• “El bar es, no digo la selva, pero sí el bosque que le queda a la ciudad”, dijo Enrique Symns. Caracas, por su parte, tiene una memoria líquida entre sus bares, taguaras, esquinas, callejones o restaurantes chinos. Son lugares llenos de ficción que se asemejan a pequeñas rendijas para mirar el pasado y reconocer la historia de cada individuo en correspondencia con la historia de la urbe. Una cerveza, por favor, que comenzará el recorrido entre la maleza del bosque

El lavandero es el lugar para la cava. El hielo se compra en la licorería de abajo, que, aunque no es la más barata, es la más cercana. Se llena con una gavera de negritas. Se empieza con las pequeñas y luego se sube de nivel, cuando ya las partidas de dominó están a punto de romper la mesa con cada caída de las piezas. La música es salsa, de la brava. Los pasapalos están por todo el piso. Los ceniceros se desbordan esperando que un no fumador se obstine y bote las cenizas. ¡Pero que lo traiga de nuevo porque aquí se sigue fumando y tomando! El equipo de sonido es aún de la vieja escuela, tiene hasta para dos casetes. “Tú no sabes qué es eso, ¿verdad?”, preguntaban mis tíos con su aliento característicos de los cumpleaños: cigarro, cerveza y Doritos. “Claro que sé. Mi mamá todavía tiene casetes de Juan Gabriel”.

Lo que suena no es Juan Gabriel, sino Gilberto Santa Rosa: “Cuando se aferra un querer al corazón / y la conciencia no tiene la razón / no valen los consejos”. Repertorio que me vio crecer y que me formó. Hasta hoy le doy gracias a los gustos musicales de mis tíos por dejarme bien parada en cualquier bar, tasca, fiesta, transporte público… Las mismas canciones que se repetían una y otra vez, con la excusa de un cumpleaños, una graduación o el Día del padre, son capaces de llenarme de felicidad al instante. 

Esas letras siguen grabadas y salen, incluso sin mi permiso, mientras estoy en un autobús de Capitolio – El Paraíso. Somos un coro en cada uno de los asientos. La música tiene esa capacidad: desconectarnos del instante y revivir otros tiempos. Esa magia que nos hace sentir de nuevo. A pesar del día, de la cola para agarrar la buseta, de no encontrar un asiento, pero aún así montarse. Sin importar que vayas en la puerta, con más cuerpo afuera que adentro. La hora apremia y llegar tarde significa no llegar. Toda esa angustia se anula con una buena salsa. 

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Esta vez soy la que está en la puerta. Aviso al chofer si alguien pide la parada y él no escucha. “Claro, con esa música a todo volumen, ¡qué va a estar escuchando nada! Llévame pa tu casa, entonces”, comenta una señora que se quedaba en la esquina del Mercado de Quinta Crespo. “Yo vi llorar a un hombre ante un espejo por un amor que le negara el cielo y asombrado me dio un escalofrío al ver el rostro mío” era lo que retumbaba en las cornetas. Esa cara que describe Lavoe podía ser la de cualquiera de nosotros. El autobús se paró una cuadra después, por donde está la bomba de gasolina y la pollera, justo en la esquina del motel. Allí la guardia o la policía (en fin, el organismo de turno) hace un embudo en la noche. Los carros tienen que pasar por un solo carril. Los autobuses son los preferidos de las brujas. No pueden ver un Encava porque ahí mismo lo mandan a orillar. “Buenas noches, los hombres, abajo, con cédula en mano”. Se escuchan las quejas, se ven a las novias soltando la mano de su novio, la esposa agarrando el bolso del esposo, el soltero pidiendo permiso, el señor mayor preguntando si él también debe hacerlo. “¡Qué peligro puede significar un viejo como yo!”. “Soñando, soñando, contigo, queriendo que se cumpla nuestro idilio”, sigue el gran Willie en la banda sonora. Me asomo en la ventana y los veo en fila, los unos siendo cateados y los otros hablando por los walkies talkies para preguntar si alguno tenía orden de arresto. El chofer inmune ante la escena. Es su día a día. Después de toda una jornada por las avenidas del suroeste de la ciudad, es uno de los pocos que se atreve a rodar en la noche. 

