Los modos de lectura en el mundo actual han sido objeto de cambios volátiles a través de los años. El formato del libro ha cambiado, ha evolucionado, se ha entregado a la heterogeneidad que permiten las redes informativas transformando al libro en un objeto de reproductibilidad irrebatible, concepto expuesto por Walter Benjamín en su texto La Obra de Arte en la Época de su Reproductibilidad Técnica.

¿Será que la proliferación del texto cambia el aura del mismo? A mi parecer el texto no cambia, siempre ha sido múltiple porque ese su objetivo: la semántica proliferada. Lo que cambia es la figura del lector y cómo se enfrenta con el texto y, en ese ámbito, si estoy de acuerdo con que se pierde una esencia de análisis en el texto porque se transforma en un producto reproducible que se puede estructurar como una “marca” dentro de los límites del mercado.

Son objetos que cambian progresivamente, el lector y el libro, y se conjugan uno a otro. La industria del libro empezó a crecer a finales del siglo XIX con la aparición del libro de bolsillo, de las novelas que poseían gran auge dentro de los espacios burgueses e intelectuales, aunque era tenue la idea del poderío editorial porque aún el libro se manejaba en círculos cerrados, en los espacios de intelectualidad donde se veía reducido a ediciones de poca divulgación. 

En los terraplenes de nuestro continente, entre los años sesenta y setenta la figura del autor y del libro cambia radicalmente con la llegada del Boom Latinoamericano; un impasse mercadotécnico donde el ámbito editorial tuvo un embrión significativo, logrando la reproducción incesante de ediciones que se repetían y legitimaban la figura del escritor a través del mercado, de la venta y de la obra vendida. 

Ángel Rama en su estudio sobre el respectivo momento literario, El Boom En Perspectiva, habla sobre la unificación y el verdadero hilo estético que tiene el boom dentro del mundo literario en Latinoamérica y el mundo, desmintiendo, de igual manera, los relatos que se apoyaban en las columnas de un gran momento literario. Para Rama el boom fue, meramente, un embrión mercadotécnico donde el hilo que unifica a los cuatro autores que poseen la insignia de ser pertenecientes a este momento (Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes y Julio Cortázar) no está creado ni permeado por relaciones estéticas entre las distintas obras, sino, solamente, por el trasfondo de mercadeo editorial del cual fueron objeto. 

Esto produjo que la figura del libro se expandiera y llegara a lugares remotos, pero se mantenía la estructura clásica del libro: el papel seguía su regía dictadura. Aunque la figura del lector fue cambiando a la par de la escritura como oficio y del libro como producto mercadotécnico. El lector comienza a consumir literatura, a leer la novela permeado por la figura del escritor, a comprar la obra de mayor magnitud, la que posea cientos de páginas y no a clasificar o a leer con la necesidad de placer que produciría el texto. Esto, inmediatamente, empieza a inyectar dicotomías y problemas en la cuestión, ya problematizada, de la literatura. ¿Lo que vende será lo literario? ¿Será el mercado el que determina la calidad de una obra? ¿Mientras más, mejor? ¿Qué cánones se manejan para determinar una obra: la venta o la estética? ¿La venta permea la estética o viceversa? Estas y una serie de preguntas incansables comienzan a brotar dentro del ámbito del libro e, indudablemente, cuando un producto cultural se transforma en subordinado del mercado se ve, en su gran mayoría, sumergido por las necesidades de la masa que consume. Esto puede acarrear una disminución en lo que vendría a ser el aura de la obra y el placer del texto. Por eso la obra, como el escritor y el lector, han tenido procesos evolutivos, que, para bien o para mal, han cambiado los códigos semánticos y sintagmáticos de la lectura. 

El mundo digital es el espacio donde todo se recrea por identidades simuladas, donde la realidad se resquebraja de una manera en la cual no existe un referente concreto, sino un simulacro. Las experiencias en la postmodernidad, donde el aspecto digital ha enganchado con sus tentáculos todos los niveles de signo y símbolo de lo real, son simuladas y no auténticas. Esto crea un conflicto en la relación que posee el lector con el texto, porque la crítica y el análisis que el mismo extraiga estarán permeadas por elementos externos.

