El chavismo es como una aplanadora. Por donde sea que pase, destroza cualquier principio democrático imperante, bajo el burdo y mentiroso pretexto de empoderar a los pueblos. Resulta casi redundante explicar el porqué de estas afirmaciones, pues los resultados de 20 años de revolución bolivariana hoy más que nunca están a la vista. No obstante, no es de sorprender tampoco que a pesar de ello el régimen tenga todavía sus correligionarios en el extranjero.

La visión utópica comunista cobra especial fuerza en aquellos que, sedientos de llevar la contraria a cualquier pensamiento medianamente razonable, sueñan con un modelo de vida en el que estoy seguro, no resistirían ni 24 horas. Son comunistas de chalés que predican el “patria o muerte”. Por eso, cuando llegan al poder, no hay solidez democrática que lo resista.

Todo esto viene a tema por la posición que ha decidido tomar el gobierno español de Pedro Sánchez durante la crisis del Covid-19. Aupado por sus socios de Podemos, en especial por su vicepresidente segundo Pablo Iglesias, el presidente Sánchez se ha convertido en una máquina de tomar malas decisiones que hoy no solo ponen a España en la trágica y dolorosa lista de países con más infectados y muertes por la pandemia (184.948 contagios y 19.315 fallecidos, según los datos de la Universidad Johns Hopkins de Estados Unidos), sino que además empiezan a resquebrajar la hasta hoy sólida democracia española. No han faltado voces desde la oposición y desde la prensa –cada vez menos– libre e independiente que, con razón, advierten ciertas similitudes de su gestión con las prácticas chavistas.

Aunque lejos de alcanzar el nivel de delirio de Chávez (en una alocución podía hablar de una diarrea o ponerse un paquete de leche encima de la cabeza), los discursos de Sánchez se han convertido en ataques sistemáticos a la libertad de expresión, filtrando a gusto las preguntas de la prensa. No en balde, las alocuciones del presidente español reciben el nombre de Aló presidente. Y, lo que es más peligroso, en los últimos días ha querido institucionalizar la censura, buscando el salvavidas en una población que, dicen ellos, le apoyan en sus deseos. Suena familiar.

“¿Cree Ud. que en estos momentos habría que prohibir la difusión de bulos (fake news) e informaciones engañosas y poco fundamentadas por las redes y los medios de comunicación social, remitiendo toda la información –léase bien, toda la información– sobre la pandemia a fuentes oficiales, o cree que hay que mantener libertad total para la difusión de noticias e informaciones?”, preguntó el gobierno español en una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) organismo público que, dicho sea de paso, lidera José Félix Tezanos, ex miembro de la Ejecutiva del PSOE.

La respuesta, muy bien dirigida, surgió efecto. El 66,7% apuesta por restringir y controlar las informaciones, estableciendo solo una fuente oficial de información, mientras que 30,8% cree que no debe restringirse ni prohibirse ningún tipo de información. Hay ingenuos que aplauden las censura con este argumento: “hay que combatir las mentiras de la ultraderecha”.

Caso similar ocurrió en Venezuela en el año 2007 cuando, bajo el pretexto de controlar el golpismo mediático, Chávez cerró Radio Caracas Televisión. O, más recientemente, con la creación de la “ley contra el odio”, con la que el régimen de Nicolás Maduro amedentra y encarcela a periodistas por tuitear. Pero la experiencia venezolana demuestra que dar carta libre al Estado para controlar las informaciones no acaban con la supuesta difusión de bulos; por el contrario, dará paso a los peores y más peligrosos bulos: los del gobierno.

Controlar, regular, observar las informaciones “falsas” son, por lo tanto, eufemismos mentirosos para lo que, en realidad, es una triste abdicación de un gobierno que, en contradicción con los principios democráticos de su propio partido, decide seguir la vía del chavismo de un Iglesias disfrazado de cordero. Por suerte, cuando la dignidad del PSOE estaba in articulo mortis, apareció, otra vez, Felipe González, hombre de Estado, para devolver la fe en los socialistas democráticos. “Sánchez no debe permitirlo”, dijo el expresidente en referencia a que Podemos no debe romper el marco constitucional. Pero en estos días en la Moncloa manda el zapaterismo.

Por si fuera poco, Sánchez ha aprovechado el estado de alarma para neutralizar al Portal de Transparencia. Esta herramienta permite que cualquier ciudadano pida cuentas de su gestión a la Administración. De esta forma, el Ejecutivo no tiene la obligación de informar, salvo que lo quiera hacer «motu proprio», sobre aspectos como los costes y beneficiarios de los contratos que otorga a empresas del sector sanitario en plena crisis del Covid-19.

Es de resaltar, sin embargo, la admirable postura de la prensa española, que al igual que la venezolana, se planta a diario para informar verdaderamente a la ciudadanía y exponer la opacidad del gobierno de turno. Chapeau.

No sorprendería, pues, que dentro de muy poco tiempo Sánchez o Iglesias –me temo puedan llegar a ser lo mismo– denuncien la puesta en marcha de un golpe de Estado mediático en su contra, ese mantra que sin reparo alguno el régimen chavista usa a diario para no asumir sus propios errores y endosarlos a sus adversarios. Por suerte para los españoles y triste para el señor Iglesias, la jefatura del Estado español recae en alguien que, a diferencia de Sánchez, no abdica: el Rey Felipe VI. Paradójicamente, el sistema monárquico español hoy es, en buena medida, la garantía de la sostenibilidad democrática.

El fenómeno del “enchufado”, creación aberrante con la que el chavismo se reparte cargos a diestra y siniestra, también existe en España. Ni siquiera por estar en medio de la pandemia, Iglesias ha escondido sus ansias de poder. El gobierno, en detrimento de la institucionalidad, blindó al vicepresidente segundo en la Comisión Delegada para Asuntos de Inteligencia, el organismo desde el que se controla el Centro Nacional de Inteligencia (CNI). La medida remite, a grandes rasgos, a aquella decisión del régimen de Nicolás Maduro cuando, en el año 2015, en medio de las navidades y sin apoyo constitucional, amarró a sus súbditos en el Tribunal Supremo de Justicia, pocos días antes de que asumiera la actual Asamblea Nacional.

Con todo esto no quiero decir, claro está, que España se dirija hacia una dictadura como la que hoy aniquila Venezuela. Además de contar con poderes que hoy todavía son independientes, y con un sistema parlamentario abierto al debate y a las diferencias ideológicas, sería incorrecto igualar a Sánchez –e inclusive a Iglesias– con Nicolás Maduro. Pero cualquier señal de desvío hacia un modelo fracasado, debe ser advertido. Sánchez, sin el lastre de Podemos, está a tiempo de rectificar.

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