Los recuerdos empiezan a la noche/bajo el aliento del viento al levantar la cara/y escuchar la voz del río”, Cesare Pavese.

La lejanía es una sensación que carcome el alma de todos los migrantes. El corazón, golpeándose sin cesar entre las costillas, se encuentra adolorido por los punzantes recuerdos que atosigan al que se va. Es una sensación que, aunque cada uno vive de forma distinta, se mantiene constante entre las idas y venidas del mundo. Ya no estoy aquí narra, desde la existencia de una subcultura, las dolencias de la migración y el respiro de la violencia que atormenta la nuca de cada individuo.

La película dirigida por el director mexicano Fernando Frías, ganadora del Premio Internacional de Cine de Morelia en 2019, se volvió un tema de conversación cuando fue estrenada en la plataforma de streaming Netflix a finales del mes de mayo. La vestimenta estrafalaria de los bailarines de cumbia rebajada, con peinados distintivos donde las patillas son alargadas y la parte de atrás está totalmente rapada, es uno de los primeros factores que sorprende al enfrentarse a un estilo de vida creado desde la interculturalidad entre Colombia y México. El personaje principal se llama Ulises —quizás un guiño a la tradición cultural del viaje literario— y tiene que dejar su barrio al sufrir las amenazas del cártel que domina las zonas periféricas de Monterrey, Norte de México. 

Existen distintas vertientes para determinar la movilidad cultural en la película: el cambio de significante en un signo, dependiendo de la zona y los códigos de relación del contexto y el arraigo migrante a través de los elementos inmateriales de individuo. Aquellos que, verdaderamente, se mantienen estables a través del tiempo y que, como dice Pavese en el epígrafe de este escrito, aparecen en la noche. 

La gran pregunta que nos hacemos al comenzar la película es: ¿Quiénes son los “cholombianos” y la cultura de la Kolombia Regia? En las zonas periféricas de Monterrey, donde las clases pobres acumularon sus pertenencias y crearon, entre muchas cosas, una serie de símbolos, surge este nuevo estilo de vida. Una mezcla entre la transculturización chicana en California, Estados Unidos, y la romantización de los ritmos cumbieros que alegraban las zonas costeñas de Colombia. En un reportaje de Vice se especulan dos inicios –uno más comentado que otro–: el primero, cargado del misticismo de la mezcla cultural, relata que la cumbia llegó al norte de México en los años sesenta con el viaje de algunos colombianos residentes de San Antonio, Texas. Unos amigos mexicanos los invitaron a pasar navidad en Monterrey. Ellos aceptaron y se llevaron consigo sus discos de cumbia. Así relatan algunos, quizás los más arraigados, el inicio de la cultura Kolombia Regia. Otros, trovadores del segundo posible génesis, comentan que fue gracias a la cocaína y a los negocios del narcotráfico entre mexicanos y colombianos, como si detrás de cada kilo venía un disco de Lizandro Meza sonando. Quizás, lo más cierto y posible es que los ritmos de la cumbia llegaron con la búsqueda de nuevos discos por los DJs locales. 

Ahora, en la película, Ulises es parte de los Terkos, un grupo que mantiene los símbolos de la identidad callejera y los combina con los signos inteligibles de la música, que ejemplifica, de alguna manera, el procedimiento de nuevos signos culturales a través de la relación y el encuentro de signos antiguos. Para entender ese procedimiento es imperante, primero, saber la conceptualización de cultura. Bajo los lineamientos de la RAE es “el resultado o efecto de cultivar los conocimientos y de afinarse por medio del ejercicio de las facultades intelectuales del hombre”. Es, quizás, un concepto que establece la búsqueda de la alta cultura, de un estado de finura en el cual los referentes de la “verdadera” cultura se ven reflejados en el conocimiento y la intelectualidad. Esta premisa soslaya, de alguna manera, la cultura popular. Aquella que surge a partir de los afectos y el encuentro entre seres humanos. Pero, lógicamente, a través de los años el estudio de la cultura se ha diversificado por las necesidades de la literatura y de la sociología y existen conceptos como el del antropólogo norteamericano Lesly White que establecen a la cultura como “cosas y acontecimientos que dependen de simbolizar, en cuanto son consideradas en un contexto extrasomático”. Esto nos permite reconocer las relaciones humanas, en su haber, como un medio de creación cultural. Esto es la cultura: un hilo que construye el camino moral, social, económico, entre otros, de los individuos y está sujeto, en la mayoría de casos, a un encauce identitario. 

La cultura de los Cholombianos de Monterrey no mimetiza a la cultura costeña colombiana. Simplemente, por cosas de la fluctuación del destino, tomaron un código identitario como la cumbia y lo modificaron para crear, desde esa chispa, una serie de símbolos autónomos. No lo sabían ni lo trataban de hacer, es la interacción rizomática de las expresiones lo que permite la proliferación cultural. Esto, quizás, lo podemos ver en la visita de Ulises a un bar en Nueva York. No habla inglés, no le gusta el reggaeton ni la música electrónica y solo quiere escuchar sus “kolombias” –forma de llamar a la cumbia– en su estropeado MP4. En ese momento se encuentra con una prostituta de nacionalidad colombiana y, mientras hablan, descubren que tiene un vínculo a través de las figuras de Lizandro Meza y Diomedes Díaz. Ambos escuchan una misma canción rebajada, –un nuevo estilo de cumbia realizado en Monterrey–, pero las reacciones son distintas: para él los recuerdos lo trasladan a los bailes con sus amigos; ella, por otra parte, no entiende la canción. La conoce, pero no es la misma. Es algo nuevo. En este encuentro se puede entender el proceso de identidades distintas que encuentran vínculos a través de signos parecidos. 

Ya no estoy aquí: el vacío migrante
Foto: Netflix

Este proceso de interculturalización encuentra un nuevo conflicto en la migración forzada. Ulises, escondido bajo los asientos de un autobús para cruzar la frontera, escucha en la radio: “Cómo extraño mi sabana hermosa/metido en la cordillera/esperando que llegue la hora/de regresar a mi tierra” y su memoria se traslada a los conversaciones con sus amigos. No le queda nada. No tiene nada. Solo mantiene consigo la nostalgia y un pequeño MP4 con cientos de “kolombias”. En este punto, el conflicto identitario crece por la dificultad de adaptación en un lugar distinto, con códigos de relación diferentes, pero encuentra a Lin, una joven norteamericana de ascendencia asiática. En ella, extrañamente, también ocurre el mismo proceso y se convierte en un ente de interacción entre distintas expresiones culturales: la asiática, la norteamericana y la atracción por el peinado, la ropa y el baile de Ulises. Lo que en un principio era un proceso de conflicto identitario comienza a tomar forma en la relación entre ellos dos, pero existe en Ulises un germen que imposibilita su adaptación: la naturaleza forzosa de la ida. En este caso se entiende que la violencia, tanto simbólica como física, es el factor que irrumpe en el ciclo de proliferación cultural. En una parte, mientras revisa el MetroFlog de sus amigos, descubre que uno de ellos es parte del nuevo Cártel de la ciudad. Ya no tiene nada en Nueva York, tampoco en Monterrey y lo único que le queda es un remanente inteligible de su identidad pasada y comienza a deambular hasta que es deportado. Ya no tiene el cabello estrafalario, ni la ropa de mil colores, tampoco su MP4 lleno de “kolombias” y aterriza en un ciudad que padece los inicios de la lucha contra el Narco. La violencia, después del conflicto semiótico, se transforma en la vorágine que se traga todo para dejar, simplemente, recuerdos.

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