Puede que alguien muestre interés en este escrito a partir de su título, pensando en otra app “para hacer match”, el método actual para generar encuentros personales “a ciegas”. Pero debo confesar que no soy ducho en esas lides y que me limitaré a referirme a los contenidos atribuidos erróneamente, de forma voluntaria o no, a figuras de mayor o menor fama, quienes no tienen ninguna responsabilidad en la autoría de los textos que se les adjudica, y que generan la infeliz circunstancia de citar con bases falsas.

¿Qué mueve a alguien a conferir la creación de una frase, de un poema o de cualquier escrito, a una persona distinta a su autor real? ¿Cuál es la motivación para cambiar el protagonismo de un hecho histórico, de una anécdota o de alguna reflexión de un personaje a otro? Merece nuestra atención dar respuesta a estas preguntas, susceptibles de análisis desde muchos puntos de vista, sobre todo, del psicológico.

En una primera aproximación se podría pensar en una simple burla, con el deseo de experimentar el placer infantil de ver a alguien incurrir en un error, caer en una trampa o “quedar mal” por repetir una tontería. Y es cierto: claro que forma parte del ámbito del humor observar cómo alguien trata de elevarse por encima de sus verdaderas cotas intelectuales y, con pose sofisticada, presentar una cita espuria (sí, es con “i”, no con “e”), haciendo patente su ignorancia al traerla a colación en el debate. Así, nuestro desdichado contertulio terminará mostrando todo lo contrario de lo que deseaba: su desconocimiento del tema o de la vida y obra de quien citó fallidamente.

Otra explicación al fenómeno de los bulos, falsas atribuciones o fakes, es la idea de darle una base sólida a una frase aparentemente “brillante”, asumiendo que otorgarle su autoría a alguien especial reforzará su aceptación dentro de los potenciales lectores o escuchas. Debo admitir, con tono humorístico, que yo mismo apelé alguna vez a ese recurso durante mi adolescencia. Para ese entonces compartía ciertas ocurrencias con mi grupo de pares del histórico liceo Miguel José Sanz de Maturín y nunca faltaba quien me tildara de “loco” por mis “pintorescas” disquisiciones. Así que diseñé un pequeño experimento psicológico de interesantes resultados, acompañando mis ideas de una oración previa: “Fíjense en lo que decía Freud…” ¡Y siempre se aceptaba con total entusiasmo la idea más descabellada! Se emitía el correspondiente “aprobado”, con el aderezo de una expresión de rotunda admiración: “Es que Freud sabía su vaina, pana”. Hasta ese punto puede llegar la auctoritas de ciertas figuras que, con plena justicia, han entrado a la historia de esta curiosa especie llamada “humanidad”. Espero que mis compañeros de entonces, hoy adultos y de sólida formación intelectual, sometan a prueba cuanto escuchen o lean, empezando por este escrito.

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Es justo decir que, muchas veces, quien cita erróneamente lo hace sin mala fe. Simplemente es víctima de su propia credulidad, de su falta de rigor, o de cierta pereza a la hora de someter ese contenido a un escrutinio mínimamente serio. Por otra parte, hay mitos muy arraigados en distintas disciplinas que insisten en conceder la autoría de ciertos textos a personajes que fácilmente pudieron ser sus creadores reales. Lastimosamente, también se ve lo contrario, cuando se le asigna la autoría de un texto a un escritor cuyo estilo impediría totalmente que pudiera haber suscrito algo así.

Pero entremos, siempre curiosos, al movedizo terreno de los casos concretos de las falsas citas. Nunca estaremos mal encaminados si tomamos como referencia al Caballero de la Triste Figura, una de las víctimas preferidas de tantos bulos que circulan en las redes. Sí, la gran obra cervantina es uno de los principales abrevaderos donde acuden los causantes de tanta confusión. Esta situación se dio tan rápidamente a partir de la edición de Don Quijote que, incluso antes de que saliera su segunda parte, ya un tal “Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda” (un seudónimo) había publicado un libro con ese nombre en 1614, generando todo un embrollo entre los lectores del momento. Esta obra es conocida como El Quijote de Avellaneda o el Quijote apócrifo y tanto molestó a Cervantes que le dedicó al tal “Avellaneda” un buen número de insultos en la verdadera segunda parte de su obra. 

Entre las falsas citas que, erróneamente, se dice provienen del texto cervantino, partamos del famoso “ladran los perros, Sancho, señal de que cabalgamos”. En un acucioso trabajo, Lo que don Quijote nunca dijo. Falsas atribuciones fraseológicas a Cervantes, María Ugarte García (Paremia, 2016) precisa que esta frase es del poema Labrador de Goethe, de 1808: “…pero sus estridentes ladridos/ sólo son señal de que cabalgamos”. 

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También es muy empleada la célebre “con la Iglesia hemos topado, Sancho”, esgrimida con frecuencia para atacar a la Iglesia católica, pero la cita, falsa —porque de esto se trata aquí—, está completamente sacada de su contexto original. Ocurre que el episodio se da en la segunda parte del Quijote, en el capítulo IX: don Quijote y Sancho llegan al Toboso, buscando el alcázar donde vive Dulcinea, y asumen que el edificio debe ser el más grande del pueblo. Avanzan y entrevén en lo oscuro una enorme estructura, pero cuando ya están a su lado, reparan en que es la torre de la iglesia. Aquí es cuando habla don Quijote: “Con la iglesia hemos dado, Sancho”, quedando muy claro que se refiere a la iglesia como forma arquitectónica y, en ningún momento, a la institución eclesiástica.

