“Rumbé sin novedad por la veteada calle

que yo me sé. Todo sin novedad,

de veras. Y fondeé hacia cosas así,

y fui pasado”. – César Vallejo. 

La vía es un sitio lleno de incertidumbres. Desde la salida en La Bandera, lugar de vicios y olor a orine, se puede ver delineado el fin de la ciudad que dejas atrás y la entrada a la carretera, repleta de maleza y ranchitos a su alrededor. Cada pasajero carga sobre sus hombros, más allá de un viejo bolso, un cúmulo de responsabilidades, emociones, razones y falencias que marcan su viaje. Unos pueden comprar una empanada y un jugo en la parada, otros guardan en papel aluminio una arepa fría y otros, sencillamente, deben apaciguar el hambre de la madrugada con un cigarrillo y un vasito de café. 

Esas historias están caracterizadas por la nostalgia de la despedida, por una sensación constante de ausencia y, sobre todo, por la incertidumbre del camino. Hace un par de años viajé mucho. Todos los fines de semana prácticamente. La razón era una sola, pero, además de eso, tuve la posibilidad de conocer en esas largas horas sentado en un butaca incómoda, mientras en el pequeño televisor se estrenaba la nueva película de Steven Seagal, a cientos de personas. Cada una con un peso distinto en su equipaje, con algo que contar y mucho que callar. 

Las primeras veces viajaba con el temor de las alarmantes noticias del día a día. Era capaz de recordar, mientras miraba por la ventana, los robos y los secuestros perpetrados por los “piratas de carretera” que atracaban en la oscuridad de la noche, pero nunca sentí que era un impedimento para viajar. Desde muy pequeño lo había hecho acompañado y ahora, como era de esperarse, me tocaba volver al camino solo. 

Un día, en el año 2017, decidí viajar a San Cristóbal. Las protestas antigubernamentales eran el punto de quiebre; por un lado la población se redimía en la épica de una posibilidad, ínfima pero existente, y por el otro el rostro del poder se reía ante los muertos, bailaba entre los cadáveres y satirizaba el dolor de los vivos. Los terminales privados estaban abarrotados y la gente se aglomeraba, desde la madrugada, en las esquinas de Prado de María, con sus bolsos de piolín y maletas rotas por el tiempo, para poder comprar un pasaje. Llegué tarde ese día. Igual, aunque no era una buena decisión viajar, estaba dispuesto a hacerlo. Me fui para La Bandera. Era el único lugar donde encontraría un autobús para San Cristóbal. En efecto así fue. Era viejo, destartalado, con algunos vidrios rotos por viajes pasados y con un chofer que aseguraba que “no pasaría nada esta vez”. Me tocó el asiento del pasillo. Luego, en el asiento de la ventana se sentó una señora de cabello rubio, con algunas arrugas que se colgaban de su expresión facial y unas ojeras que mostraban horas de cansancio. Me saludó con timidez y el viaje comenzó a las cuatro de la tarde. La ciudad estaba solitaria por las barricadas y las llamaradas que comenzaban en la noche. 

Al salir de Caracas las imágenes, aunque no haya razón para ello, se vuelven nostálgicas. Las horas pasadas se acumulaban, el olor a orine y las miradas de los piedreros que duermen en las esquinas del terminal se aproximaban nuevamente, desde la memoria, para, quizás, explorar cada detalle de la decisión tomada. Al principio traté de leer un poco, pero era muy difícil cuando la salsa suena a todo volumen y el motor rechina. Me rendí. La señora a mi lado se mantenía callada. Veía por la ventana, rota por la mitad, la caída del día entre los arbustos. La vía estaba sola. En algunos casos puede provocar tranquilidad porque el viaje será más corto, pero en otros, como ocurre en Venezuela, da temor porque la probabilidad de ser atacados es mayor. No hablaba. A veces revisaba un pequeño y viejo teléfono. Seguro esperaba alguna respuesta. Mientras tanto, yo veía las expresiones de cada pasajero. Se podría pensar que por curiosidad, pero, en realidad, era para ver quién podía ser un posible ladrón. El prejuicio, de alguna manera, se construye cuando tienes que caminar con la mirada sombría de la zozobra. Poco a poco comienzas a categorizar a las personas. “Este puede ser, mejor me cambio de acera”. “Este tiene pinta rara”. Así, una y otra vez, hasta que el miedo ante el otro se convierte en el aspecto más claro de la normalidad. La señora a mi lado seguía callada, rozando con sus dedos el corte de la ventana, mientras revisaba el teléfono. No llegó ningún mensaje en ese momento. 

