El cantar tiene sentido, entendimiento y razón/

la buena pronunciación y el instrumento al oído.

Folclore venezolano

Para el amante de la música tradicional venezolana será un gusto recordar esta letra, característica del “Polo margariteño”, forma expresiva derivada de antiguos cantos andaluces. Aunque se ha hecho énfasis en el primer verso de la composición (De Benedittis: Descifrando el Polo margariteño, 2020), hoy partiremos del segundo para adentrarnos en el campo de la fonética —rama de la lingüística que estudia los sonidos que conforman el lenguaje— y, concretamente, en la ortología, disciplina que establece las normas convencionales de pronunciación de cada lengua. Para facilitar la comprensión de este concepto, baste decir que la ortología es el equivalente oral de la ortografía en la expresión escrita. Y por eso nuestro querido “Polo” vincula el cantar con la buena pronunciación porque, si el cantor no se expresa con fluidez y claridad, o si distorsiona la correcta articulación de la palabra, no se podrá entender el sentido de lo que interpreta para nosotros.

Pero un salto de cabeza en aguas profundas, y no siempre claras, tiene sus riesgos, y no nos vamos a zambullir “de una” en complejas teorías sobre el lenguaje, su adquisición en el niño, o la anatomía del aparato fonatorio, porque esta no es la introducción a un tratado de Terapia del Lenguaje, sino un llamado de atención para concentrarnos en la “buena pronunciación” de ese maravilloso instrumento —la voz humana— y, en nuestro caso concreto, la buena pronunciación de ese invalorable legado de España para nosotros: la brillante lengua cervantina.

Hay muchos errores comprensibles en el registro oral de nuestro idioma y otros no tanto. Comencemos por los primeros. Es frecuente escuchar la voz intemperie convertida en “interperie”, incluso en hablantes cultos. Pero antes de brincar a la yugular de quien se equivoca, lo apropiado es tratar de entenderlo. Lo que hay allí es una confusión entre prefijos latinos. El término surge de in (hacia dentro) y temperies (temperatura, en este caso, de la atmósfera). Luego, quien está a la intemperie está “a cielo descubierto”, expuesto a los cambios del tiempo. Pero, gracias a un fenómeno llamado de “atracción paronímica”, tendemos a confundir y solapar las palabras que se parecen y hay quien cambia in por inter y ya tenemos entre nosotros a esa incómoda “interperie” que deja en la “intemperie” lingüística a nuestro desdichado hablante.   

Algo similar ocurre cuando escuchamos el inexistente verbo “preveer”, por la cercanía con proveer. El caso es que el verbo original y no “contaminado” es prever, y nunca debe pronunciarse alargando incorrectamente la “e” de la última sílaba. 

Otro tanto lo hallamos en la expresión desternillarse de la risa, muy incorrectamente pronunciada por muchos como “destornillarse” de la risa. Aquí debemos partir de un término poco conocido: las ternillas, referido a los tejidos blandos y cartilaginosos de nuestra anatomía. Si nos reímos con demasiada fuerza, podríamos rompernos las ternillas de la cara (desternillarnos), pero nunca “destornillarnos”, aunque más de uno, al perder un tornillo de la cabeza”, se la pase riendo todo el día, condición posiblemente envidiable.

Podríamos sumar la inapropiada “beneficiencia” en vez de beneficencia. O la frecuente confusión entre guarda y guardia, a la que le dedica una detallada entrada el Diccionario Panhispánico de Dudas: “Aunque procedan de la misma raíz, y sus significados estén próximos, ambas palabras no son intercambiables”. Por eso causa impresión escuchar a algún injustificadamente egresado de nuestras Escuelas de Derecho referirse con desatino a la “guardia” y custodia de los hijos, o a ciertas rezanderas hablar del santo ángel de la “guardia”, aunque pueda estar implícita la noción de una doble protección al rezar: ángel de la “guardia”, dulce compañía

Son muchos los casos que parten de esta misma “analogía léxica”, pero debemos pasar a otros de distinto origen. Baste agregar el tan usado en Venezuela “timbrarse de miedo” o a causa de alguna sorpresa (“cuando me vio llegar se timbró…”), como si al aludido le pasara un flujo de corriente al pulsar un timbre. La realidad es que aquí hay una confusión con cimbrarse, verbo que indica “hacer vibrar” o “doblar” una estructura, frecuentemente los árboles o la madera de una construcción.

Ya hemos señalado algunos errores que tienen su explicación y las claves para entender su origen. Pero hay otros de fuentes totalmente inciertas. ¿Quién puede explicar la tendencia a decir “intérvalo” y no la correcta intervalo? Y, pese a que todo un grande de la literatura española se lo permitiera como “licencia poética”, ese caso concreto no puede ser argumento para justificar ese error: y entre aquella sombra/ veíase a intérvalos/ dibujarse rígida/ la forma del cuerpo (Bécquer, Rima LXXIII, “Qué solos se quedan los muertos”). Y es que en esto del cambio de los acentos —desplazamiento o dislocación acentual, lo llaman los entendidos— los poetas también han hecho suyo el goce de una amplia libertad, como lo demuestra Góngora en “No solo el campo nevado”, una de sus muy famosas Letrillas: Písalo, mas como yo,/ queditico./ Pisaré yo el polvico/ menudico;/ pisaré yo el polvó,/ y el prado no.

