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  • Cientos de personas recorren sin rumbo fijo las calles de Caracas en busca de una oportunidad que les permita sobrevivir cada día. Detrás de muchas de ellas existe una historia que demuestra que la fortuna de tener un techo o una educación se puede desvanecer sin previo aviso

Pasos silentes de personas en situación de vulnerabilidad recorren Caracas cada día en busca de una oportunidad. Algunos no cuentan con ningún grado de instrucción académica; otros han tenido entre sus manos un título universitario que certifica años de estudio. Sin embargo, todos tienen algo en común, y es que las calles de la capital han formado parte de sus vidas para marcar un antes y un después.

Caracas está llena de historias por contar que, en la mayoría de los casos, pasan desapercibidas ante la mirada de la comunidad. A pesar de ello, desde hace casi dos años el Panabus, un vehículo que brinda atención a quienes se encuentran en situación de vulnerabilidad, ha servido como punto de encuentro para conocer a las personas que sobreviven en la calle. El Diario conversó con cinco venezolanos que abordaron esta unidad móvil.

Juan Carlos Torres: “Nunca tuve una sonrisa”

Una cicatriz sobre su ceja derecha es solo una de las tantas marcas que la calle ha dejado en el cuerpo de Juan Carlos Torres, de 27 años de edad. El concepto de un hogar ha sido ajeno para él, y es que a pesar de tener cinco hermanos, nunca conoció a sus padres biológicos.

A los 2 años de edad llegó a la Fundación Amigos del Niño que Amerita Protección (Fundana), lugar en el que permaneció hasta los 7 años, cuando fue enviado a un retén en condiciones inhumanas.

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“A los 10 años aprendí a fumar marihuana y a tomar alcohol en el retén. Ahora el alcohol me da asco de tanto que tomé”, cuenta Torres, quien fue testigo de violaciones en el lugar. Agrega que dos de sus hermanos también estaban en el mismo sitio; sin embargo, ambos fueron asesinados por otros internos, uno por asfixia y otro por heridas de arma blanca.

Foto: Fabiana Rondón

A los 16 años de edad cayó del segundo piso del retén al tratar de huir, por lo que tuvo que ser sometido a una operación quirúrgica que lo dejó en silla de ruedas durante siete meses. Una cicatriz en su espalda baja siempre le recuerda el accidente.

Aquel evento no le quitó la motivación de escapar, así que volvió a intentarlo. El resultado fue un disparo en la parte baja del abdomen que le provocó daños en el conducto urinario y en su sistema reproductivo.

Cuando uno es niño, siempre quiere tener una sonrisa. Yo nunca la tuve. Hoy tampoco la tengo”, comenta.

Cuando cumplió la mayoría de edad logró salir a las calles, gracias a que conoció a un hombre que lo llevó a Mérida para enseñarle sobre la cría de cerdos durante dos años. Al terminar su aprendizaje, viajó con un amigo hasta Carabobo, donde también se instruyó sobre la cría de pollos y ganado; pero los constantes robos de los animales por parte de antisociales le hizo regresar a Caracas.

Una vez en la capital, comenzó a trabajar en un ancianato donde conoció a una patóloga forense que le enseñó a preparar cadáveres, conocimiento que le sirvió para conseguir un trabajo en la Funeraria Vallés. Durante aquel periodo vivió junto a una novia en una habitación en Capitolio, que era alquilada por un grupo de colectivos.

“Ellos (los colectivos) lo que hacen es que llegan a un lugar, lo invaden y comienzan a alquilar las habitaciones. Yo pagaba mensualmente”, detalla.

Diversos conflictos laborales lo motivaron a irse de la funeraria luego de tres años de trabajo, mientras que una decepción amorosa lo hizo abandonar la habitación que había alquilado. Desde entonces, las calles componen fragmentos de su vida.

Foto: Fabiana Rondón

El frío y la lluvia han sido parte de sus noches, mientras que el hambre lo ha acompañado durante los días. “A veces me he acostado sin comer nada, a veces me ha tocado comer un pedazo de pan o una arepa fría, otras veces me han dado comida caliente. A veces paso dos o tres días sin comer”, comenta.

Las cascadas del Parque Los Chorros son una oportunidad para asearse en las mañanas. En varias ocasiones, la dificultad para lavar su ropa lo ha obligado a bañarse con lo que usa durante el día. “Me seco caminando”, detalla.

La venta de chucherías o cigarrillos le ha ayudado a obtener algo de dinero para comprar alimentos para el día; sin embargo, señala que conseguir un trabajo es muy difícil para una persona en situación de calle.

