“Se necesita ser muy estúpido para creer que puedan ganárnosla los salchicheros de Chicago”.

Esto lo dice don José Luzardo a su hijo Félix. El diálogo extraído de Doña Bárbara de Rómulo Gallegos da forma a la pendencia edípica trajeada con los colores de una guerra remota para los venezolanos de entonces. Dejemos a Gallegos que lo cuente, puesto que lo hace mejor que nadie:

“Fue cuando la guerra entre España y Estados Unidos. José Luzardo, fiel a su sangre –decía–, simpatizaba con la Madre Patria, mientras que su primogénito Félix, síntoma de los tiempos que ya empezaban a correr, se entusiasmaba por los yanquis”.

El relato acontece hacia 1902 y ya los venezolanos se desgarraban por causas que nada concernían o muy poco al país. En el caso de los Luzardo, padre e hijo, el desenlace es trágico en el significado más griego de la palabra.

“Don José lo midió de arriba abajo con una mirada despreciativa y soltó una risotada. Acabó de perder la cabeza el hijo y tiró violentamente del revólver que llevaba al cinto. El padre cortó en seco su carcajada y sin que se le alterara la voz, sin moverse en el asiento, pero con una fiera expresión, dijo pausadamente:

–¡Tira! Pero no me peles, porque te clavo en la pared de un lanzazo.”

La lanza siguió clavada al rígido bahareque, aunque Félix murió de bala filicida.

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Quebrar lanzas es metáfora popular que el Drae significa así: “Reñir, disputar o enemistarse”. Los ha habido venezolanos que lo han hecho no a cuenta de lo que se lee en un periódico de ayer, como el personaje galleguiano, sino en frentes lejanos, envalentonados, dígase, por un ideal universal, que es asunto de todos los hombres sin distingo.

Rómulo Gallegos
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Descartados los mercenarios, no hace falta redundar en torno al venezolano más universal, aquel blanco de orilla llamado Francisco de Miranda, para mencionar la épica singladura del tachirense Antonio de Nogales Méndez, un epígono del Generalísimo. Se paseó por el mundo y asimiló varias lenguas entre estudios y aventuras que lo llevaron, entre otros destinos difíciles, hasta el Far West y portar el revólver como era mandato en la tierra de Billy The Kid y Jesse James. Paró finalmente en Caracas, donde los entronizados paisanos recelaron demasiado del recién llegado.

De Nogales no disimuló su ilustrada superioridad ante los cerriles caudillos. Ni Castro ni Gómez lo soportaron, por no decir que le temieron. Y esta vez se vio obligado a probar mundo, pero fugado. Un andino de entonces que llegara tan lejos como para investirse de oficial en el ejército del imperio otomano, estaba, a qué dudarlo determinado por el pathos del héroe clásico; inconcebible en la Venezuela que idolatraba a otro héroe de magnitud; culto pagano que deriva hoy en el marketing político de la efigie y su nombre, comodín de empresas indignas de llamarse causa o ideal.

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Hombres así, si seguimos la creencia también clásica, ya no pueblan el mundo, mucho menos la infortunada Venezuela. Y mejor así, cabe decir, desde el sentido común y un somero conocimiento de Homero.

No necesitamos otro héroe

“We Don’t Need Another Hero”, canta el estribillo que titula el exitoso tema interpretado por Tina Turner, que al servir de partitura a la película Mad Max, también lo hizo como himno de aquella generación de los ochenta que nada quiso saber de epopeyas y se entretenía con la distopía proyectada en la pantalla grande. Aquella Mad Max que trata de una guerra por ¿la escasez de gasolina?

Pero, a esa generación en Venezuela la sorprendió, si no un héroe, uno con muchas ínfulas de serlo. Y sin preverlo siquiera nos tocó ser arrastrados por el instinto de oportunidad de un infatuado. Una fantasía personal –tan minúscula como eso—encontró el hado propicio del descontento de las masas y la indulgencia de la élite, para ingresar a la historia, ahora sí, trágica y en pleno curso.

Al caudillo massmediático por excelencia le dio por quebrar lanzas por causas extranjeras, pero desde la comodidad del palacio y una suntuosa cabina de avión, con la chequera pública extendida. La Venezuela del justo medio acordado en el Pacto de Punto Fijo, de pronto, se vio enredada en líos de otras vecindades –así perdía la nación el rol mediador que le tocó en varios pleitos geopolíticos. El ungido por las últimas elecciones de la democracia representativa fue a meter sus narices en luchas intestinas de otros países. Sin ir tan lejos, empezó por reconocer a las FARC como una fuerza beligerante en franco desafío a la república hermana. Y así… hasta el medio oriente donde ahora los pupilos bregan tan peligrosamente en las arenas movedizas de las guerras intraislámicas; conflictos genocidas en los que nadie pidió que Venezuela tomara partido, ni de lejos. Pero ante tanta obsequiosidad, pues ahí quedó malamente comprometida.

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Era una forma del extraviado mandatario de dinamitar por mampuesto el consenso del país que le dio mandato de gobernarlo, no espoliarlo a cuenta de sus quimeras personales.

De vuelta a la cosmogonía de la Doña Bárbara, el tremedal monstruoso que separó los fundos originarios de aquel llano apureño parece gobernar ahora el país dividido.

La “bomba de fango donde perecía cuanto ser viviente la atravesase”, permanece ahí, atávica, abismal como el “yo” de la nación. Pero, precisamente, si bien hay individuos con templanza para averiguarse el inconsciente guiado por el especialista, cuando del colectivo se trata semeja el tremedal que las reses aprenden a bordear para no morir engullidas en el lodo.

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Mejor es perder la vista en horizontes siempre inalcanzables, tanto como el sueño americano que se desvanece ahora en los que ostentan el gentilicio, también distraídos mayoritariamente, en los juegos de guerra de una indeseable confrontación civil cuyo campo de batalla es el medio digital, si bien desbordada ya en la violencia física –de momento foquista— de las calles; el espacio real del concreto urbano.

Ese campo de batalla, desde luego replica en el resto de la realidad virtual y globalizada. Y nada más legítimo que inquietarse –informarse– por el devenir de la primera potencia mundial y que, sin duda, proyecta y condiciona a Venezuela particularmente.

Otra cosa es quebrar lanzas por los partidos que enfrentan un asunto muy de los Estados Unidos hacia dentro y hasta enemistarse con el vecino de enfrente o un seguidor de Twitter; rasgar vestiduras por Biden o el nunca bien ponderado Trump. Lo peor, salir a ese campo minado de las redes con la lanza partida a merced de sombríos trolls o, en el mejor de los casos, jodedores de oficio. Los asuntos de los descendientes del Mayflower y los salchicheros de Chicago es mejor dejarlos entre ellos.

Mejor es dejar la lanza clavada en la pared, ahí donde la dejó don José Luzardo como testimonio de las causas ajenas –y perdidas–por las que se mata hasta al hijo propio.

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