Maracay es una ciudad muy importante para mí: desde los catorce años empecé a venir, en las vacaciones de agosto, a pasar tiempo con mis primos. Aunque a muchos les suene como algo tonto, en esta ciudad descubrí el calor: los primeros días no podía salir de los lugares con aire acondicionado, con los años me adapté. También aquí descubrí, gracias a mis primos, el rock indie y el rock venezolano.

La Venezuela de entonces, sin las dificultades de la diáspora y con menos pobreza extrema que la actual, tenía en la delincuencia su principal problema. En Maracay esa Venezuela me hizo descubrir que era preferible encerrarse a salir a la calle a arriesgarse. Una situación hasta cierto punto parecida a la de la cuarentena actual.

Mérida era mi zona de confort. Era una ciudad un poco más segura, el transporte funcionaba mejor, el clima era templado. En Maracay aprendí a caminar con un poco de malicia, fijándome en todo, concentrándome en mantener la calma cada vez que pasaba una moto. Con mucha razón, mis tíos siempre nos advertían que cuando saliéramos, tuviéramos mucho cuidado, que no regresáramos tarde, que no sacáramos el teléfono en la calle. Por eso la mayoría de las veces era mejor quedarse en el apartamento y ver, desde la ventana, los edificios del centro de la ciudad.

En esa semana de cuarentena flexibilizada tenemos una razón para salir. Mi primo y su novia, con más tiempo para leer (y gracias una vendedora de libros de Valencia) empiezan a tener cada vez más libros y quieren comprar un estante, una biblioteca modesta para que las novelas y demás libros que han adquirido puedan tener su espacio bien delimitado. 

Para llegar al Museo Antropológico desde Base Aragua, se puede caminar hasta la avenida Bolívar y tomar un bus, pero como las paradas están llenas y vivir cerca del centro tiene sus ventajas, preferimos caminar en línea recta hacia nuestro destino. La torre Sindoni, el edificio terminado más alto del interior del país, es una piedra miliar de 120 metros de altura. Otro de mis primos solía decir que si me perdía alguna vez en Maracay, solo tenía que buscar la Torre Sindoni y guiarme con esa brújula. En una ciudad llena de taxis sin licencia y con el carro familiar dañado, había que evitar convertirse en estadística e incluso preguntar una dirección podía exponer debilidad y hacerte más propenso a un robo o algo peor.

Hoy Maracay es un poco menos insegura, o tal vez es que mi primo, uno de los que se quedó, empezó a ver la ciudad con otros ojos. Desde hace uno o dos años le ha perdido el miedo al centro, un temor o rechazo a esa zona delimitada que seguramente también han tenido otros jóvenes del país a sus bulliciosos, peligrosos y descuidados downtowns suramericanos. 

“Feo” las tres letras que más he escuchado cuando algún amigo o conocido se refiere al centro de su ciudad. Ya sea Barquisimeto, San Cristóbal, Caracas, Valencia, Maracaibo, Ciudad Guayana (San Félix), Maturín, o por qué no, Mérida.

Son las 10:00 am y se nos hizo tarde. La plaza Bolívar, que aparentemente es la plaza más grande del mundo con un Bolívar en su centro, está menos vacía que de costumbre; incluso es difícil encontrar una banca con sombra para sentarnos a comer. Tomamos la esquina del icónico Teatro de la Ópera y me encuentro con la que tal vez sea la manzana mejor urbanizada del centro; el teatro está reconstruido, hay un bulevar techado y las aceras no están tan destrozadas como las de otras calles. Incluso al llegar a la otra esquina me encuentro un edificio residencial de tres pisos, renovado, que hasta en su nombre delata ese tiempo en que Madrid era el faro de vanguardia para la arquitectura venezolana.

El resto del centro no está tan bien conservado: empiezan a sucederse casas y edificios con detalles de deterioro en sus fachadas, liceos públicos que apenas tienen el marco de sus ventanas, pavimento destrozado, aceras que se cortan de repente… Pero sobre todo, lo que más hay en la avenida Miranda es gente, mucha gente, como si no hubiera cuarentena, pero con el tapaboca sobre la cara como única señal de que en estos tiempos las calles del centro de Maracay, por razones esta vez invisibles y microscópicas, son tanto o más peligrosas que las calles de la Maracay de mi adolescencia.