Asegura no tener miedo de vivir en la calle, más allá de su preocupación de ser atacado cuando duerme. “Mi crianza no fue muy bonita como para tenerle miedo a la calle. En el retén estaba peor, en la calle a veces siento que estoy libre, pero no del todo; estoy jugando entre la vida y la muerte, porque ya han matado a muchos amigos mientras duermen. Una de las cosas a las que le temo es irme a dormir y no despertar al día siguiente”.

Foto: Fabiana Rondón

A pesar de contener las lágrimas cuando habla, trata de olvidar el rencor por lo que ha pasado. “Nunca vi un Niño Jesús, unos reyes magos, nunca vi un cumpleaños. Yo cumplo años el 31 de enero, y en todos mis cumpleaños recibí golpes, me metían en una celda solo con un balde de agua fría. Nunca olvido todo eso, pero trato de dejar el rencor atrás”, comenta.

Torres anhela transformar la adversidad que ha rodeado su vida y evitar que otras personas deban vivir la realidad que a él le tocó: “Mi sueño es montar una casa para chamos en situación de calle donde uno los pueda ayudar, donde yo, que vengo de la calle también, los pueda aconsejar. Mi meta es aconsejarlos, ayudarlos a salir y que puedan surgir”.

Roberto Ojeda Vizcaya: “Duermo donde me agarre la noche”

El paso de los años se hace notar en el rostro de Roberto Ojeda Vizcaya, de 73 años de edad. El venezolano de cabello blanco y una corta barba canosa pasa su vejez recorriendo las calles caraqueñas en busca de una oportunidad.

Foto: Fabiana Rondón

A pesar de no haber concluido el bachillerato, pudo establecer su residencia junto a su familia, durante gran parte de su vida, en un apartamento en Sabana Grande, en el que hacía algunos trabajos que le permitían subsistir.

Relata que una oportunidad laboral lo llevó a vivir en Valencia, estado Carabobo, pero luego regresó a la capital, donde una vivienda en Chacao fue su hogar por un periodo. Sin embargo, terminó en la calle por un inconveniente con el pago del alquiler.

“Estuve viviendo en un apartamento en Chacao y me sacaron de ahí. Yo estaba pagando por tribunales y ellos dijeron que debía dos años y medio, teniendo todo al día. Ahí caí en la calle, y una vez que caes en la calle, te desgastas”, comenta Roberto, quien se protege del sol con una gorra y lleva un morral donde guarda sus pocas pertenencias.

Foto: Fabiana Rondón

Desde entonces, Ojeda se desplaza durante el día hasta Propatria, Los Dos Caminos, Sabana Grande o La Florida para conseguir alimentos en los comedores de las zonas. En muchas ocasiones, logra alimentarse dos veces al día gracias a lo que recibe en dichos lugares.

Duermo donde me agarre la noche. Agarro un cartón y duermo en alguna plaza, en el bulevar de Sabana Grande o en La Carlota”, dice.

Además de su preocupación por sobrevivir en medio de una situación tan complicada, relata el miedo que le producen los integrantes de la Misión Negra Hipólita, quienes “violan la Constitución permanentemente”, asegura.

“Los de Negra Hipólita nos agarran continuamente y nos llevan a Quinta Crespo. Entrando, te desnudan, te quitan toda la ropa, y todo lo que les interesa se lo quedan. Te quitan los cuchillos, las tijeras, los espejos, los cortauñas, que son alicates de sobrevivencia que uno tiene porque vive en la calle. Me robaron un Blackberry, el otro día me quitaron un kilo de azúcar y medio de mantequilla. Te desvalijan”, detalla.

Ojeda no puede evitar conmoverse cuando habla sobre su situación. Considera que en las calles de Venezuela deberían existir baños, lavanderías y depósitos de agua públicos para que quienes estén en su misma condición puedan asearse.

Foto: Fabiana Rondón

“Para arreglar este país tenemos que sacar el egoísmo que está dentro de nuestro corazón, aprender a ponernos en zapatos ajenos, a sentir el dolor ajeno. Tenemos que desarrollar esa sensibilidad, tener amor al país y al ser humano”.

Maythe Fonseca: “Si yo no tengo para comer, ¿cómo amamanto a mi bebé?”

Los brazos de Maythe Fonseca, de 39 años de edad, están cubiertos por una sábana color azul con detalles rosados y amarillos. Muy cerca de su pecho, se asoma detrás de la tela una pequeña mano que intenta alcanzar el rostro de su madre.