El chofer se detuvo en La Encrucijada. Un punto medio en la carretera, cerca de Valencia, estado Carabobo. Conocido por sus fiestas de noche, por las arepas y los sándwiches de pernil. Es un punto clave para todos los viajeros del Occidente de Venezuela. Ese día no había nadie. El lugar estaba desolado. El gobierno había declarado toque de queda por las protestas y nosotros, viajeros desamparados en la carretera, nos enteramos en el camino. Todos se bajaron. Una señora iba con dos niñas. Una de seis años y otra de meses. Las dos lloraban porque tenían hambre. La madre compró un pedazo de pan y un jugo de manzana para las dos niñas. Ella no comió nada. Yo no tenía dinero, pero había guardado una arepa en el bolso. Me bajé a fumar un cigarro, mientras los demás pasajeros comían y compraban chucherías para el camino. La señora de la ventana se quedó. No quiso bajar. 

En ese momento llegó otro autobús. No había más nadie en la parada. Los pasajeros eran, por lo menos, extraños. Sus rostros estaban marcados por cicatrices, sus brazos tatuados con tinta china y mensajes de odio y, sorpresivamente, algunos de amor. Un cristo en la cruz, con la expresión achinada, se notaba en la pantorrilla de uno de ellos. Algunos estaban descalzos, otros tenían los zapatos rotos, pero todos, absolutamente todos, tenían una mirada agresiva en la cara. Uno de ellos se me acercó y me pidió la cola del cigarro. Acepté. Los pasajeros del bus con la ventana rota se asustaron. La soledad del sitio era tenebrosa y el rostro asesino de esos otros viajeros que, por extrañas circunstancias, decidieron parar a nuestro lado era una razón para sentir la zozobra acostumbrada de la ciudad. Ellos compraron un solo pan para 30 hombres. Antes de irse pude ver cómo lo picaban. Al parecer, según el relato de aquel que me pidió el último jalón, iban para una finca en Mérida. Eran indigentes en Caracas y los llevaban a un sitio de rehabilitación. Luego, el chofer de nuestro bus llamó a todos los pasajeros. La señora en la ventana me habló. Me dijo que era muy joven para fumar, que si había visto el rostro de esos hombres y que debería dejar ese horrible vicio. Yo me excusé en el estrés. El chofer intentó varias veces encender el autobús, pero no arrancaba. “Tendrán que empujar”, gritó. Nos bajamos todos los hombres y empujamos. Las latas temblaban y el motor rechinaba con más fuerza. Después de unos cuantos metros prendió y todos volvimos a subir. El viaje comenzaba de nuevo. 

La señora de la ventana, después de ese momento, habló sobre el clima. Estaba haciendo calor, pero tenía ganas de llover. Yo asentí. Hablamos de esos hombres extraños de la parada. “A mí me dio mucho miedo cuando los vi”, dijo. Poco a poco, mientras la oscuridad se hacía más pesada y el resto de los pasajeros acomodaba sus cabezas entre la goma espuma de los asientos, la conversación se hizo amena. Ella me preguntó sobre las razones de mi viaje. Miraba la ventana por momentos y revisaba el teléfono. Seguía sin llegar ese mensaje. Las razones para estar esa noche, en ese asiento, mientras la carretera era infinita y los temores momentáneos, era la algarabía de la emoción pura. Yo le pregunté lo mismo y sus razones eran distintas. Ella vivía en un pequeño pueblo cerca de San Cristóbal. Visitaba Caracas porque su hijo estaba internado en el hospital J.M de los Ríos. Solo pude asentir por momentos y decir pequeñas palabras de aliento. Ella sintió en el silencio de la noche, quizás, un lugar para desahogarse y cada palabra que decía era más fuerte que la anterior. Su esposo había muerto en enero de ese año. Era abogado y trabajaba en los tribunales hasta que un día llegó una enfermedad a su cuerpo. “Nos enteramos muy tarde que era cáncer”, dijo. Delineaba la ventana con sus dedos como si marcara las siluetas del camino. No supe qué decir. Nunca fui bueno para la compasión. “Solo me quedó una torre de papeles y decenas de libros. Más nada”. Solo pude asentir y darle mi pésame. 