¿Y qué decir de la mil veces repetida “Cosas veredes, Sancho, que farán fablar las piedras”? No aparece en ninguna parte del Quijote, y sí en el Cantar de Mío Cid, cuando el rey Alfonso VI le dice a Rodrigo Díaz de Vivar: “Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras”, es decir, ¡que ni el veredes se encuentra en la frase original!

Hay otro texto presuntamente extraído del Quijote y que, de tanto en tanto, hace furor en línea: “Querido Sancho: Compruebo con pesar, como los palacios son ocupados por gañanes y las chozas por sabios. (…) País este que destrona reyes y corona piratas, pensando que el oro del rey será repartido entre el pueblo, sin saber que los piratas solo reparten entre piratas”. Aclaremos que la expresión “Querido Sancho” no aparece en ninguna parte del Quijote y que, por muy atractivo que nos resulte el párrafo, es de muy reciente redacción, no más allá de 2020, cuando circuló por vez primera en los buscadores más importantes de Internet.

Otros grandes de la literatura, víctimas preferidas de estos bulos, son García Márquez y Borges. Al primero se le atribuye una “carta de despedida”, generada por la supuesta cercanía de su muerte, titulada La marioneta. Revisemos algunas frases entresacadas de allí, partes del largo desfile de lugares comunes e imágenes poco afortunadas de ese escrito:

Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, aprovecharía ese tiempo lo más que pudiera (…) Dormiría poco, soñaría más. Despertaría cuando los demás duermen. Escucharía cuando los demás hablan y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate. Regaría con lágrimas las rosas (…) Tantas cosas he aprendido de ustedes los hombres, pero no habrá de servir de mucho, porque cuando me guarden dentro de esa maleta, infelizmente me estaré muriendo”.

Este pequeño compendio de mala literatura de autoayuda vio la luz pública en la década de los noventa del pasado siglo. Recordemos que el nobel colombiano era reconocidamente ateo y mal podría dirigirse a Dios de forma tan reiterativa como se hace en ese texto. García Márquez estaba hospitalizado con un linfoma y, en cuanto supo de la existencia de tal “perla”, convocó a una rueda de prensa para afirmar: “Señores, yo quiero decirles que estoy vivo y que lo único que me podría matar es que digan que yo escribí algo tan cursi”. El texto en cuestión es de la autoría de Johnny Welch, cómico y ventrílocuo mexicano. Algunos años después, el buen Johnny se reunió con García Márquez y luego comentaron que pasaron una velada muy sabrosa, charlando un poco sobre la desdichada “carta”.

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Otro tanto ocurre con Borges y el infeliz “poema” Instantes, a él endilgado. Al respecto, alguna vez se pronunció así la recientemente fallecida María Kodama: “Si Borges hubiera escrito eso, yo habría dejado de estar enamorada de él en ese momento”. Y no era para menos, el escrito, aparentemente perpetrado por la muy poco conocida estadounidense Nadine Stair, “fluye” de la siguiente manera: “Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores. Sería más tonto de lo que he sido (…) comería más helados” (nótese la fijación hacia el helado de estos autores apócrifos).

Pero continuemos con nuestros lamentables Instantes: “…Si pudiera volver a vivir daría más vueltas en calesita, contemplaría más amaneceres y jugaría con más niños (…). Pero ya ven, tengo 85 años y sé que me estoy muriendo”. Otra jugarreta del destino quiso que estos pésimos textos ubicaran a nuestros dos grandes escritores muy cerca del final de sus vidas. No sobra agregar que, por insospechadas razones, ciertas personas mantienen un lugar privilegiado para Instantes en las puertas de sus neveras.

Otro de los célebres ateos a quien se le ha atribuido un breve texto de ribetes psicológicos, en este caso sobre la paternidad, es el nobel portugués José Saramago: “Hijo es un ser que Dios nos prestó para hacer un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos…”. Al respecto, aclara Pilar del Río, su viuda: “Si Saramago viera que se le atribuyen estas palabras se volvería a morir: están en contradicción con lo que escribió toda su vida y hasta hay gente que se emociona leyéndolo. En fin…”.

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Este apasionante asunto de las falsas atribuciones justificaría otra entrega en esta columna para presentar otros ejemplos y nuevos análisis. Hay quien le asigna poca importancia y lo relativiza diciendo: “Qué más da quién lo haya escrito, lo importante es que el mensaje es válido y sigue vigente”. Falso, de toda falsedad: el derecho de protección de la propiedad intelectual no solo es una gran conquista de las figuras de la ciencia, de la industria y de la técnica, sino también, y sobre todo, de los creadores artísticos. Y no es un punto de escasa relevancia, porque en el mundo de las artes plásticas la diferencia entre una firma real y una apócrifa puede traducirse en varios millones de dólares. Lo mismo en el caso de grandes proyectos de arquitectura, de la concepción de una película, de la composición de una gran obra musical, del diseño de una pieza industrial o de la moda. Entonces, si esto es así, ¿por qué habría de ser distinto en el mundo literario?

Llegado el cierre de estas palabras, es conveniente aclarar que las mismas son de puño y letra de Miguel Ángel De Lima, columnista de El Diario. No sea que las mismas se las adjudiquen a Ricardo Arjona o a Paulo Coelho: mi destino puede ser incierto, pero no necesariamente triste.

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