Foto: Fabiana Rondón

A pesar de ser técnico superior en Publicidad y Mercadeo del Instituto Universitario de Nuevas Profesiones de Valencia, y haber ejercido su carrera durante dos años, el nacimiento del tercero de sus hijos, Luka, la alejó de su trabajo para dedicarse a tiempo completo a ser mamá, una labor en la que el padre de su bebé no participa.

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Maythe, de ojos verdes y cabello castaño claro, no vive en la calle. Su familia era propietaria de un edificio, por lo que el gasto del condominio del apartamento en el que vive le es exonerado. La oportunidad de realizar algunos trabajos en el lugar, como la redacción de documentos, le ha permitido obtener algo de dinero para sobrevivir.

Mientras observa afligida a su hijo, explica que la dificultad de encontrar un empleo estable que le permita dar sustento a Luka, de 2 meses de edad, se ha traducido en la falta de recursos para poder costear lo básico.

Ante esta situación, la mujer recorre las calles de Caracas junto a su hijo en busca de una mano amiga que pueda ayudarlos. Las jornadas de alimentación que realizan algunas fundaciones son de gran ayuda para paliar su situación, pero no son suficiente. A pesar de comer tres veces al día, su dieta solo incluye algunos granos y alimentos preparados con harina, como la arepa o las empanadas.

Foto: Fabiana Rondón

El acelerado aumento de los precios ha sido una de las preocupaciones de la madre venezolana, quien asegura no contar con los recursos necesarios para costear los pañales o las fórmulas de su bebé.

Explica que su familia, oriunda de Carabobo, se fue de Venezuela y mantiene contacto con ella; sin embargo, solo ha recibido llamadas. “Ellos saben de la situación en la que estoy, pero cada uno está en lo suyo. Después de que pisan el aeropuerto y se van, se olvidan de Venezuela”, señala.

Una depresión la llevó a separarse del padre de sus dos hijos mayores, quien se quedó con ellos ante la posibilidad de poderlos mantener; sin embargo, esta situación no es un impedimento para que Maythe vea a los pequeños con frecuencia.

Foto: Fabiana Rondón
Lo que se me hace más difícil no son mis cosas, porque las madres quedamos a veces en segundo plano y puedes resolver, pero dices ‘si yo no tengo para comer, ¿cómo alimento a mi bebé?’. Entonces, como no cuento con nadie que me ayude con el bebé unas dos o tres horas mientras yo resuelvo algo, es difícil”.

Doris Cartaya: “No quiero que mis hijos pasen por lo que yo pasé”

Durante años, la vida de Doris Cartaya, su esposo y sus tres hijos se desarrollaba en las calles de Caracas. No había un colchón donde dormir, un sitio donde tomar una ducha o un plato de comida caliente. En su lugar, las caminatas no tenían fin y las noches eran inciertas.

Foto: Fabiana Rondón

La venezolana de 24 años de edad, de cabello rizado y tez morena, sostiene en brazos al menor de sus hijos mientras recuerda parte de su historia.

Una habitación en una iglesia de la capital fue la oportunidad para dejar atrás las calles de la ciudad, pero un cortocircuito en el tomacorriente del televisor provocó un incendio que cambió el panorama de la familia.

“Eso fue horrible, perdimos todas nuestras cosas, las de los niños”, expresa la mujer, mientras recuerda que a pesar de la importante pérdida material, nadie salió herido.

El infortunio los llevó a la casa de su suegra, donde nuevamente pudieron encontrar un techo que los protegiera de la intemperie. Pero en algunas ocasiones la situación económica de la familia los ha llevado a la calle para buscar qué comer; en otras, unas arepas, el arroz o la pasta les permiten calmar el hambre.

Foto: Fabiana Rondón

“Yo quiero echar para adelante con mis hijos, gracias a Dios salí de la situación de calle. A veces regreso, pero mi suegra lo evita, ella me ha ayudado mucho. Ya quiero olvidar la calle”, dice esperanzada Doris.

La familia ya dispone de un cuarto bajo techo. Doris ha conseguido trabajos de limpieza que le ayudan a paliar la situación, mientras que su esposo vende verduras para poder subsistir.

La educación de sus hijos ha sido una de sus principales preocupaciones. A pesar de conseguir cupos para inscribir a sus dos hijos mayores en un colegio, no han podido asistir a las clases por el elevado costo de los útiles escolares y los uniformes, materiales que incluso para una familia con ingresos estables son difíciles de pagar.

“Me preocupan mis hijos. Mi niño me dice que quiere estudiar. Yo le conseguí la inscripción, pero me faltan muchos cuadernos que comprar, me falta la caja de lápices, las medias, los zapatos. Muchos me han ayudado, a veces me dan un arrocito para medio comer todos. Yo le digo a mi hijo ‘papá, yo no sé qué más puedo hacer’”, comenta afligida.

