Las konbinis son los supermercados japoneses que permanecen abiertos las 24 horas. En una de ellas trabaja Keiko Furukura, una soltera de 36 años que se mudó a Tokio con el objetivo de dejar atrás el convencionalismo de su familia. Keiko jamás tuvo pareja y, como si fuera poco, tampoco se sintió a gusto en ninguno de los círculos sociales por los que le tocó transitar. Nunca coincidió con el pensamiento de las mujeres de su edad, ya fueran niñas, adolescentes o jóvenes. Todos a su alrededor le reclamaron, desde que tiene memoria, el hecho de ser una persona “extraña”, sin miras de formar una familia y asentarse, por fin, en esa vida que, en realidad, es la que los demás esperan que tenga.

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Sayaka Murata, escritora

Hace 18 años ya que Keiko trabaja en la konbini, donde encontró su lugar en el mundo debido a las reglas escrupulosas que la tienda exige: desde el uniforme impecable y el comportamiento con sus compañeros hasta el entrenamiento cuasi militar basado en las palabras a utilizar con los clientes. Y siempre con una sonrisa. Al cumplir todas estas normas, Keiko se iguala a los demás y logra lo que siempre le exigieron implícita o explícitamente: ser una más del montón, no sobresalir, verse envuelta en la mediocridad de la konbini mientras anestesia sus aspiraciones con cada día que pasa.

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La dependienta, de Sayaka Murata (1979) aborda temas como el desgaste de la edad adulta; las dudas y los prejuicios sociales (el jefe de la konbini dice: “En esta vida, todos tenemos la obligación de establecer un vínculo con la sociedad, ya sea trabajando o formando una familia”; más adelante, otro personaje le habla a la protagonista: “Trabaja, cásate y, una vez casado, gana más dinero, ten hijos. Sé el esclavo de la comunidad. El mundo te ordena que trabajes toda la vida. Incluso mis testículos pertenecen a la comunidad. Por el simple hecho de no haber tenido experiencias sexuales, te tratan como si estuvieras desperdiciando tu esperma”); el entorno que nos abraza y nos moldea sin quererlo; la actividad habitual a cualquier trabajo, y sus rutinas que nos acompañan una vez estamos fuera de horario (Keiko sueña que tipea en la caja registradora; o piensa en la actividad de la konbini mientras está de franco). Ella exclama: “Todas las células de mi cuerpo existen para la tienda”.

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La dependienta: vivir para trabajar

La novela deja ver al ambiente laboral, y a la sociedad misma, como un agente que desecha partes de sí mismo cuando ya no funcionan, como lo haría cualquier organismo. En una oportunidad en la que despiden a un compañero, Keiko remata para sus adentros: “Así fue como cambió otra de las células que formaban la tienda”. Y, en otra situación, en un asado cuando sus supuestos amigos deciden darle la espalda: “El mundo normal es un lugar muy exigente donde los cuerpos extraños son eliminados en silencio. Las personas inmaduras son expulsadas”.

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Muestra la realidad cruda que está al acecho. La realidad en la que no reparamos. Pero cuando lo hacemos, nos aterroriza. Aunque ya sea tarde: nos volvimos una parte más del gran engranaje en el que vivimos sin esperar, ni buscar, cambio alguno.

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