Pero los médicos (o al menos la mayoría), sin gozar de licencias poéticas, se empeñan en acentuar de forma caprichosa. Dicen “estadío” y no estadio cuando se refieren a la evolución de ciertas enfermedades, sobre todo, del cáncer. Muchos dicen “diúresis” —cuando lo correcto es diuresis—, “éstasis” —cuando lo apropiado es estasis—. Casi todos hablan “del cóvid”, cuando deberían referirse a la covid. Y cuando nos dan detalles sobre la variante ómicron, muchos dicen “omicrón”.

Nadie debería decir “cosmopólita”, en vez de la correcta cosmopolita, pero bien sabemos que las palabras esdrújulas suenan muy “elegantes” y tal vez esa sea la causa de esta errada pronunciación (o la antiguamente extendida lectura de la revista Cosmopolitan). De allí también que muchos opten por el infeliz “erúdito”, en vez de erudito.

En fútil y fútiles, así como en táctil y táctiles, tenemos otro caso: su confusión en la acentuación por la cercanía con sutil y sutiles. Por eso recomiendo practicar con útiles y sutiles, pero no fútiles maniobras táctiles para salir intactos de este movimiento tectónico. Disculpen, ya era hora de jugar un poco en medio de tanta formalidad, ¿no?

Algunas palabras tienden a ser mal pronunciadas simplemente porque son de difícil pronunciación. Piénsese en monstruo, que pasa en el registro cotidiano a las muy incorrectas “mostro”, “monstro” o “moustro”. Por cierto, hasta la mismísima RAE vaciló al respecto durante mucho tiempo y aceptaba como válidas las dos primeras. Apenas en su edición de 2010 las excluyó como “en desuso”. En otra ocasión detallaré mejor la “monstruosa” etimología del término. Vale la pena, porque en Roma el monstrum, en un principio, no era un ser de temer, sino de “interpretar”: monstrat futurum, monet voluntate deorum (“muestra el futuro, advierte de la voluntad de los dioses”). Es decir, el monstruo no era rechazado sino escudriñado, porque se asumía que, a través de él, los dioses enviaban un mensaje a la comunidad.

A muchas maestras de Educación Primaria les va la vida en enseñar a sus pupilos una presunta diferencia culta entre la pronunciación de “b” y “v”, cuando ambas son bilabiales sonoras /b/, y la “v” jamás ha tenido pronunciación fricativa labiodental sonora /v/. En esto se debe ser muy enfático: en castellano no existe, nunca ha existido, el fonema fricativo labidental sonoro para “v”. Y no porque supuestamente lo haya dicho Julio César en la famosa —pero de muy dudoso origen— frase: Beati Hispani, quibus bibere vivere est (“afortunados los hispanos, para quienes beber es vivir”), sino porque esa diferencia es una característica de otros idiomas romances, incluso del inglés o del alemán, pero nunca del español.

La historia de la fonética es complicada y no podríamos cerrar sin echar un vistazo a un asunto de total actualidad: la extensión del cambio de “r” por “l”  —característico del castellano de Puerto Rico y, en menor magnitud, de la República Dominicana y Cuba— a la juventud venezolana a través del reguetón. Te voy a comel/ te voy a moldel…, se puede escuchar en medio del martilleo de la percusión. Esta sustitución también tiene una base histórica: a las grandes Antillas llegó un número inmenso de esclavos africanos de etnias bantúes, cuyos idiomas no tienen el fonema “r”, que siempre pronunciaron como “l”, salvo al inicio de palabra. Por eso dicen “Puelto Rico”, pero jamás “Puelto Lico” como diría un hablante del chino. Con el paso del tiempo, hubo una extensión de esa especial forma de pronunciar al resto de la población. Sin embargo, tal es la realidad fonética de esos países hermanos, pero no la nuestra. Pensar que nuestros jóvenes deban hablar así, constituiría una imposición totalmente artificial, que equivaldría a tratar de imponer la variante rioplatense del español en Venezuela, simplemente porque Messi dijo andate p’ashá en célebre entrevista durante el último Mundial de Fútbol.

Sí, “el cantar tiene sentido”, pero su “entendimiento y razón” solamente llegan por la “buena pronunciación”, a la que defendemos con entusiasmo, sin llegar a la exageración de ese mismo cancionero popular: Cantar bien o no cantar/ en el campo indiferente/ pero delante de la gente/ cantar bien o no cantar.

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