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Giacomo Puccini, el autor de no menos de media docena de exitosos títulos operísticos que no tienen intención de bajarse de los escenarios alrededor del mundo, en los más de cien años que tienen de vida teatral, cumple en noviembre de 2024, el primer centenario de su fallecimiento. Por ello, este es un año pucciniano, al que se han dedicado discos, festivales, recitales y retrospectivas críticas de su obra.

El Teatro Teresa Carreño y su cada vez más valiente Compañía de Ópera decidieron, en su honor, producir un espectáculo a manos múltiples titulado Sempre Puccini, en donde intentan mezclar teatro, actuación, una multitudinaria participación vocal y tres directores de orquesta. Esta es la crónica de lo atestiguado en su estreno, el pasado 19 de octubre. No fue sino en ese mismo concierto cuando nos enteramos de que había variedad de elencos, y nos fue imposible programar una asistencia a la función del día siguiente, por lo que pedimos excusas por haber faltado involuntariamente a la prestación de Yenny Quintero como Manon Lescaut (aunque por lo escuchado de ella en Le villi, el día anterior, creo que tuvimos suerte); a Gaspar Colón como Jack Rance; la Mimí de Annelia Hernández, el Rodolfo de Alberto Colmenarez, las Musettas de Oriana Torres y Mariana Camacho, la Tosca de Kimberly Maneiro, el Scarpia de Claudio González, las Butterfly y Suzuki de Patricia Laguado y Adriana Gómez, la Magda de Ángela Marrero (la de Anna Rotinova, no, dado la casi traumática experiencia de su Lauretta), el Schicchi de Anderson Piaspam y la Liú de Greilys Bracho. Al Calaf de Ivan Cardozo ya lo hemos disfrutado en conciertos anteriores.

Texto desafortunado

Pasemos pues a lo que presenciamos: se trataba de una ambiciosa idea que cubría la totalidad de la obra operística del compositor en una antología que reunía en dos actos lo más célebre, brillante, o simplemente representativo de cada una de sus 12 óperas. Dada la variedad de ambientaciones y argumentos que nos trasladan de la Selva Negra alemana a la china milenaria; del medioevo al lejano oeste americano; de París, Roma, Florencia o Japón a la austeridad de un convento, para poder hilar estos calidoscópicos paisajes y personajes, la Maestra Isabel Palacios pergeñó un texto que requería de dos actores conduciéndonos por el laberinto ya descrito. Fue desafortunadamente el punto más bajo del espectáculo. Los actores Gerardo Luongo y Angélica Rinaldi tuvieron que vérselas con un libreto al que le faltaban indispensables referencias biográficas, pinceladas del particular carácter del compositor, a quien varios autores han analizado desde diversas y atrayentes perspectivas, informaciones sobre los avatares de composición de las óperas que íbamos escuchando y verosimilitud en los personajes que representaban, mientras abundaba en lugares comunes, en estereotipos y monumentos al cursi del estilo “La ópera y la vida son la misma cosa”, “la ópera era mi destino”, o apropiarse de los pasajes más manidos de sus arias para que los actores los parafraseasen o reprodujesen no siempre coherentemente. Nada sobre el conflicto de Puccini con la dialéctica de lo femenino y lo masculino, sobre la recurrencia en cierto tipo de personajes, o la empatía intrínseca entre personajes aparentemente disímiles como Manon, Tosca o Butterfly, ni sobre la complicada relación que Puccini mantuvo con su mujer Elvira, en el concierto escénico presentada como una musa custodia del compositor cuando en realidad le erizó la vida de celos, exigencias, neurosis, que él en lugar de ponerles coto, las encendía con sus incesantes correrías extramaritales. Así que, ya presentido ese tono excesivamente grandilocuente,y casi tergiversador, nos concentramos en el concepto lírico del espectáculo. 