Foto: Fabiana Rondón

La delincuencia no ha exonerado a la joven familia. El robo de un dinero en efectivo dejó a Cartaya con una herida en el oído que requirió de cinco puntos para sanar; su esposo y sus hijos salieron ilesos del suceso.

Yo me pongo mal cuando veo a los niños en la calle, cuando veo a las mujeres embarazadas. Eso es horrible. Ellos están pasando por lo mismo que yo pasé. No quiero que mis hijos tengan que pasar por lo que yo pasé; quiero que consigan su casita, que estén bien, que no estén matando. Quiero que agarren camino, que tengan un trabajo”, finaliza Cartaya.

Williams Ruiz: “Sueño con ser un gran presentador de televisión”

Los ojos de Williams Ruiz, de 47 años de edad, se llenan de lágrimas con facilidad al hablar sobre su situación. En la mano sostiene un bastón que le permite sortear los obstáculos del camino, mientras que en el bolsillo de su camisa, de rayas blancas y azules, lleva consigo un carnet de discapacidad visual.

Tan solo cuatro años después de graduarse de técnico superior en Informática, Ruiz recibió en Maracay, estado Aragua, el diagnóstico de atrofia del nervio óptico, una afección progresiva que impide que su cerebro reciba imágenes.

La necesidad de realizarse múltiples exámenes médicos en Caracas lo llevó hace cinco años a tomar la decisión de mudarse solo a la capital, donde vivió durante dos años en dos geriátricos y comenzó a tratarse con la Sociedad Amigos de los Ciegos.

Foto: Fabiana Rondón
Yo decía ‘Dios mío, yo soy 99,9% visual en lo que me preparé, no entiendo”, dice entre lágrimas Ruiz, quien ahora solo tiene un remanente visual en blanco y negro en el ojo derecho.

A pesar de su condición, Ruiz consiguió un trabajo en la Universidad Bolivariana de Venezuela como parte del equipo de soporte técnico. La dificultad para poder ver era cada vez mayor, por lo que adaptaron el espacio de trabajo con una lámpara de luz blanca para que pudiese desempeñar su labor, en la que aseguró ganar poco más del sueldo mínimo. A pesar de ello, el monto es insuficiente para cubrir sus gastos básicos.

El alquiler de una habitación a bajo costo en el centro de la ciudad le permitió tener un techo durante un tiempo; sin embargo, la migración de la propietaria a otro país lo llevó a dormir en las oficinas donde trabaja.

Actualmente, es estudiante de Comunicación Social en la misma universidad donde labora, por lo que almuerza en el comedor de la institución. “Cuando almuerzo de lunes a viernes llevo un potecito para guardar un poco para mi cena. Los sábados al mediodía voy a tomarme una sopa en la iglesia La Chiquinquirá, en La Florida, y los domingos me tomo una sopa en otra iglesia”, comenta.

Foto: Fabiana Rondón

Señala que una arepa sin relleno alguno le permite consumir algo de alimento cuando no asiste a los comedores, mientras que las proteínas quedaron en el pasado. Su deficiente alimentación por la falta de recursos le ha impedido tomar los medicamentos para el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH), una enfermedad que padece desde hace 25 años y cuyo tratamiento suspendió hace más de dos meses.

Foto: Fabiana Rondón

“Los antirretrovirales son gratuitos, me los entregan en Los Magallanes de Catia, pero tú tienes que tener la barriga llena antes de ingerirlos. Si los voy a tomar en la mañana o en la noche debo comer un buen desayuno o una buena cena. Ya venía de un año y medio complicado, entonces me estaba pegando. Yo entiendo que no debo suspender el tratamiento, porque el antirretroviral es lo que reduce el virus a la mínima expresión y aumenta el CD4, que es lo que me defiende contra alguna otra enfermedad, pero está ruda la situación”, comenta.

La ilusión de terminar su segunda carrera desvanece la melancolía que muestra cuando habla sobre sus problemas, mientras que el sueño de lo que puede hacer en un futuro con su profesión le dibuja una sonrisa en el rostro. “Creo que lo que más ánimo me da ahorita es la carrera. Sueño con ser un gran presentador de programas de televisión”, dice.

El número de personas vulnerables en las calles de Caracas pareciera aumentar diariamente. Cada una de ellas guarda en su interior una historia en la que se ven reflejados miles de venezolanos más que, al igual que ellos, conviven en los espacios públicos de la capital con la esperanza de encontrar una oportunidad para dormir bajo un techo o conseguir un poco de alimento.

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