonas más altas del barrio, pero para nuestra desgracia vimos todo el desastre que causó el agua. No se sabía de dónde salía tanta agua. Desde la montaña apareció una enorme cascada y la quebrada, convertida en un feroz y violento río, arrasaba con todo. Toda la noche nos acompañó el angustiante sonido del río y los llantos de las personas que intentaron fallidamente rescatar algún enser que le permitiera empezar de cero en cualquier otro sitio, porque en esa zona ya lo habían perdido todo. Pero lo más angustiante era escuchar los gritos de dolor. Madres que gritaban a todo pulmón el nombre de su hijo. Mujeres y hombres cubiertos de barro y mojados tratando de encontrar vivo a algún ser querido arrastrado por el agua. 

De vez en cuando mi papá se asomaba desde un barranco para observar el panorama. Pero cada vista era peor que la anterior. Lleno de angustia, llegó ante sus ojos la imagen de un autobús Encava arrastrado por el agua. Era sorprendente ver cómo la ferocidad del río movía las toneladas de aquel vehículo y lo llevaba consigo como si de un juguete infantil se tratara. La siguiente imagen fue peor que la anterior. Una casa de tres pisos, que había sobrevivido al destino de las viviendas vecinas y todavía se mantenía en pie, colapsó en cuestión de segundos. Las paredes y los cimientos de concreto se quebraron con la facilidad con la que se parte una galleta. El grito esta vez era de una familia entera, atrapada dentro de aquella casa con un destino fatal. 

Dentro de la casa y en la zona en general desconocíamos lo que se decía en Caracas y otras ciudades del país. Los titulares en la radio y televisión causaban pánico. “25.000 muertos en La Guaira”,  “Blandin se hundió”. El resto de nuestra familia en la capital pasó la noche en vilo, frente a la pantalla, esperando al menos una buena noticia y rezando que lo peor no hubiese pasado. 

A la mañana siguiente la escena que se observaba en lo que quedaba de aquellas calles llenas de barro y escombros era desgarradora. Digna de una escena de posguerra. Frente a la casa ordenaban los cadáveres de las víctimas que encontraban. Los voluntarios ordenaron a decenas de personas sin vida una al lado de la otra, a la espera de que alguien pudiera identificar a su ser querido.. Era difícil ver aquella imagen por más de un par de minutos. El semblante de todos los que se ofrecieron a ayudar estuvo marcado por el dolor, la impotencia y la angustia de lo que ocurrió. Al estar incomunicados, nadie sabía que en otras zonas de Vargas los estragos eran de magnitudes impresionantes. La naturaleza reclamó su espacio, decían algunos.

La tragedia de Vargas, una herida que no sana

Tres días estuvimos atrapados. La carretera vieja Caracas- La Guaira había colapsado. Los escombros, el barro, los restos de vehículos y la lluvia, que aún continuaba, impedían que las labores de rescate fueran más rápidas. Mientras esperábamos, las madres que aún no se daban por vencidas tocaban las puertas de las casas que se mantenían en pie. “Usted no ha visto un niño, con el cabello negro, tiene siete años”, dijo una mujer con los ojos irritados de tanto llorar, de no dormir, de tanta angustia, de haberlo perdido todo. 

En la mañana del tercer día, el sonido feroz del río fue opacado por un silbido familiar. Mi mamá creyó haber escuchado mal pero no fue así, volvió a escuchar el sonido que había oído todos los días de su infancia: era su hermano, mi tío. Valiéndose de la desesperación y un increíble poder de convencimiento logró pasar los cordones de seguridad y atravesar la intransitable vía de la carretera. No permitían que nadie entrara ni saliera, pero él logró pasar. Su misión era sacarnos de aquel lugar. Me subió en sus hombros y, junto a mi mamá, emprendimos el camino para salir de aquel lugar colapsado, triste y angustiante. 

“Cuando metas una pierna saca la otra rápido porque sino te hundes”, le decía a mi mamá. A mí eso me parecía divertido y observaba todo desde los hombros de mi tío favorito, un camino hecho un verdadero desastre. Las casas y los restos de los carros quedaron a mitad de la carretera.  Después de caminar casi todo el día para salir de ese lugar, llegamos a nuestra casa llenas completamente de barro. 

Mi mamá, como enfermera, se ofreció de voluntaria para atender a los afectados en La Carlota. No sin antes recorrer junto a su hermano colegios, hospitales y morgues en búsqueda de dos de sus sobrinos, quienes se encontraban en La Guaira. Afortunadamente, los encontraron en un colegio de Catia, sanos y salvos, pero llenos de terror por los horribles momentos que les tocó vivir y por cómo tuvieron que huir del agua para salvarse. 

Esta historia la escucho siempre con mucha atención. Dejó una impresión muy grande en mi familia que nunca será borrada. Muchas familias vivieron un drama inexplicable esos días y se enfrentaron a la necesidad de empezar de cero. Años después, al llegar diciembre, la gente recuerda la cifra desconocida de desaparecidos y fallecidos. A veces agradezco no recordar nada de la Tragedia de Vargas porque los 20 años siguientes dejaron una huella desagradable en mi.

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