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Puccini: homenaje centenario

El mismo no mantenía tampoco  un orden cronológico siempre: Le villi y Edgar, que fueron sus primeras creaciones figuraban en segundo y cuarto lugar en el programa, junto a otras rupturas de ese hilo creativo. Decidimos también sortear esa carencia y no fue difícil pues la Palacios bordó con mucha pasión el envolvente Intermezzo de Manon Lescaut, prometiendo venturas. Betzabeth Talavera y Alberto Colmenarez batallaron contra un concepto escenográfico (responsabilidad de Elvis Chaveinte y Rodrigo Rodríguez) francamente feo. Durante todo el espectáculo me fue dificil quitarme la impresión de que nos hallábamos en una suerte de cementerio o catacumba con toda la austeridad y despojo de lo fúnebre. En la primera de las singulares, pero discutibles, selecciones o cortes en las escenas, escuchamos un pedacito del Acto final de esa ópera para preparar la muy vibrante interpretación de la Talavera del “Sola, perduta abbandonata”, sólo autovulnerada por la gestualidad siempre cercana a lo demodé de la soprano, pero su impacto dramático fue muy logrado. 

Antología con altibajos

No ocurrió lo mismo con el aria “Se come voi” de la Anna de Le villi apenas escuchada en la prestación de Yenny Quintero. No es un aria particularmente difícil, por lo que no se entiende la anodinia de la cantante. Tampoco es particularmente difícil, pero tampoco lucida, el aria del Acto I del Sheriff Jack Rance en La fanciulla del West (séptimo melodrama del compositor, aquí cuarto número del concierto). No están precisamente beneficiados las voces graves en las óperas puccinianas, por lo que a lo mejor no fue absolutamente suya la responsabilidad de la intrascendencia de la versión de Julio Silva.

Llegábamos a un punto culminante de la antología: las selecciones de La Bohéme. El privilegio de lo lírico nos hizo incomprensible que la escogencia arrancara desde antes de la llegada de Benoit a la buhardilla de los cuatro bohemios, un corte, y enseguida la neuralgia: el encuentro de Mimí y Rodolfo que incluye sus arias estelares, “Che gelida manina” y “Sí, mi chiamano Mimí” y el dúo de cierre, “O soave fanciulla”. Ivan Cardozo cantó con plena seguridad la difícil aria tenoril, pero como ya nos está habituando, con avaricia de matices, imprescindibles en un fragmento que navega entre lo narrativo, lo conversacional, lo poético y lo psicológico. Semejante resultado obtuvimos con la Mimí de Yeralmy Piaspam. Atravesando el escenario circular los amantes nos llevaron directamente al Café Momus del Acto II, donde ya la Musetta de Inés Arellano, vestida tan infelizmente como sus compañeros, y al que sus movimientos espasmódicos achataban aún más. Ni su vocalidad ni el amor de su Marcello (Helio Pineda) la redimieron del estigma. Enseguida caímos en otro hueco baritonal (en realidad sólo el rol de Scarpia, momentos de Marcello, (Bohéme), de Sharpless (Butterfly) y del Michele (Il Tabarro) y el brillante Gianni Schicchi, son dignas muestras baritonales puccinianas) con el aria “Questo amor, vergogna mia” en la empeñosa pero inacabada lectura de Endrys Cisneros. 

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Tosca era la conclusión de la primera parte del concierto. Y en lugar de cantar alguna de las arias estelares de los protagonistas, y en vez de llevarnos al interior de la iglesia de Sant’Andrea della Valle, nos trasladaron a las afueras del “camposanto” para el dúo de amor del Acto I entre Floria y Cavaradossi, cantado, sólo correctamente, por Betzabeth Talavera y Alberto Colmenarez. No podía haber otro cierre para este primer acto del concierto que el impactante Te Deum. Gaspar Colón fue un Scarpia de limitados medios vocales y al que la orquesta arropó sin demasiado esfuerzo. Su dominio escénico no bastó para recobrar la grandeza del fragmento. Un sorprendentemente reducido Coro de Ópera del Teatro Teresa Carreño hizo su mejor esfuerzo para mantener el efecto, así como la vistosidad del vestuario de César Cordova trató de suplir la desnudez de la escenografía.