Su hijo enfermó meses después de la muerte de su esposo. Todas las semanas viajaba a Caracas y dormía en las sillas del hospital para cuidar a su hijo. Todavía quedaban muchos papeles que recoger en la oficina de su esposo. Ella iba todas las mañana para acomodar lo que servía y botar lo que no. Cada uno de los libros, decía con los ojos llorosos, le recordaba a él. Por eso era difícil botarlos. Pensó en donarlos a la universidad, pero era mucho papeleo y no tenía tiempo. Pronto tendría que desalojar la oficina y su esposo se iría en esos papeles. Solo pude asentir y demostrar con la mirada que la escuchaba. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras contaba la situación. No había dinero en la casa. Se limpiaba las lágrimas con el suéter que tenía en la mano. Pidió disculpas por el llanto. Le dije que estaba bien. Siempre me causó extrañeza ver llorar a otra persona. ¿Qué se puede hacer en ese caso? ¿Decir frases repetidas de aliento? ¿Mantenerse en silencio y escuchar atentamente? No hay un guion que te dé los pasos para apaciguar el llanto. 

La carretera se veía eterna en la oscuridad. Los demás pasajeros roncaban y dejaban caer un hilo de baba en las viejas poltronas. Revisaba, al igual que ella, el teléfono. Estaba a la espera de un mensaje que no llegó tampoco. Recordé la arepa que tenía en el bolso. La señora de la ventana no tenía nada para comer. Partí la arepa por la mitad. Una para ella y otra para mí. Al principio se negó, pero después decidió aceptarla. El silencio pocas veces se aprecia, pero otras es el mejor aliado cuando una persona, incluso desconocida, necesita hablar. Ella continuó el relato de sus viajes. Los últimos meses habían sido complicados por la crisis política y social. Los caminos estaban repletos de barricadas y en la madrugada, cuando todos dormían, se podía escuchar los disparos de las fuerzas represivas. 

Un día se quedó varada en Barinas. El autobús de esa vez no podía seguir hasta San Cristóbal porque la carretera estaba trancada. Eran las cuatro de la mañana y no tenía cómo llegar a su casa. De repente, se encontró con un viejo conocido que estaba de viaje y se detuvo en la parada. Ella le pidió el favor. Dijo que le pagaría la cantidad que fuese necesaria. Él dijo que no se preocupara, que no era necesario el dinero. En ese instante el autobús se detuvo en una estación de servicio. Muchos pasajeros se bajaron para estirar las piernas y orinar en alguna esquina. Yo, al mismo tiempo, me bajé para fumar otro cigarro. La señora de la ventana se bajó para comprar un café pequeño. Luego, nos tocó volver a empujar el autobús para continuar el viaje. Eran las dos de la mañana. Ella, retomando la historia, después del sermón por el cigarro, dijo que las primeras horas con aquel hombre transcurrieron de forma normal. Conversaron sobre el tiempo que tenían sin verse. “Ni siquiera lo reconocí al principio”, dijo. Con el pasar de las horas todo quedó en silencio y aquel hombre, mientras manejaba, empezó a mover su mano para tocar las piernas de la señora. Dijo que podía pagarle el favor de otra manera. Ella estaba asustada y le pedía que, por favor, no hiciera nada. El hombre se negó. No podía bajarse en mitad de la carretera. Sería un suicidio. Él no se detendría. En ese momento, para ella por obra de Dios, para otros, quizás, una jugarreta extraña del destino, ocurrió algo que parecía inverosímil. No se escuchaba nada. Solo un ronquido a lo lejos. Ella se alejó lo más que pudo de ese hombre. Se pegó a la puerta del copiloto para evitar que la tocara. Él manejaba a toda velocidad sin ver la carretera. Las barricadas estaban distribuidas en distintas zonas. Algunas evitaban el paso con árboles, alcantarillas, postes de luz y cauchos en llamas. Ella rezó con todas sus fuerzas. No sabía qué hacer. Pensaba en su hijo y en la memoria de su esposo. El carro empezó a temblar. Eran piedras en el camino y sin verlo, por la oscuridad de la noche, un árbol atravesó el vidrio frontal. Aquel hombre murió enseguida y ella, me contó con cierto temor en la voz, quedó viva por estar pegada a la puerta del copiloto. 

Luego, antes de dormir un rato, sonrió y me dijo: “La vida es muy confusa, pero ya estoy mejor. Pronto volveré a Caracas a visitar a mi hijo. En casa me espera mi mamá. Poco a poco todo cambiará”. Su mirada se iluminó, su llanto se convirtió en pequeños destellos entre las luces esporádicas de la noche, como si hubiera limpiado su alma en cada historia, con un oyente que no vería más nunca, que sólo pudo asentir ante el dolor y mirarla con impavidez. 

Esto ocurrió hace tres años. Nunca pensé que sería relevante, pero ahora, cuando tuve que hurgar para encontrar una historia, descubrí que en esos viajes conocí la verdadera resistencia de personas que nunca, ni siquiera ante la muerte, flaquean y esperan que el futuro siempre sea mejor.

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