Por ejemplo, un lector contemporáneo analiza a partir de la figura que el escritor ha construido. Así no haya leído ni una sola oración de aquel autor, viendo a través de la proliferación informativa este individuo creará una imagen del autor y, consecuentemente, de la obra creando un juicio vago y simulado de un elemento no experimentado. 

El lector ha cambiado la forma de relacionarse con el libro y, en estos momentos, se encuentra inmerso en un mundo de simulaciones, de redes sociales, de fotografías trabajadas a priori inherentes de toda naturalidad, de palabras vagas, de un mundo digital tan extenso e inmenso que es inabarcable, ilimitado y produce en el individuo la necesidad de representación y, sorprendentemente, ante la reproductibilidad incesante de los medios de lectura e información, añora el texto físico. 

Crea una nostalgia ante el romanticismo que representa para él, en momentos de rigidez y pérdida de aura, la figura del libro. Además de su inigualable facilidad, porque, por experiencia propia, la lectura en medio digitales produce un desgastamiento mucho más severo, o así se hace notar, en la visión y en la comodidad. 

La figura del libro nunca deja de evolucionar y en las últimas décadas ha cambiado la forma como es percibido. De igual manera, atiende las necesidades del mercado, que desde el auge en los 60 y 70 se ha mantenido, con altas y bajas, con cambios y adaptaciones, pero que es inamovible: el libro, siendo literatura o no, responde a un función económica. Incluso la nostalgia del libro físico también puede verse como una maniobra que es auspiciada por el mercado y, consecuentemente, alimenta el ciclo continuo del mismo. 

Esta añoranza por el aura del texto que, quizá, es más factible de sentir por el lector a través del libro que por una pantalla, ocurre porque la reproducción del texto no esfuma el aura, ni la desaparece, solo la corrompe.

Entonces, queda un vestigio que es inamovible, que se encuentra intrínseco en el texto y que, partiendo del formato que sea y de la relación que sea, creará un placer específico en el lector. Esto es lo interesante en la figura del libro como elemento físico, ya que se transforma en una experiencia para el lector y posee dentro de sus límites palpables una relación experimental con quien agarra, huele, toca y pasa página tras página. Y bajo esta simple añoranza se guarda la mayor nostalgia del hombre contemporáneo: la experiencia. Porque se ve ahogado en simulaciones, en representaciones, en juegos de identidades intercambiables, en distintas formas de ser dentro de un mismo individuo y el salto entre realidades que lo abstraen al punto de desconfiar de “lo real”. 

La figura del libro, como podemos ver, abarca mucho más que la mera relación de un objeto con su poseedor, puede llegar a significar la relación que tiene el individuo con la experiencia. Ya que, en estos momentos, el libro se transformó en una experiencia, en algo sensible, que es manejado y experimentado por un individuo inmerso en las simulaciones.

El lector cambió, las necesidades y las capacidades del mismo cambiaron, y las razones también. Es un individuo que, de igual manera, se relaciona con los objetos y con las experiencias permeado por su contexto.

El libro como elemento no cambia, físicamente se mantiene estático, lo que cambia es el lector y, consecuentemente, al ser el único capaz de codificar el libro, cambia su manera de relación con este. Y, ahora, con la posibilidad que tiene el individuo de consumir la información condensada en un formato que, prácticamente, se encuentra en cada paso, en cada casa y en cada persona, la relación con el conocimiento y el lenguaje, como código intrínseco del texto, será distinta. Entonces, la forma de que el texto lo afecte y que sea experimentado por el mismo tiene que ver, más que con el formato donde se presente, sea digital o físico, con las capacidades experimentales del mismo. Porque la añoranza del individuo postmoderno no está en una solapa, en una portada tapa dura, en un papel de seda o en una caligrafía exquisita, sino está en la capacidad de poder experimentar el texto.

La literatura es una experiencia en sí, la historia crea una afectación en el lector, provocando reacciones dentro del mismo y permitiendo a partir de ese choque nuevos elementos capaces de ser experimentados. Ese es el punto que debe ser atacado por la escritura para lograr la afectación del lector y, consecuentemente, la experimentación del texto.

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