El tercer lunes de enero fue decretado como el día más triste del año. El decreto tuvo lugar en Inglaterra, a inicios de 2005, pero no emanó del Palacio de Buckingham, sino de un comunicado transmitido por el canal UK Sky. La operación mediática, cuyas motivaciones sobra comentar –una noticia podría fabricarse sin incurrir en la fake news–, daba autoridad al aserto en base a un estudio llevado a cabo por el psicólogo Cliff Arnall.

La investigación del especialista, no exenta de controversia, determina varios factores convergentes en el amanecer más miserable entre los 365 que completan la elipse de la tierra en torno al sol.

Entre las condiciones de mayor impacto para la tristeza colectiva del llamado Blue Monday, está la de la estación que corresponde en las regiones de templadas del Hemisferio Norte; el invierno, que con sus bajas temperaturas y luz mezquina agobia los ánimos con efectos sombríos. ¿Cabría pensar que los habitantes de las periferias de la Antártida se pasan de largo el lunes aciago?

Los días tristes de inicio de año son una realidad, más allá de la forma como las instancias de lo público la procesen. Y quien viva en las regiones equinocciales del Nuevo Mundo, puede dar testimonio de ello, aun bajo un clima benigno, si acaso no toca algún desarreglo atmosférico de los que visitan fatalmente esta franja del planeta.

Blue, en inglés, no es solo un color; remite también a una emoción, un estado del alma que la tradición nomina the blues. Como la intraducible saudade del portugués, the blues lleva la impronta de un tono, entendido como música; blues, la armonía y el ritmo raigal del jazz, originado en la congoja sostenida de los afroamericanos a inicios del siglo pasado.

Trópico azul

Otras incidencias que Cliff Arnall incluye en su ecuación del Blue Monday es una suerte de resaca colectiva tras las celebraciones de Navidad y Año Nuevo, y el súbito decaimiento de esas ilusiones que las personas figuran como propósitos para los 365 días por delante; al parecer bastan tres semanas para que cese el espejismo.

Obvio, tan primoroso retoño del maridaje entre la psicología y la industria de los medios, el Blue Monday, alude a un modo de la tristeza que toma distancia del serio trastorno de la depresión, padecimiento clínicamente establecido. Pero, tal vez no sea casual que la Organización Mundial de la Salud haya elegido como “Día Mundial de la lucha contra la depresión”, uno de las primeras semanas del año: 13 de enero.  

La melancolía crónica tiende a profundizarse con síntomas que varían la fatalidad y con causas de orden psicológico, fisiológico y social. El venezolano está expuesto a extremadas formas de malestar, tal como se documenta en un reportaje de El Diario, publicado en la ocasión. Las cifras, no obstante, si bien repuntan, parecen no ser relevantes para las autoridades de la salud.

En estas líneas se intenta la aproximación a la emoción que modula en sus nombres: tristeza, melancolía, aflicción, lástima. Y no hay que ser psicólogo social para percibir el sentimiento que se extiende matizado entre todos a principios de año, con mayor o menor conciencia, sin llegar a los síntomas clínicos de una depresión mayor.

Como correspondencia al azar del Blue Monday, tal vez pueda hablarse de la desconcertante experiencia de los primeros días del año en Caracas, tras el pastiche político, social y económico que tornó el último trimestre de 2019: la ostentación capitalista y la pulsión consumista en impúdico contrapunto con la parvedad opresiva de los socialismos, y el dólar, ilegal pero efectivo, como mediador de la paradoja.

El llamado “bienestar del dólar” que pareció animar al menos alguna actividad del comercio y los servicios fue sorprendido los días iniciales del 2020 con súbito desabastecimiento y un alza en los precios, sensible aun en medio de la ya larga racha de hiperinflación.

¿Será la perplejidad un hilo de la tristeza en el tejido imbricado de las emociones? ¿Será una suerte de pasmo o alelamiento social la correspondencia tropical del lunes azul de los nórdicos?

Miedo, ansiedad y depresión

El distinguido psicoanalista cubano-venezolano Rafael López Pedraza publicó hacia 2005 un breve libro Emociones: una lista. En el opúsculo, tan provechoso para el lector común, el autor retoma la lista de emociones enunciada por Aristóteles en la Retórica, desde la perspectiva de la psicología profunda.

Remite hasta el hombre prehistórico que apenas despertaba a la conciencia, la presencia de la depresión, entendida como la emoción natural de la tristeza y no como su definición clínica actual. Para el psicoanalista, la emoción del decaimiento aparece como compensación a esas otras que mantienen al individuo en alerta extremo y agotador, el miedo y la ansiedad: “…sería una relación precariamente normal de la emoción”, escribe López Pedraza, “el pathos de la depresión y no tiene nada que ver con patologías depresivas severas (…) La depresión, que podría ser el único instrumento para compensar los excesos del miedo y la ansiedad en el mundo de hoy, es tremendamente despreciada por la familia, la sociedad y el trabajo, como algo muy negativo para conseguir los fines materiales del hombre actual”.

En las calles y demás lugares de coincidencia pública, la tristeza generalizada es manifiesta, con o sin dólar, ruidosa o callada. La población venezolana está deprimida, en busca de compensar naturalmente tanta agitación, tanto apuro sin tregua, tanta resistencia al poder, tantos años de supervivencia.

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