Se ha contado miles de veces, desde la Biblia hasta los dibujos animados, pasando por las novelas y el cine, la historia de los hebreos, el pueblo de Dios, esclavizados en Egipto y la tentativa de liberarlos ofreciéndoles la tierra prometida, después de vivir en carne viva la durísima experiencia del exilio en el desierto.

Van como aderezo la imagen de la zarza ardiente, las siete plagas de Egipto, la terca intolerancia del poder del Faraón, la muerte de los primogénitos, el maná que llueve del cielo, la apertura del mar rojo y las tablas de la ley. Es la historia cuyo protagonista es Moisés.

Venezuela 2020: en un país donde ya casi no se monta ópera, con más de la mitad de los talentos, que hasta hace apenas diez años pisaban nuestros escenarios, fuera de nuestras fronteras buscando el horizonte que aquí se les cierra. Esta historia, con la música que Gioacchino Rossini le compuso hace ya 202 años, es la que el programa de formación lírica juvenil y estudiantil de El Sistema de Orquestas Juveniles de Venezuela, con el apoyo de dos profesionales italianos, ha escogido para montar en el mismísimo inicio del año.

Baudelaire exponía, en su tiempo, su hermosa teoría de las correspondencias. Otros más desconfiados o esotéricos dirían que en el mundo simplemente no existen las coincidencias.

La coyuntura que hace años atraviesa Venezuela ha hecho que hayamos perdido hasta la experiencia compleja y fascinante de un montaje íntegro de ópera. Además de que nos falta la materia prima para los grandes títulos, las voces, todo lo que se había avanzado en materia teatral y escénica, ha quedado descontinuado. Convertidos en una isla en Tierra Firme, vivimos operísticamente de una memoria irrecuperable de forma tangible.

Por ello, producir una ópera en versión de semi concierto (o semiescénica, según se quiera), es posiblemente lo que más refleja nuestra capacidad actual en el arte lírico: algo con muchas ganas, con intención de espectáculo y hasta de ingenio, pero fatalmente incompleto.

Y es que después del Teatro Teresa Carreño y su visión de teatro del futuro, de ser plaza frecuente de estrellas internacionales de la música, de crecer hasta la cima de la Opera Made in Venezuela, con talento nacional sobre, debajo y detrás de las tablas, hemos retornado resignadamente a 1983, cuando todo ese proceso apenas estaba queriendo comenzar y era vastamente cuesta arriba.

Una huella firme, sin embargo, de aquella época entusiasta, ha quedado entre los formadores de los jóvenes del siglo XXI, pues montar un título de un estilo de vocalidad tan complejo como el Mosé in Egitto, el bel canto rossiniano, no era una tarea nada fácil.

Por esa razón entre los docentes invitados del extranjero venía el coach vocal Massimiliano Bullo con un currículum impresionante que incluye nombres como la Scala, Riccardo Muti, la Juilliard School, Cecilia Bartoli y los mejores teatros del mundo.

Su trabajo, la materia prima vocal de atractivo nivel y la preparación técnica sólida construida por los maestros del patio en los noveles cantantes que enfrentaron el reto, son seguramente las razones del digno resultado profesional que las representaciones de esta ópera, cuasi oratorio de Rossini, demostraron los pasados 24 y 26 de enero en Sala Simón Bolívar del Centro de Acción Social para la música.

Estamos hablando, sin embargo, desde la percepción estudiantil, pues lo que presenciamos fue un montaje de corte académico, pensado más para el entrenamiento y apoyo de los jóvenes que del público. A pesar de su trayectoria, el Maestro Bullo no logró proyectar a cabalidad el sentido incisivo del fraseo, la agilidad y la soltura en el registro agudo inherentes al canto rossiniano, el cual, no obstante y no ser Mosé uno de los títulos más aceradamente exigentes, se destaca por el brillo, la insolencia canora, el despliegue casi acrobático de las voces protagonistas, en especial de la soprano y el tenor.

Nuestros jóvenes se mostraron timoratos, a veces incómodos e inseguros, mientras perdían una excepcional capacidad para brillar, para apoderarse con audacia de unos roles, que no se habían cantado jamás en el patio, y por tanto, salvo los fanáticos de siempre, nadie sabría de sus desparpajos, en la prueba de destreza de sus voces.

Por el contrario vimos a un Jorge Brito tratando despavorido de escapar de la comprometida tesitura de su Osiride, el tenor estelar de la ópera, o a su amada Elcia, encarnada por Yeralmy Piaspam con solvencia, pero pobre escénicamente (ya hablaremos de este departamento en específico). Hizo gala de resistencia y resolución en su escena estelar en el Acto II, y en la mayor parte de sus dúos con Osiride. A su lado también tuvo buenos momentos, aunque la partitura no la favorece particularmente, la Amaltea de Kimberly Maneiro, de atrayente presencia escénica natural.

Con una voz muy prometedora – es sabido que el instrumento del bajo suele ser como los buenos vinos y ganar con los años-, el Moisés de Christian Pabón, al que su delgada juventud lo hace estar escénicamente más cerca de un Juan el Bautista que del patriarca custodio de los diez mandamientos. Entre la justa discreción y la insignificancia los roles secundarios de Amenofi, Aronne el Faraone y Mambre cantados por María Briceño, Xavier Quiñones, Almer Piaspam y Douglas Romero, de bello timbre, pero volumen de pavesa.

Al contrario del trabajo de Bullo, el de Marco Gandini no justificó su presencia. Si la concepción del montaje era predominante didáctica y académica, ¿por qué este no se concentró en ayudar a los jóvenes estudiantes, naturalmente necesitados de apoyo y solución de sus problemas o impericias escénicas? Desde el vestuario que desprotegía sus hándicaps físicos hasta los inexplicables detalles como las sillas giratorias ostentándose en la sala de un Egipto A.C. nada colaboraba solidariamente con los cantantes.

La gestual oscilaba entre lo básico y lo inexistente, dejando, la mayoría de las veces, a los muchachos a su suerte, como en el aria de Amaltea, donde la reiteración mecánica de los movimientos de los manos llegaba a ser desesperante, o en la imposibilidad de dar un aire de majestad o altivez al Osiride, o en la incomodidad de las escenas amorosas o la simple interacción entre silencios de los personajes en los números de conjunto.

Una casi absoluta negligencia que los efectos de las telas o las luces no pudieron ocultar.

Hermoso y cálido sonido, incluso con efectivos acentos dramáticos, el coro Nacional Simón Bolívar dirigido con refinamiento y estilo por Lourdes Sánchez, con notas altas de aprobación en la hermosa escena inicial “Ah, chi ne aiuta?”, y en los finales de conjunto, especialmente en la sublime Preghiera, penúltimo número estelar de la ópera donde suplieron la excesiva evanescencia de los solistas, y a lo largo de la representación, aguantaron estoicamente la avasallante presencia de la orquesta.

Lo cual nos lleva a la apreciación del trabajo de Christian Vázquez desde el podio: fue irregular y casi tan indiferente como Gandini con los cantantes, en los números de conjunto y en los stretti con la Orquesta (por supuesto la Sinfónica Simón Bolívar), pero mantuvo una compañía y casi una complicidad en los fragmentos solistas (arias y dúos), logrando bellos momentos musicales en algunos de estos. De la orquesta exigió sonidos límpidos, cantables y precisos, y los obtuvo en un 98 %. Muy efectivo en la compleja escena del Mar Rojo. 

Cantar y hacer ópera también requiere cumplir un decálogo.

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