Ese día salía de La Posada de Cervantes. Una tasca en la avenida Urdaneta, entre Capitolio y Parque Carabobo. Te vas derechito, como si fueras para el Bulevar Panteón, pero antes de seguir hacia el Norte, agarras sentido Este, hasta llegar a un local con puertas de madera y un timón en la entrada. Te da la bienvenida un señor mayor, quizás el mismo que vi en la camioneta horas después, y entras al barco. Estoy en ese lugar mítico con mi novio. Subimos para sentarnos en una mesa. El primer piso está ocupado por una larga barra también de madera. En ese momento no era mi lugar favorito para hablar. 

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Nos atiende Américo, “pero no Vespucio”. El chiste lo cuenta una y otra vez. Un señor, como de 50 años, que, según él, está casado, pero cada vez que puede sacarle risas a una mujer lo hace. “Cantando olvido las penas y también los sinsabores. Hoy te dedico, mis mejores pregones”, es Héctor Lavoe, el único, el propio, el inmortal. Otro héroe de nuestra cultura. Su vida, una épica. Su legado, el de los héroes. No es fácil cantar… ni amar. Ese día entré en faldas y salí con pantalones. “Escuchen bien su cantar. Aprendan bien de los mejores”.  

No fue la misma mesa de nuestra primera cita. La de esa vez, un par de meses atrás, fue una de dos personas que estaba cerca de las barandas de la escalera. Aún guardo la foto que me tomó. Mi cara refleja la expresión del primer amor: sonriente, con los cachetes rojos, posando del lado que te favorece, dejando un poco al descubierto el escote y con los ojos fijos en el lente de la cámara. “Ocho millones de historias tiene la ciudad de Nueva York”, comenta Rubén Blades. Ocho millones también tendrá esa tasca y la mía es una de ellas. 

ꟷ Es que tú y yo no vamos. Es mejor terminar. Mira, yo te quiero mucho. Eres una persona increíble, pero no estamos bien juntos. 

La Posada de Cervantes, donde entras con falda y sales con pantalones
Ilustración: Lucas García

Con esa frase recordé el día que me enteré que Cristóbal Colón, cuando divisó por primera vez el Golfo de Paria, tenía conjuntivitis. Sí, “la mirada sangrante”, tal como lo dice en sus memorias. Había algo entre El Quijote y la mar, el timón en la entrada del local cobraba más sentido. El Quijote era yo, viviendo en mi fantasía, cuando la mar te da en la cara, te tumba de la balsa, te deja a la deriva, y con conjuntivitis. Mi salvavidas era una Encava en la esquina de la avenida Baralt para llevarme a casa.

“Parada, parada. Señor, parada”, escucho a la señora gritar desde atrás. Me apresuro a comentarle al chofer antes de que pase el semáforo. Muy tarde. Ya estábamos orillados por los uniformados. No había malandros abordo, o por lo menos no con alguna orden de captura. Continuamos el viaje. Cruzamos el elevado sobre la autopista y el río Guaire. Paso a la parroquia El Paraíso, aunque para mí es lo contrario. Y, menos mal, vivir en el infierno siempre da más para contar. Aún faltan unos quince minutos hasta llegar a mi parada. 

