Quando parlo con la mia famiglia e miei amici, parlo in dialetto, con tutti gli altri parlo in italiano. ¿Quién, que tenga un buen amigo italiano, sin importar si es del norte o del sur, no le ha escuchado decir cosas como esta? Yo tengo un conocido marroquí (habla árabe, dialecto magrebí, occidental) a quien le molesta que le hablen en dialecto egipcio o en levantino (shamí), porque “le suenan demasiado extraños”. Y es comprensible, porque él está muy lejos de esas variantes orientales (mashrequíes), de Egipto, la primera, y de Siria y del Líbano, la segunda. Tal diversidad no es ninguna sorpresa: el árabe es idioma oficial en 28 países y con una historia muy particular en cada uno de ellos. El inglés, tan solo en el Reino Unido, tiene casi ¡40! variantes dialectales y, obviamente, ninguna es igual al inglés de Estados Unidos, o al de Australia, al de Sudáfrica, o al hablado en el Caribe.

¿Y en nuestra querida lengua española? ¿Será que también hablamos “en dialecto”? ¡Por supuesto! ¡No hay manera de no hablar un dialecto de una lengua, cualquiera que ella sea! Y a esto no escapa el español (para no empezar una discusión fuera de lugar, los dos nombres de nuestro idioma, español o castellano, son igualmente válidos para la RAE). El caso es que un “dialecto” no es una especie de “hermanito menor” de un idioma o, todavía peor, un elemento “inferior” que dé vergüenza al hablarlo. Sin embargo, esa es la concepción que maneja mucha gente que, cuando quiere ser discriminatoria, afirma: “Él habla un dialecto indígena”, o “¿quién va a aprender un dialecto africano?”. Demuestra mucha ignorancia quien se expresa de esa manera. Un dialecto es, simplemente, una variante del uso de una lengua, que caracteriza a los usuarios de la misma en un sitio determinado. Esto no implica negar que hay muchas lenguas regionales sin el prestigio, ni la historia, ni la obra escrita de una lengua principal, que nuestro idioma también llama “dialectos” y esa es la acepción que la mayoría de las personas conoce, dejando de lado que cada “rama” del gran árbol que es cada idioma es una “variante dialectal”, nombre al que se ha apelado para evitar el uso del término “dialecto”, que incomoda a muchos.

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En castellano se diferencian ocho grandes “variantes dialectales”: cinco en América (el de México y Centroamérica; la variante dialectal caribeña, hablada por la mayoría de los venezolanos; el dialecto de Los Andes, que va desde nuestro estado Trujillo hasta Bolivia; la variante rioplatense y el dialecto chileno) y tres en España (norte o septentrional, sur o meridional y el canario). Fíjense que dije “grandes” dialectos porque, si de diferenciar se trata, solamente en Venezuela es fácil discernir entre el uso del idioma de un maracucho (“¡táis linda, mi alma!”), de un llanero (“¡ah, caracha, camarita!”), de un larense (“¡ah, mundo!”), o de un margariteño (“¡Chaacho languillao, Osvardito, mijo!”).

No se debe reducir ningún dialecto al acento que se le escucha a cada hablante cuando se comunica verbalmente. Claro que es muy importante, pero también hay un léxico particular, conjugaciones especiales, selección de personas (“tú” versus “vos”, “ustedes” versus “vosotros”), cambios sintácticos, fraseos distintivos.

En materia de acentos, es bueno aclarar que no hay manera de no tener algún “acento” a la hora de hablar cualquier lengua. Por eso resulta absurdo, aunque también divertido, escuchar expresiones como “ella habla inglés sin acento”, para señalar que la persona tiene un alto dominio de ese idioma, con una pronunciación equivalente a la de alguien cuya lengua materna es el inglés, ¡pero resulta que ese “alguien” también tiene un acento característico, acorde con el dialecto que se habla en el sitio donde nació, creció y adquirió como materna la lengua de Shakespeare! Es decir, por mucho que usted se esmere, terminará hablando dentro de una “modalidad lingüística” (dialecto) particular, bien sea la de su punto de partida (piénsese en un francés hablando castellano) o la de su punto de llegada (no es lo mismo ese francés hablando el español de Oviedo que el de La Habana).