Sorpresas, delicadezas, trémolos, plenitudes y enigmas

La segunda parte deparaba, en teoría, momentos más brillantes: comenzaba con Madama Butterfly y la elegante, pero no tan conmovente, interpretación de Greilys Bracho de la célebre “Un bel di vedremo”; fue mucho más prístino y delicado musicalmente el hermoso dúo de las flores entre ella y la Suzuki de Talía Guerrero, en equilibradísima armonía. Menos fortuna tuvo, aunque logró el habitual efecto, el Coro a bocca cerrada (esta vez no tan “chiusa”).

Me sorprendió gratamente la presencia y el color vocal de Grace Terán haciendo de la Giorgetta de Il Tabarro (de Il Trittico-la ópera que siempre nos niegan cuando montan esta obra en tres actos-) con su “E ben altro il mio sogno”, tanto que sonaban casi como interrupciones los pautados incisos de Adriana Gómez y Raimer Gil como La Frugola y Luigi.

A la tensa y crucial escena de la Zia Principessa y la agobiada Suor Angelica le faltó el contexto que no le dio el texto actoral y la voz realmente oscura y autoritaria del personaje implacable, que aún no tiene Janis Denis, mientras que de la muy agraciada de Brisel Pacheco me quedé en expectativa pues no se le concedió cantar su “Senza mamma”. Tampoco fue la mejor la selección de Gianni Schicchi que eliminó la bella aria de Rinuccio “Firenze e come un albero fiorito” y alargaba la escena recitada para que entrara la celebérima “O mio babbino caro”, que en el casi insoportable trémolo del instrumento de Anna Rotinova, no valió para nada la pena. Gaspar Colón con más guiñol que voz cerró, un poco rutinariamente, la selección con “In testa la capellina”. Graciosos, con justeza, los deudos de Buoso Donati cantados por Jeremyh Fuentes, Amelia Salazar, Martín Camacho, Lorena Álvarez, Luis Ramírez, Adriana Gómez, Abraham Camacho, el Spinellocchio de Deivis Marín y el mudo y no muerto Buoso de George Galo.

Annelia Hernández, a quien ya extrañaba en este espectáculo, hizo una, sin embargo, poco convincente prestación, del Signore ascolta de Liu, primera selección de la póstuma Turandot, princesa desterrada del homenaje, mientras que el concierto puso todas sus cartas para la ovación final con el indiscutible hit operístico del siglo XX: Nessun Dorma, cantado con plenitud pero poca morbidez por Alberto Colmenarez. Sin embargo siempre será un enigma para mí que teniendo a toda la compañía en escena, Isabel Palacios, gestora y directora del espectáculo y de este número en el podio, no incluyera el ribete coral, del último acto, del “Diecimila anni”, que usa el mismo tema del aria de Calaf, pero a full orquesta y coro. El impacto, sin duda, habría sido aún mayor.

La Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho fue dirigida a tres manos: la Palacios -Alfa y Omega-; Alfonso López Chollett, en los más comprometidos orquestalmente y el novel José Ricardo Pacheco. Hubo corrección, atinado brillo e intentos de equilibrio de parte de los caballeros, salvo en “O soave fanciulla”, en un exceso de contención orquestal; en el Te Deum, sorteando las minas que iba sembrando Gaspar Colón, o en Butterfly cuyo pathos y expansión puccinianos se le quedaron remotos a Pacheco.

El trabajo del director escénico Miguel Issa era verdaderamente espinoso: hilar con un mínimo de coherencia la antología de escenas de diversos climas y participación de personajes, incluso con los soporiferos recitados de los actores o los baches dramáticos en que nos sumían. Y debo decir que aprobó con creces. Logró mantener la tensión y la fluidez, a pesar de la poca colaboración de los decorados, limó con bastante fortuna la impericia gestual de los cantantes jóvenes, salvo uno que otro gazapo disculpable. Lo menos afortunado fue el saludo final que parecía una despedida de circo: interminable y poco atinada.

Puccini, cuya música ha arraigado en Caracas bastante honda y afectuosamente, según la historia teatral del último siglo, recibió un merecido tributo.                                                                                           

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