América Latina y el Caribe atraviesan un proceso de retroceso democrático. Esto no es algo nuevo, ya en los últimos informes del Índice de democracia de Economist o en los análisis de IDEA Internacional, es algo que sale a la luz de manera constante. Sin embargo, algo que no se explica con frecuencia es cómo se materializa ese retroceso democrático en la cotidianidad de las personas.

Más allá del espacio electoral, cuya expresión es una de las señales más directas de la salud de una democracia, existen ámbitos que son más cotidianos al día a día de las personas. Un ejemplo de ello se trata de cómo se habita el espacio público, ya que se supone que es ese el lugar común, donde las diferencias, similitudes y contradicciones se interpelan entre sí y generan una convivencia, basada en el hecho de compartir la misma zona y objetos físicos, aunque la representatividad y los símbolos puedan variar entre grupos sociales.

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Considero que en la realidad latinoamericana actual, ese espacio público se está reduciendo. Primero, porque existe un incremento en la percepción de inseguridad de las personas, motivada por la ejecución de delitos por parte de bandas armadas. Debido a esta sensación de inseguridad, los grupos sociales empiezan a ocupar menos los espacios públicos y reducen su intercambio al espacio privado, buscando un ambiente “más seguro”. Segundo, como consecuencia de este primer elemento, existe un incremento en el uso de las fuerzas policiales y militares para patrullar las calles, barrios, avenidas, ciudades, zonas rurales y fronteras.

Pero ¿qué tiene que ver esto con el retroceso democrático? En la medida que el espacio público se reduce, ya sea por la presencia de delincuentes o una mayor supervisión de la fuerza pública, las personas limitan sus comunicaciones e intercambios a los grupos sociales más parecidos a ellos mismos. La posibilidad de enfrentar la contradicción y la interpelación de quien piensa y se ve diferente disminuye. Si solo se habitan espacios con personas que piensan igual, existe el peligro de entrar en dinámicas que solo validan los propios sesgos de confirmación. La persona diferente se vuelve lejana y en muchos casos como una figura sospechosa.

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Cuando esta situación ocurre, cuando el espacio público se ve limitado, la confianza en las otras personas y en la sociedad en su conjunto, se va diluyendo, ya que no se puede confiar en lo que no se conoce. Esto representa un enorme peligro para la convivencia democrática y en una última instancia para la institucionalidad.

 ¿Y, a dónde va esa confianza? Esa confianza, no desparece, sino que se diluye hacia aquellos líderes de opinión o políticos que se parezcan más a mí, donde cada palabra sea una validación de mi forma de pensar y ver el mundo. Si no tengo la oportunidad de contrastar ese discurso con otras realidades, ya sea porque el espacio público es inseguro o limitado, se podría llegar a la conclusión de que solo mi visión es válida o correcta. Ya en ese punto, la democracia peligra porque se atenta contra la pluralidad y el sentido común. En el peor de los casos, esto puede romper el contrato social y generar una disociación en la sociedad, que trae como consecuencia más violencia, que se traduce en más inseguridad, menos espacio público y una convivencia menos democrática. Un círculo vicioso. 

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Si bien para estos dilemas de nuestras sociedades, no tengo un respuesta clara y concreta, si estos peligros se entienden, resulta desconcertante cómo existen dispositivos sociales y comunicacionales, que lejos de buscar la renovación de un contrato social, se encuentran trabajando en la fragmentación y en el debilitamiento de la democracia.

Un ejemplo, muy actual de ello, se puede ubicar en los numerosos discursos de xenofobia contra las personas migrantes en los medios de comunicación, donde se impone una visión marcada por el miedo y por la vinculación de la inseguridad con aquellas personas que son “diferentes” a la “mayoría” de la sociedad. Esto, lejos de resolver los problemas de fondo, solo contribuye a la fragmentación y la generación de mayor temor entre las personas, algo que atenta contra la construcción de confianza y en la convivencia democrática.

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Resulta necesario repensar la forma en que nos relacionamos con las personas que piensan diferente y cómo resolver problemas como la inseguridad de una manera, que no reduzca el espacio público y no genere desconfianza entre las personas. Si esto no se aborda de manera urgente, solo profundizaremos un retroceso democrático que puede volver presa fácil a nuestros países de discursos populistas y autoritarios. Estamos a tiempo de actuar.

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