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“Señor, en la esquina, por favor”. Son las diez de la noche, estoy sola, caminando por las oscuras calles de una de las ciudades más peligrosas del mundo. A estas alturas del juego mi mente rebobinaba todo lo que había sido ese día. ¡Ya qué, si me van a robar, que me roben. Poco me importa! Siento esa adrenalina que solo te inyecta el amor (y ahora sé que el desamor también). Te borra los límites del peligro y te acerca hacia el abismo con ganas de lanzarte, y no morir en el intento. Camino lento, desafiando aún más la cordura. La luna suple la falta de alumbrado en la avenida Washington. En una de las quintas hay una fiesta. Se escucha la música, los golpes de las fichas de dominó sobre la mesa, huelo el humo del cigarro y las bolitas de carne que se están friendo. “De las tumbas quiero irme no sé cuándo pasará. Las tumbas son pa los muertos y de muerto no tengo na”, canta Ismael Rivera. 

*

La Posada de Cervantes, donde entras con falda y sales con pantalones
Ilustración: Lucas García

Pasaron varios meses hasta que volviera a la Posada. Era inevitable pensar en lo que representaba ese lugar: había sido el escenario de una obra completa, desde el primer hasta el último acto. El ciclo se cumplió a la perfección. Sin embargo, el lugar es muy bueno y se me hizo imposible borrarlo de mi cartografía. Lo que sí hice fue construir de nuevo su significado, al igual que pasa con las palabras y los signos. En un momento denotan una cosa, y con el tiempo toman unos y pierden otros referentes. 

Invité a compañeros del trabajo y la universidad. Me di la tarea de redescubrir su encanto. No fue tan difícil. Las conversaciones que otrora giraban en torno al amor de pareja, ahora abordaban discusiones sobre los proyectos de cada uno, las anécdotas de las salidas juntos y las nuevas memorias que se crean con cada una de las visitas. Recuerdo una bastante peculiar: un grupo de amigos quedamos en ir, pero dos no podían acercarse a la misma hora. Yo les di la dirección y ellos la guardaron. El gran error estuvo en el nombre de las avenidas: en vez de Urdaneta, dije Universidad. La una queda paralela a la otra, pero hay que caminar unas cuantas cuadras hasta llegar. Se hacía más de noche y ellos no aparecían. Quizás cambiaron de plan, pensé. Hasta que los vemos subir por las escaleras y nos saludan a lo lejos. El piso estaba a reventar. Para conseguir sillas fue difícil, pero nuestro marinero Américo hizo su magia. Los vi acalorados y con ganas de tomarse todo el tobo de cervezas que estaba sobre la mesa. Allí nos explican la confusión. Me disculpo, llena de pena y con la cara roja, por mi error. La incógnita seguía: cómo llegaron si no sabían dónde era. 

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ꟷ Preguntando. Preguntamos por ahí si alguno conocía La Posada de Cervantes. Entre tantas tascas, pensamos que no lo lograríamos. En esas nos acercamos a unos señores que estaban jugando dominó en la Plaza La Candelaria. Aprovechamos que se había terminado la partida para no interrumpir. Uno de ellos sí sabía de qué estábamos hablando y nos ubicó. Subimos unas cuadras más y listo. 

Continuamos el vacilón. Ismael Rivera relataba cómo El Nazareno le mostró una revelación: que le ofreciera la mano al caído, sin importar lo mal que hubiese sido. Repite una y otra vez: “El Nazareno me dijo que cuidara a mis amigos”. Observo a todos alrededor de la mesa: conversando, riendo, empujándose con el codo, pidiendo la otra ronda, moviendo la cabeza al son de las trompetas. Ellos no conocen la canción, pero yo me la sé de memoria. 

Pensar que quería borrar ese lugar. Ahora, apenas diviso el timón de madera, grito: “¡Tierra a la vista!”. Me siento en unos de los banquitos de la barra. Es el lugar perfecto: la conversación fluye mejor, la distancia entre tu pierna y la del otro es tan estrecha como tú quieres que sea y el bartender te atiende más rápido, además de que te sirve tapas. Saludo a Américo, pero no Vespucio. Dejo de ser Sancho y me transformo en el Quijote. Conquisto molinos en forma de tobos y cuento historias de romances ordinarios que parecen de caballería. Entre todas las tascas, me quedo con este lugar de la Mancha. 

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