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No hay ninguna variante dialectal “mejor” que otra. No es cierto que un maracucho hable “mal”, ni que el “mejor” castellano “se hable en Bogotá”, como algunos nativos de esa bella capital aseguran. Hablará mejor o peor quien tenga un manejo apropiado de la lengua en cada situación específica, quien se comunique de forma eficaz, quien se haya labrado un “buen” estilo, quien conozca la “norma culta” del español y la use —o la transgreda, por qué no— según su libre voluntad. El Instituto Cervantes, en El libro del español correcto, habla de formas “agramaticales”, “incorrectas”, “no recomendadas”, “preferibles” y, finalmente, las “correctas”. En ese volumen, por cierto, se presenta una serie de orientaciones para quienes estén interesados en mejorar su manejo de esta lengua tan compleja y, a la vez, tan hermosa.

No debemos olvidar que nuestra lengua cervantina, al igual que el resto de las lenguas romances, fue una vez un dialecto latino, una forma especial de hablar y de escribir el latín, a partir de una realidad y de una evolución históricas también muy peculiares. De los muchos dialectos latinos, hubo pocos que cobraron una identidad tan propia y desarrollaron una fuerza tan significativa, tanto en el registro oral como en el escrito, que pasaron a ser verdaderos idiomas o lenguas nacionales, variantes idiosincráticas de ciertas regiones del antiguo Imperio romano, que terminaron llamándose español, portugués, francés, italiano, rumano y catalán. Aparte hubo un largo etcétera lingüístico, con lenguas que nunca cruzaron las fronteras de superficies más bien escasas. Algunos de los mencionados inicialmente pasaron a ser el idioma oficial de algún país y son el centro del patrimonio cultural de algún Estado en específico. Otros han luchado y luchan por mantenerse como lenguas vivas en ciertas regiones de alguno de esos Estados, o de varios de ellos —como el catalán, hablado en varias comunidades de España, pero también en Francia, en Andorra y en Italia (Cerdeña)—.

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Hay quien ha temido, y teme, que las variantes dialectales del español terminen fragmentándolo, dando paso en nuestro idioma a una historia similar a la del latín, con el riesgo de erigirse cada una como un idioma aparte. Muy difícil, si no imposible, que algo así pueda ocurrir en la era de las redes digitales, de la comunicación en Internet, de la televisión en streaming, de las grandes migraciones dentro del mundo hispanohablante y de una activa presencia y gran fortaleza de la Real Academia Española (RAE) y de la Asociación de las Academias de la Lengua Española (ASALE), a lo largo y ancho del mundo. La unidad en la diversidad del español parece más que garantizada, en torno a una variante estándar “oficial”, aunque no niego que la fuerza del reguetón me inquiete un poco. Por cierto, en alguna otra entrega de esta columna he explicado que esa sustitución de “r” por “l” tan característica de Puerto Rico, República Dominicana y Cuba, proviene de una fusión lingüística: en los idiomas de los africanos cruelmente esclavizados y llevados por la fuerza a esos territorios, el fonema “ere” no existe y por eso es sustituido por “ele”, tal y como ocurre con los hablantes del mandarín o del cantonés y de otros idiomas chinos; o con “d”, como ocurre en Cuba. Por eso es que allí se escuchan expresiones como “la codbata vedde”, o en Puerto Rico algo como: “No te voy a engañal, yo quiero volvel”.

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Otra muestra de fusión lingüística ocurrió entre el náhuatl (o simplemente nahua) y el español en México: la música especial del mexicano al hablar español es muestra del legado del idioma autóctono, sustrato, sobre el que se impuso la lengua española. Ya lo sabemos: es solo a través del lente de la historia como se pueden comprender los procesos evolutivos de cualquier fenómeno, incluyendo los lingüísticos.

La presencia de la diversidad de dialectos ni ha quebrado, ni amenaza quebrar la unidad del castellano. Asumamos con orgullo la variante dialectal con la que nos expresamos cada día, con total respeto hacia las normas fundamentales de nuestra lengua. Eso sí: las ocurrencias lingüísticas de cada uno son “personalísimas”, como dicen los abogados, y no pertenecen a ningún dialecto. Recientemente falleció el hermano de un amigo muy querido. Cuando le pregunté por los datos del sepelio, me respondió muy seriamente: “No hay entierro, porque a él lo van a descremar”. ¡Cómo han avanzado los “servicios funerarios integrales”! Una vez descremados, nadie nos molestará en el cielo por estas barriguitas tan redondas.

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