Un día antes, el 9 de agosto, anuncian 844 nuevos contagios, de los cuales 797 son comunitarios. Esas cifras, cercanas a los mil casos, han sido comunes en los últimos días; pese a la opacidad y centralización que entorpece y retarda el conteo de nuevos casos, se acerca bastante a los 2000 casos diarios que la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales de Venezuela indicaba en su informe “Estado actual de la epidemia de covid-19 en Venezuela y sus posibles trayectorias bajo varios escenarios”, publicado en mayo de 2020.

La avenida Miranda en nuestro camino a la zona del Museo Antropológico, está llena de gente que hace compras, come, vende, o pide dinero. Los carros pasan en sentido este, es decir, hacia la torre Sindoni. Entramos a una tienda de ropa, que como muchas, ha cedido parte de su espacio a la venta de comestibles. 

Luego seguimos caminando, evitando a la gente, hasta que llegamos al ya mencionado museo. Una vez ahí, caminamos hacia un centro comercial, pero nos encontramos con una fila para entrar tan larga como las que se hacían para comprar comida en los peores años del desabastecimiento. En esa cola apenas se respeta el distanciamiento social: no hay un espacio de dos ni de un metro entre cada persona. Lo mismo pasa en la farmacia de una conocida cadena, cuya sucursal está cercana al centro comercial. 

Desistimos: si queremos entrar a alguno de esos sitios, perderemos tanto tiempo en la espera que: A) el centro comercial cerrará, o B) cerrarán las tiendas de muebles que debemos visitar en la zona. En cada una nos atienden de la mejor forma posible, nos hablan de los traslados y de la dificultad que tienen para conseguir gasolina, algo que podría aumentar el costo del viaje, o simplemente posponerlo hasta que el tanque del carro esté lleno.

Salimos de la avenida Miranda para volver a la avenida Bolívar. Hay mucha más gente que en la calle que acabamos de dejar. En la entrada de otro conocidísimo y más viejo centro comercial encontramos una fila parecida a la del anterior, pero no escucho ni encuentro a la popular mujer que grita “Tizanaaa” y cuyo grito, asociado a ese punto geográfico de la ciudad, es una especie de símbolo para los maracayeros.

Algunas tiendas tienen promotores en el exterior, que invitan a la gente a pasar. Uno me dice “Pase, tenemos los mejores zapatos”. Agradezco, sin notar que tal vez el tapabocas atenúe mi voz hasta hacerla inaudible, y lo miro. Es un hombre de unos 30 o 40 años de edad, mestizo, al que se le nota un poco de fatalismo en los ojos. Este debe ser su primer día de trabajo después de una semana de cuarentena, y si es que le pagan comisiones, quién sabe cuánto hará hoy, o esta semana, antes de que la cuarentena radical comience de nuevo.

En el camino de regreso, debemos ir a la avenida 19 de Abril, donde se encuentra la maestranza Cesar Girón, esa famosa plaza de Toros que se construyó, al igual que la macroplaza Bolívar, en los años del gomecismo, cuando Maracay era la residencia del dictador. En la urbanización de Calicanto, mucha más vacía que la avenida Bolívar y Miranda, pero con algo de gente caminando por las aceras, empiezo a recordar mis recorridos por ese triangulo de Centro-Base Aragua-Las Delicias, usualmente hechos después de las 2:00 pm o antes de las 11:00 am, las horas en que las que el Sol está menos fuerte y el calor es más soportable. 

Finalmente, cuando ya hemos visitado todos los negocios y tiendas que teníamos previsto visitar, nos devolvemos a Base Aragua. En el recorrido va desapareciendo la gente, y el paso de los carros se hace más bien esporádico. Finalmente, llegamos a las calles de Base Aragua, que están más vacías que de costumbre.

Mi primo hace un comentario que ya he escuchado antes “La clase media es la que puede respetar la cuarentena”. Y recordando al hombre que trabaja de promotor en la zapatería, que ve pasar mucha gente por la avenida Bolívar antes de que alguien entre a la tienda y se lleve un par de zapatos, pienso que sí, mi primo tiene razón. Muchos no podrían respetar la cuarentena, y evitar poner en riesgo su salud y la de los suyos. No pueden quedarse en casa, aún si lo quisieran. 

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